La música del silencio de una solitaria iglesia o del silencio transparente del recoveco de una calle de la gran ciudad, la canción de aquel recodo y fresco del río Eiroá, el canto de los pájaros y del gallo, el graznido del cuervo, el cacareo de la gallina, el ladrido del perro, el rumor del sol, el susurro de la luna, el lloriqueo de un niño, son momentos, ajenos al tiempo y al espacio, en los que el alma puede sentir el acorde íntimo y profundo del cosmos, y percibir la enigmática hondura del ser, y dar a a cada cosa, forma y colores nuevos, ajenos a todo. Eso es la intimidad en donde brilla lo esencial: la fusión del hombre consigo mismo y con los demás. Solo ahí llega el hombre a la presencia de sí mismo, momento y lugar oportunos para acompañar, tal día como hoy, Sábado Santo, a María, madre de Jesús, sepultado hasta que hoy mismo resucite. Y luego para vivir con ella la alegría de la resurrección