Como un viejo sentado a la puerta que conduce al peregrino, la naturaleza, gracias a su leal libertad, dejando a tras su perpetua indigencia, llena de mágica energía, se hará templo de luz, y ejercerá sobre todo el hechizo que, en invierno, ejercen las gigantescas olas de la Costa da Morte, y siempre el abismo de los farallones que bordean la capilla de San Frutos a orillas del río Duratón y convertirá la tierra en un cuenco de flores. El fastuoso florecer lo llenará todo de colores, de olor y de magnetismo. Hasta hoy enterrado como el fuego en la entraña del hierro, hastiado del silencio y del hedor, el orgullo de la maleza del bosque, tumba de silencio, y del estanque hediondo y lleno de la sombra mansa de noches oscuras o de remolinos de tiniebla, en donde se baña la luna y mosaicos de estrellas, restaurará el verdor de los valles y cerros, y sonreirá como una melodía de Dios, impávida al huracán y a las tormentas.