«Para mí, Orcasitas ha sido el lugar teológico que Dios me ha descubierto». Cuando los vecinos que poblaban en los 60 este barrio de chabolas veían pasar a Rosa Blanco decían: «Ahí va la monja Rosa». La monja Rosa, que encontró a Dios en el barrio y que vertebró cristianamente esta periferia en la que se asentaron en su mayoría andaluces y extremeños en busca de oportunidades.
Madre escolapia, vio rápido que la educación era piedra fundamental para que sus habitantes prosperasen. Con una determinada determinación, devota como era de santa Teresa, consiguió del Ministerio de la Vivienda unos terrenos en los que construyó primero un colegio, luego un instituto, más tarde un edificio para módulos de FP y, por último, una guardería.
Han pasado más de 50 años y por los centros Ciudad de Jaén, públicos, han pasado ya generaciones de alumnos. A día de hoy, se sigue respirando ese ambiente de familia que la madre Rosa imprimió en ellos, cuando en el gran patio central organizaba chocolatadas por Reyes, limonadas por san Isidro, festivales por san José de Calasanz...
Su empeño fue que los niños estuvieran atendidos de los 0 a los 18 años para que, mediante una educación adecuada y personalizada, cada uno descubriera su talento oculto. También creó una asociación, ICEAS, que cuidaba la integración de los niños y que ahora tiene, además del centro de Orcasitas, otro en Vallecas –donde la madre trabajó de manera muy estrecha con el padre Llanos– y en Pan Bendito.
Trabajo de Religión
A la madre Rosa, fallecida en 2008, la conocieron un poco mejor los alumnos de Religión de 4º de la ESO del instituto Ciudad de Jaén gracias a un trabajo de clase. Se lo propuso su profesora, Davinia López. Los chavales rápido dedujeron que «pudo ser santa, ya que gastó sus días, su tiempo y su corazón en amar a Dios y a los demás». Así se lo han contado los alumnos este viernes, 18 de marzo, a una de las visitas que más ilusión les ha hecho en este tiempo: la del arzobispo de Madrid, cardenal Carlos Osoro, que acudía al instituto respondiendo a su propia invitación.
«¿Qué tiene que pasar para que sea santa?», le habían preguntado a Davinia en clase cuando les presentó la vida de la monja. Entre otras, «que por lo menos el obispo la conozca». Y así, lanzados, decidieron escribir una carta al purpurado. Lo que nunca se imaginaron es que él les iba a contestar con una visita en persona, porque, como les ha reconocido, «yo, donde puedo entrar, entro».
«Cuando nos lo dijeron [que venía] nos quedamos impactados», cuenta Alberto, uno de los alumnos. «Me siento orgulloso de que haya venido» o «es un honor que venga», son emociones que expresan otros. Algunas han aprovechado la coyuntura: «¡Bendícenos, que tenemos examen ahora mismo!». Varios se acercaban tímidos para saludarlo, con curiosidad en muchos casos, respondiendo a sus preguntas, «¿cómo te llamas?, «¿de dónde eres?»…
En la clase de Religión del IES Ciudad de Jaén no solo hay católicos; también evangélicos, ortodoxos, no bautizados… Y musulmanes. «Yo leo el Corán», le ha dicho el purpurado a uno de ellos. Acompañado también por la directora, Lola Pérez, el arzobispo ha visitado las instalaciones del instituto y de las clases de FP, y allí también ha podido saludar no solo a los profesores –con especial atención, puesto que él también lo fue antes de ser sacerdote–, también a la enfermera, Paloma, que cura más almas que cuerpos en su consulta porque tiene el corazón abierto para los chavales. E incluso a una vecina que pasaba por allí a peinarse en uno de los módulos de Peluquería y Estética. «Me han dicho las chicas que estaba el Papa y he salido a ver», dice divertida. No es el Papa, pero a ella le vale igual, «es usted, ¡pues muy bien!», aunque se apura porque todavía no está peinada.
Ya en la biblioteca, el cardenal ha podido conocer más de cerca a la madre Rosa gracias a la exposición de Santi y Álex. Estaban un poco nerviosos; de hecho, explican antes de empezar, llevan ensayando varios días en los recreos porque no es un trabajo de clase cualquiera, «¡es decírselo a un obispo!». También gracias a Emiliano Herrero, profesor de la Complutense ya jubilado, que fue mano derecha de la madre Rosa. Y a Cristian, uno de los profesores del centro, antiguo alumno y que también conoció a la fundadora.
Al terminar, turno de preguntas; «no hay ninguna indiscreta», les ha animado el arzobispo. Y han ido saliendo: cómo fue su infancia, «¿te gusta el fútbol y de qué equipos eres?», «¿te has enamorado alguna vez?», qué hace un obispo, qué piensa sobre la guerra o cómo se siente uno llamado por Jesucristo para ser cura. Sí, le gusta el fútbol y es del Racing de Santander, aunque, reconoce, «yo bendije el nuevo campo del Atlético de Madrid». «¡Bendícenos otra vez –exclama un chaval con la camiseta del club–, que nos ha tocado el City [en cuartos de Champions]!».
Su vocación al sacerdocio, les cuenta, está íntimamente ligada a los jóvenes. Cuando daba clases, se preguntaba siempre qué más podía hacer por ellos. «Tomé la decisión [de ser sacerdote] haciendo un compromiso con Nuestro Señor de no olvidar a los jóvenes». «Os tengo un cariño especial –añade–, sois la opción de mi vida».
Sí, se enamoró, y ahora también lo está, del anuncio de Dios, que es también «un anuncio para la fraternidad». La oración más bella que hay, les apunta en este sentido, es el padrenuestro, que da «el título más grande que el ser humano tiene, que es ser hijo de Dios», pero a la vez la consecuencia de ese título, que es «ser hermano de todos los hombres sin excepción». La tarea fundamental de su ser obispo es, les cuenta, «liderar el anuncio del Evangelio». Y la guerra «es horrible, a mí me duele mucho; una sociedad que establece las armas para convivir es una sociedad enferma».
El tiempo apremia y los chavales tienen otras clases, aunque piensan que no pasa nada por saltárselas porque están a gusto. «Os estoy viendo cómo estáis mirando –les despide al cardenal–; qué hambre de verdad, de vida, de construir la fraternidad y la unidad. El futuro de Madrid está, entre otros, aquí. Todos estaréis conmigo esta tarde en torno a la mesa del Señor».
Como anticipo, los jóvenes se despiden de él pidiéndole fotos y la bendición. Para muchos, quizá la primera de su vida, asegura Davinia. No se lo quieren perder. El «padre Carlos», como le llaman algunos, en medio de los problemas familiares, de los efectos de la pandemia, de los desengaños amorosos, les ha recordado que hay esperanza.