Job y Edipo (17-09-2020.- 05)
Hoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Foto: El paciente Job
Muy probablemente, lo que el autor del libro de Job se propuso fue discutir la idea de que las «buenas obras» son «recompensadas» por Dios, tal y como Paolo Sacchi defiende en su excelente Historia del judaísmo en la época del Segundo Templo. En el cristianismo, en cambio, Job pasará a ser un ejemplo —o, más bien, el ejemplo por antonomasia— de la «paciencia» que todo creyente debe cultivar ante los designios inescrutables de Dios, y, en última instancia, de «resignación» ante la voluntad divina. Frente a ello, Edipo se perfila como una figura incómoda, o bien abiertamente absurda: como muestra de la «fatalidad» pagana, que transforma a los hombres en algo así como marionetas de unos dioses caprichosos. Edipo, sin embargo, es algo más y muy distinto.
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«Cuando Edipo habla, a veces dice algo diferente o incluso lo contrario de lo que cree que está diciendo», observan Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet en su obra Mito y tragedia en la Antigua Grecia. Sin embargo, «la ambigüedad de lo que dice no refleja una duplicidad en su carácter, que es perfectamente consistente, sino, más profundamente, la dualidad de su ser. Edipo es doble. Él mismo es un acertijo cuyo significado únicamente logra adivinar cuando descubre que es en todos los aspectos lo opuesto de lo que era y parecía ser».
Por otra parte, una tras otra, son varias las personas que tratan de disuadirlo de hacer lo que hace. En vano. «Él sigue adelante. Y al final del camino que él, a pesar y en contra de todos, ha seguido, encuentra que aunque él fue desde el primer momento quien movió los hilos, es él quien ha sido engañado de principio a fin». Pero «en el momento en que Edipo reconoce su propia responsabilidad ante sus desgracias, que ha forjado con sus propias manos, acusa a los dioses de haberlo preparado y hecho todo». Un protesta injusta, aunque es cierto que «los dioses [que] conocen y dicen la verdad la manifiestan formulándola en palabras que a los hombres les parecen decir algo muy diferente».
Así pues, «dos tipos distintos de discurso, el humano y el divino, se entrelazan y entran en conflicto. Al principio son bastante diferentes y están separados entre sí; al final del drama, cuando todo se revela, el discurso humano se pone de cabeza y se transforma en su propio opuesto. Los dos tipos de discurso se vuelven uno y el enigma se resuelve. Sentados en las laderas escalonadas del teatro, los espectadores ocupan una posición privilegiada que les permite, como los dioses, escuchar y comprender a la vez esos dos tipos de discursos opuestos el uno al otro, siguiendo el conflicto entre ellos de principio a fin».
Vernant y Vidal-Naquet nos proporcionan aquí una pista importante para comprender el Edipo Rey de Sófocles. Quizá ninguna otra tragedia griega ha llevado la lógica de la inversión (lo que Aristóteles llama περιπέτεια, «peripecia», literalmente «girar», «cambiar») tan lejos como el Edipo Rey de Sófocles. Inversión dionisíaca, ya que Dioniso, a quien se dedicaron todas las tragedias de la antigua Grecia, es el dios que cuestiona y subvierte los límites del mundo.
Varias pruebas adicionales son igualmente elocuentes en este sentido: Edipo, que, como cualquier hijo, uno esperaría que dará en cuidar a sus padres, termina matando a su padre y acostándose con su madre. Si bien es recibido en Corinto como hijo de la fortuna, termina sus días como un maldito. A pesar de haber acudido al santuario de Apolo para adquirir conocimiento, no acumula más que ignorancia. En Tebas sabemos que es responsable de una plaga que devasta a sus súbditos, a quienes no puede proteger como debería hacerlo un rey. Y una vez rey, termina sus días como mendigo. Por último, el hecho de que Edipo se saque los ojos al final de la obra no solo debe verse como un castigo autoinfligido, sino que debe relacionarse, de nuevo, con la relación inversamente proporcional entre conocimiento e ignorancia que impregna esta admirable tragedia, porque si visión y conocimiento están íntimamente conectados en la antigua Grecia, la ceguera simboliza su opuesto.
¿Cómo y por qué queremos saber, es decir, cómo abordamos el conocimiento? ¿De qué sirve saber si uno no logra saber cuándo es necesario? Y, por último, ¿puede el conocimiento ser o convertirse en una arma de doble filo? Acaso por encima de cualquier otra cosa, el Edipo Rey de Sófocles formula y explora estas preguntas. Y lo hace de la manera más perturbadora imaginable.
También parece estar en juego aquí una especie de inversión filosófica. Tiresias, el adivino, afirma lacónicamente: «Lo que no se conoce no es. Lo que se conoce, es». Estamos tentados a tomarlo como un juego de palabras con la ecuación de Parménides ser = pensar (= saber), en el sentido de que lo que no se conoce en un sentido no ser, pero puede aun así tener efectos bien tangibles en nuestras vidas, mientras que una vez que se conoce, puede resultar inútil, como inútil es aquello que no es.
En cualquier caso, una interpretación existencialista del Edipo Rey de Sófocles sería engañosa. Pasolini lo ve muy bien cuando le dice decir a la Pitonisa (la sacerdotisa de Apolo en Delfos que entrega el oráculo a Edipo): «Matarás a tu padre y te casarás con tu madre. Ése es tu destino» (el subrayado es nuestro), mientras que le hace decir a la Esfinge en Tebas, cuando ésta se enfrenta a Edipo: «La oscuridad a la que quieres devolverme está dentro de ti» (el subrayado es nuestro también en este caso).
De hecho Edipo, después de recibir el oráculo de labios de la Pitonisa, podría haber evitado matar a hombres mayores que él; y podría haber evitado acostarse también con mujeres mayores que él. Pero no lo hizo. Llevado por el miedo, Edipo trata de escapar a su destino en lugar de reflexionar sobre las palabras del oráculo, sobre lo que pueden implicar y lo que no. Dado que las cosas son siempre frágiles, el miedo a que puedan salir mal es necesario, pues que de lo contrario uno no cuidaría de ellas; pero un exceso de miedo le incapacita a uno para ocuparse de las cosas como es debido: cegado por el miedo, uno en vano se intenta eludir lo que, actuando así, se contribuye finalmente a precipitar.
Por lo tanto, podemos deducir que el Edipo Rey de Sófocles nada ha de ver con la predestinación, ni con la arbitrariedad de los dioses paganos, no con la miseria humana. Los griegos no estaban interesados en la lógica de la providencia, ni en su reverso, que son temas cristianos posteriores, así como como también el pecado, la condenación, etc. La tragedia ática tenía como objetivo, ante todo, educar, y Edipo Rey no es una excepción a esto. Y la educación del hombre no puede consistir tampoco en actuar con resignación y paciencia, por más que esta última pueda ser recomendable en muchas situaciones. Pretender lo contrario sería como admitir de antemano nuestra derrota ante lo que mucho y variado que podemos aprender de las cosas.
¿Qué debemos saber? ¿Cómo y por qué queremos saberlo? ¿De qué nos sirve saber si no llegamos a saber algo cuando necesitamos saberlo? ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos? ¿Puede el conocimiento estar marcado por la duplicidad? Esto es lo que Sófocles nos pide que pensemos. Como dice Heidegger, «la nobleza de cualquier palabra», y añadámoslo entonces también, de cualquier obra literaria, «se mide en términos de lo que ella puede aún decirnos»; esto es, en términos de lo que todavía puede darnos a pensar.
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