Nociones generales, que creo interesantes, sobre los Apócrifos de la Biblia hebrea (II)

Escribe Antonio Piñero

En conjunto la mayoría de las obras se encuadran dentro de la escatología apocalíptica judía, es decir, sabiduría revelada sobre el fin del mundo.

En el ámbito protestante/evangélico estos textos que acabamos de mencionar no se denominan “apócrifos”. Para los protestantes los apócrifos del Antiguo Testamento son los libros que aparecen en la traducción griega, muy antigua, de la Biblia, que llamamos de los LXX, o Septuaginta, pero que no fueron aceptados finalmente en el canon judío. Éstos son: Sabiduría, Ben Sirach o Eclesiástico, Tobías, Judit, Macabeos y los Apéndices a Daniel, 1º y 2º Macabeos. Para los católicos, sin embargo, estos libros no son “apócrifos”, ya en el sentido de falsos, sino verdaderamente canóni­cos, aunque de segunda fila: por ello son llamados a menudo “deuterocanóni­cos”, canónicos en segundo grado.

Los libros que hemos enumerado antes como “apócrifos” –desde los Salmos de Salomón hasta los Oráculos sibilinos– suelen ser denominados por los protestantes “pseudoepígrafos”, vocablo griego que quiere decir libros con un nombre falso como autor, es decir, escritos atribuidos falsamente a personajes bíblicos de modo que entre los Apócrifos distinguen a unos como más importantes que otros. Ello nos da pie para tratar de la autoría de estos textos y del importante concepto de la “pseudonimia”.

Como ya habremos deducido de bastantes de sus títulos, Vida de Adán y Eva o el Testamento de los XII Patriarcas, Apocalipsis de Elías, etc., muchas de estas obras portan la denominación de conocidos personajes del pasado israelita, algo evidentemente ficticio.

Por tanto hay pseudonimia cuando el autor real se esconde bajo un nombre inexistente en la historia, es decir, se atribuye a un autor irreal o mítico: Hermes Trismegisto, Henoc, Adán... Ciertamente, la más elemental crítica histórica, interna y externa, derriba por tierra las pretensiones de tal autoría. Todos estos escritos son en realidad anónimos, o mejor dicho, pseudónimos. Sus verdaderos autores no se atrevieron a estampar sus nombres reales al frente de sus obras, sino que prefirie­ron escudarse en el amparo y escudo protector del nombre de venerables antepasados.

Este fenómeno de la abundantísima pseudonimia puede parecer extraño para la mentalidad moderna, por lo que se han ensayado diversas explica­ciones, unas más bondadosas y benevolentes con la falsía que otras. En primer lugar es necesario señalar que el ocultamiento de la verdadera autoríano es un rasgo peculiar de estos escritos apócrifos judíos (o cristianos), pues conocemos muchos otros casos en la antigüedad grecolatina y egipcia.

Sin ir más lejos, la misma Biblia canónica atribuye gran parte del salterio al rey David y toda la literatura sapiencial a Salomón, a­unque de ellos no procedan en verdad más que algunas composiciones, si acaso, si es que tales personajes existieron como se los pinta. Igualmente, el Deuteronomio, posterior en muchos siglos a Moisés, declara a éste como su autor. Y en el Nuevo Testamento encontramos el mismo fenómeno. El más conocido, y casi universalmente aceptado por la investigación, es el de las Epístolas Pastorales, 1 2 Timoteo y Tito, compuestas por un discípulo del apóstol de Pablo y luego atribuidas a la pluma de éste.

El primer gran editor moderno de esta literatura apócrifa de la Biblia hebrea, Robert Henry Charles, inicios del siglo XX opinaba que la explicación de la pseudonimia podía hallarse en los hechos siguientes: en el s. III a. C., momento en el que empiezan a generarse estos apócrifos, la ley divina (la Torá) era ya en la práctica algo absolutamente fijo, inamovible y canónico. Nada se podía añadir a ella. A la vez se había extendido la firme opinión de que la revelación escrita era cosa del pasado, que la “sucesión de los profetas” había concluido ya en Israel (Flavio Josefo, Contra Apión I 37) y que esto había ocurrido en época del rey persa Artajerjes III (425 a. C. - 338 a. C.) por decisión divina.

Por consiguiente, los escritos de tenor teológico, las nuevas revelaciones a los particulares que amplificaban, preci­saban y afinaban o, a veces, contradecían las Escrituras anteriores, no podían pretender el título de “santas”, de “inspiradas por la divinidad”, a menos que se “probara” que procedían de la pluma de venerables personalidades del pasado en cuya época aún había “profecía”, es decir revelación de Dios a los hombres. Por tanto, aquellos que pretendían un reconocimiento religioso de sus obras no tenían más remedio que ampararlas bajo el nombre de un autor o figura del pasado.

A esta explicación por las circunstancias objetivas puede añadirse el hecho de que los autores de estas obras podrían sentirse en realidad emparentados con los personajes de épocas anteriores, ya que formaban con ellos eso que se ha venido a llamar una “personalidad cor­porativa”, amplia; en concreto los autores de los apócrifos podrían creer en la antigua concepción judía del trasvase del espíritu de una persona a otra, como si el espíritu fuera un fluido manejable. Al igual que Moisés podía repartir una porción de su espíritu a los que habrían de sucederle (Números 11,25-30), y Eliseo se contentaba con recibir la “mitad del espíritu y poder de Elías” (2 Reyes 2,10), o Juan, el Bautista, “caminaba en el espíritu y poder de Elías” (Lc 1,17), los autores de estos apócrifos se sentían realmente posesores y continuadores del mismo Espíritu que había animado e impulsado a sus gloriosos predeceso­res a los que atribuían sus obras.

Caer en la cuenta de este convencimiento nos lleva a concluir –así opinan algunos quizás con demasiada benevolencia– que los desconoci­dos autores de esta literatura no eran profesionales de la falsía y del dolo. Aunque cueste comprenderlo hoy, podría parecer que no pretendieran engañar positivamente a sus lectores forjando una autoría a todas luces “falsa”, según nuestro modo de juzgar. Si es que estaban convencidos de que el escrito que adscri­bían a un autor del pasado estaba compuesto en el mismo espíritu de aquel, podía atribuírsele sin dolo.

Por el contrario, la falsificación o mixtificación se produce cuando el autor verdadero es distinto del suplantado, siendo además una persona real, viva o muerta, bien conocida. La intención positiva de defraudar se deduce de los términos en los que el suplantador se presenta explícitamente como el suplantado.

Ahora bien este fenómeno raramente, o casi nunca ocurre en los apócrifos de la Biblia hebrea, pero sí en los escritos del Nuevo Testamento que suplantan las figuras de Pablo, de Juan, de Pedro, de Jacobo y de Judas. Estas fueron personas reales y vivas: por tanto, si la ciencia histórica demuestra que tal autoría es falsa  pueden caen ciertamente bajo el epígrafe de la falsificación o intención de engañar, no simplemente de la pseudonimia. De entre los 27 escritos del Nuevo Testamento solo se exceptúan de la falsificación, ya sé que esto suena fuerte, los Evangelios y los Hechos de Apóstoles, publicados anónimamente, las siete cartas auténticas de Pablo y la Revelación, que va firmada, aunque no sepamos casi nada del autor.

¡Feliz Año Nuevo!

Saludos cordiales de Antonio Piñero

NOTA:

Enlace a una entrevista de Luis Tobajas, de la página de Internet “Desafío viajero” sobre la novela “Herodes el Grande”. El mejor rey. El mayor asesino.

https://youtu.be/nuutR-DG8AA

Volver arriba