Virtudes públicas en J. Ortega y Gasset
Virtudes públicas o laicas
en José Ortega y Gasset
La estructura vital, sustancia de la historia
Toda ciencia real, ya sea corporal o espiritual, ha de ser construcción y no simple espejo de los hechos. La física que ideó Galileo fue esto y quedó como ciencia ejemplar y norma de conocimiento durante toda la Edad Moderna.
La historia, recalca Ortega, tiene que seguir este mismo camino. Si bien la diferencia entre la física y la historia es grande y, por lo mismo, la semejanza entre ellas se reduce sólo a éste punto concreto: la constructividad. Los demás caracteres de la física no tienen por qué ser deseados por la historia, entre otras cosas, porque la exactitud de la física, por ejemplo, no procede de su método constructivo como tal, sino que le viene impuesta por su objeto, es decir, por la magnitud. "Lo exacto no es, pues, tanto el pensar físico como su objeto -el fenómeno físico".
Por tanto, no hay que lamentar la incapacidad para la exactitud que acompañará siempre a la historia humana. La razón que esgrime es que si la historia, en cuanto ciencia de la vida humana fuese exacta, significaría que los hombres serían pedernales, piedras o cuerpos físicos nada más. Pero el hombre es un ser muy complejo que para saber lo que necesita antes necesita averiguar lo que necesita, saber las cosas que le rodean y lo que es él entre ellas.
Eso es lo que diferencia al hombre de la piedra, no que el hombre tenga entendimiento y que la piedra no. Lo esencial del hombre es no tener otro remedio que esforzarse en conocer, en hacer ciencia, mejor o peor, en resolver el problema de su propio ser y para ello el problema de lo que son las cosas entre las cuales inexorablemente tiene que existir. Esto que necesita saber el hombre, es lo que constituye la condición humana.
El definir al hombre como animal inteligente, racional u homo sapiens no basta. Es decir, el hombre no se ocupa en conocer, en saber, simplemente porque tenga dotes cognoscitivas, sino al revés, porque no tiene más remedio que intentar conocer, saber, moviliza los medios que tiene por escasos que sean para tal menester. De modo que si la inteligencia del hombre fuera de verdad lo que la palabra indica, capacidad de entender, el hombre habría entendido inmediatamente todo y viviría sin ningún problema.
Pero no es tan claro que el hombre sea inteligente en toda la plenitud que el vocablo inteligente encierra, es decir, saber "con inconmovible e integral saber". Sí es incuestinable, en cambio, que el hombre necesita saber, porque la faena en que está metido es asimismo indudable y es lo que define al hombre.
Esta faena se llama "vivir", que consiste en que el hombre está siempre en una circunstancia (circum stare: todo lo que le rodea), en la que se encuentra de pronto y sin saber por qué sumergido. Ahora bien, para sostenerse en esa circunstancia tiene que hacer algo que él mismo tiene que decidir en cada instante; nadie puede sustituirle en esa faena de su vida, porque es algo intransferible.
Incluso cuando el hombre delega en otro es él quien sigue decidiendo, porque no transfiere la decisión, sino sólo el mecanismo de decidir. Esto es, en vez de obtener la norma de conducta del mecanismo de su inteligencia, se aprovecha del mecanismo de la inteligencia del otro.
Todo esto significa que nuestra vida está constituida por dos dimensiones inseparables. En la primera, vivir es estar yo, el yo de cada cual, en la circunstancia propia que le rodea, y no tiene más remedio que habérselas con ella. Esto impone a la vida una segunda dimensión consistente en no tener más remedio que averiguar lo que la circunstancia es. En la primera dimensión lo que tenemos al vivir es un puro problema. En la segunda tenemos el intento, el esfurzo por resolver el problema.
"Pensamos sobre la circunstancia, y este pensamiento nos fabrica una idea, plan o arquitectura del puro problema, del caos que es por sí, primariamente, la circunstancia. A esta arquitectura que el pensamiento pone sobre nuestro contorno, interpretándolo, llamamos mundo o universo. Este, pues, no nos es dado, no está ahí sin más, sino que es fabricado por nuestras convicciones".
Por lo que, en el pensamiento de Ortega, no hay forma de saber qué es la vida humana, si no se tiene en cuenta que el universo es la solución intelectual con que el hombre reacciona ante los problemas que plantea la circunstancia. Ahora bien, estas dependerán de cuales sean los problemas, primeramente. La solución dependerá, en segundo lugar, de que sea auténtico el problema, es decir, que nos sintamos angustiados por él, porque si el problema no nos afecta mucho, la solución, por certera que sea, pierde valor ante nuestro espíritu. Tal es el caso del escéptico, el hombre que vive instalado en un mar de dudas o en un mar de confusiones.
La historia, objeto de este apartado, se ocupa en averiguar cómo han sido las vidas humanas, según venimos exponiendo, pero esto no hay que entenderlo como si se tratase de inquirir sobre el carácter de los sujetos humanos. La vida no es el hombre como sujeto que vive, sino el drama de ese sujeto al encontrarse braceando como náufrago en el mundo. La historia, pues, no es primordialmente psicología de los hombres, sino reconstrucción de la estructura de ese drama que se crea entre el hombre y el mundo. Entre ellos habrá hombres de psicologías diversas, pero en el que se encuentra un repertorio común de problemas, que da a su existencia una idéntica estructura fundamental.
En definitiva, Ortega considera imprescindible que la historia abandone el psicologismo o subjetivismo en que sus producciones andan perdidas y reconozca que su misión "es reconstruir las condiciones objetivas en que los individuos, los sujetos humanos han estado sumergidos. De ahí que su pregunta radical tiene que ser, no cómo han variado los seres humanos, sino cómo ha variado la estructura objetiva de la vida...La pregunta radical de la historia es, pues, la siguiente: ¿qué cambios de la estructura vital ha habido? ¿Cómo, cuándo y por qué cambia la vida?" (Ibid., 21-27).
Ver:Francisco G-Margallo: Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del cristianismo, Madrid 2012
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