Juan Pablo II y Óscar Romero
Óscar Romero, en sus visitas a Roma, vivió momentos de gran dolor por la incomprensión que halló, no tanto del propio Juan Pablo II (de quien siempre habla con agradecimiento por el trato fraterno y bondadoso que le dispensó), como de su entorno, muy influenciado por los informes negativos del Nuncio y de la mayoría de los obispos salvadoreños, incluso su propio auxiliar, que lo tachaban de comunista y revolucionario y exigían su dimisión. Pero Juan Pablo II, a pesar de ser visceralmente anticomunista, no lo relevó. Cuando, tras una larga espera que le agota el dinero, el 7 de mayo de 1979 fue recibido, el Papa le recomendó “mucho equilibrio y prudencia, sobre todo al hacer las denuncias concretas (se refería a las largas homilías en las misas dominicales, en las que Óscar Romero se hacía eco de todas los casos que le llegaban de la represión policíaca, militar y paramilitar); que era mejor mantenerse en los principios, porque es riesgoso caer en errores o equivocaciones al hacer denuncias concretas”.
Replica el obispo: “Yo le aclaré, y él me dio la razón, que hay circunstancias, le cité por ejemplo el caso del Padre Octavio (un sacerdote asesinado), en que se tiene que ser muy concreto porque la injusticia, el atropello, ha sido muy concreto”. Pero las acusaciones arreciaban. Apenas medio año más tarde, el 30 de enero de 1980, tuvo otra audiencia, en la que el Papa le dijo “que comprendía perfectamente lo difícil de la situación política de mi patria y que le preocupaba el papel de la Iglesia, que tuviéramos en cuenta no sólo la defensa de la justicia social y el amor a los pobres, sino también lo que podría ser el resultado de un esfuerzo reivindicativo popular de izquierda, que puede dar por resultado también un mal para la Iglesia”. Óscar Romero le contestó: “Santo Padre, precisamente es ese el equilibrio que yo trato de guardar, porque, por una parte, defiendo la justicia social, los derechos humanos, el amor al pobre, y por otra, siempre me preocupa mucho también el papel de la Iglesia y el que no por defender estos derechos humanos vayamos a caer en unas ideologías que destruyen los sentimientos y los valores humanos. Que estaba muy de acuerdo con sus discursos y que estos discursos me daban fuerza y argumentos para mi actuación y mi predicación”.
Con estas últimas palabras le decía finamente el obispo a Su Santidad que aquello de que le acusaban no era más que la puesta en práctica de la doctrina pontificia, que algunos quisieran ver reducida a teorías abstractas. Piénsese en aquellos católicos sociales españoles de principios del s. XX que pensaban que toda su misión se reducía a explicar las encíclicas en círculos de obreros católicos, en vez de aplicarlas. En el fondo de este diálogo entre el Papa y el obispo mártir topamos con la dicotomía (no sólo en el vértice, sino también a todos los niveles de la Iglesia) entre unas proclamaciones doctrinales más o menos avanzadas y una práctica política preocupada por mantener buenas relaciones con regímenes o gobiernos que honran externamente y protegen en todos sentidos a la jerarquía, aunque infrinjan el evangelio.
Hilari Raguer