El mandamiento principal
La cuestión de cuál era el mandamiento principal se discutía entre los maestros de la Ley en tiempo de Jesús. Para unos, lo más sagrado era el descanso del sábado. Los evangelios atestiguan los conflictos que tuvo Jesús con los rabinos porque curaba enfermos en sábado. Con una casuística ridícula, un montón de actividades o movimientos se equiparaban a “trabajar” a efectos del descanso sabático. Criticaban a los discípulos de Jesús porque un sábado, pasando junto a un campo de trigo, habían cogido unas espigas, las desgranaban y comían los granos: desgranar espigas era trabajar, como si trillaran. En el Israel actual, a pesar de que no todos los ciudadanos son judíos practicantes, en los hoteles los ascensores se programan durante todo el sábado de modo que estén sin parar subiendo y bajando y parando en todos los pisos, porque apretar el botón sería como trabajar. Dar la luz apretando el interruptor es como la antigua laboriosa tarea de encender el fuego frotando unas maderas. Y para algunos un huevo de gallina puesto en sábado es pecaminoso y no se puede comer. En una ocasión le dijeron a Jesús: “Tienes seis días para curar enfermos. ¿Por qué lo haces en sábado?” Da un poco la impresión de que, en efecto, Jesús lo hacía expresamente, para desautorizar el legalismo farisaico.
Para otros, lo más apremiante era la pureza de los alimentos. En esto aquella serpiente que ampliaba la ley daba muchas vueltas. No sólo no podían comer alimentos prohibidos, no sólo no comer con paganos qué quién sabe qué habían preparado, sino ni siquiera entrar en casa de un pagano, porque podía haber, flotando en el aire, partículas de alimentos impuros. Conociendo esta prohibición, el centurión que tenía un criado enfermo dice a Jesús: “Ya sé que vosotros, los judíos piadosos, no podéis entrar en una casa pagana, como la mía, pero no soy digno de que entres. Sé que bastará con que lo digas de palabra, a distancia”. Y en la madrugada del Viernes Santo los dirigentes judíos no entran en el pretorio para no contaminarse y Pilato tiene que salir a su encuentro, pero no tienen escrúpulo en pedir la sangre de un inocente.
Según Mateo, los fariseos que preguntan a Jesús por el mandamiento principal lo hacen de buena fe, contentos al ver que ha hecho callar a los saduceos que no creían en la resurrección. Y Jesús afirma que lo más importante no es ni el reposo del sábado ni la pureza de los alimentos, sino amar a Dios de todo corazón. Pero añade algo más. Le habían preguntado por el mandamiento principal, pero les dice que hay un segundo mandamiento no menos importante, que es amar al prójimo como a uno mismo.
Los moralistas cristianos nunca han negado la principalidad del mandamiento del amor, pero a veces, con su casuística complicada, se han fijado tanto en normas secundarias, como la serpiente de los rabinos, que parecían olvidar lo principal. El Vaticano II nos ha enseñado la jerarquía de las verdades.
Dios hizo a san Juan XXIII una doble gracia, que lo ha sido para toda la Iglesia: la primera fue una preocupación, que asoma ya en sus escritos de cuando era seminarista, por distinguir lo esencial de lo secundario. La segunda fue acertar en el juicio, porque tan fatal es aferrarse a cosas secundarias (lo que según Congar constituye la esencia del fariseísmo) como despreciar cosas esenciales. Juan XXIII traspasó este doble carisma al concilio Vaticano II, al que encomendó la tarea de redescubrir lo esencial de la vida cristiana y relativizar lo secundario. A esta misión la llamó aggiornamento, “puesta al día”.