Consideraciones entre la muerte del papa Francisco y el Cónclave

El papa Francisco descansa en paz.  Lo de menos es que su maltrecho cuerpo repose en la Basílica de San Pedro o en la de Santa María la Mayor o en un humilde nicho de cualquier cementerio romano.

Descanse en paz, en la paz profunda de la madre tierra, en la eterna paz creadora que sostiene y mueve el universo eterno.

Resultaba demasiado penoso e inhumano ver cómo lo exhibían impúdicamente, urbi et orbi, en aquel estado físico de dolor y asfixia, y escuchar de boca de fuentes supuestamente enteradas y sinceras que aún le quedaba un largo pontificado por delante para coronar el gran proyecto de su reforma eclesial franciscana. En todo ello se reflejaba la impiedad de un sistema tan anacrónico como insostenible, inflexible y ajeno al dolor y a la limitación de un hombre, Jorge Bergoglio, anciano y doliente. La noticia de su fallecimiento fue para mí, pienso que para muchos, un verdadero alivio.

Pero el espectáculo siguió. Todavía sigue. Tras los fastos funerarios, los panegíricos eclesiásticos de rigor, las cumbres políticas de paso, las tertulias sin fin de los medios entre la banalidad y el morbo, el sistema católico reemprende el mismo vuelo, como el Ave Fénix de sus propias cenizas. Mientras en nuestras sociedades del conocimiento y del cambio acelerado el número de católicos practicantes disminuye un punto porcentual por año, mientras la incertidumbre y las amenazas globales aumentan, mientras el Homo Sapiens parece decidido a desistir de su potencial de sabiduría vital, mientras la inteligencia artificial va adquiriendo a ritmo vertiginoso poderes inquietantes (¿para provecho de quién?), el sistema católico del papado absoluto, jerárquico, masculino, se encierra en Cónclave. Y todo ello en nombre del profeta Jesús, libre y subversivo, en nombre del Espíritu transformador que lo inspiró, del Aliento vital que lo movió.

El Conclave cerrado bajo llaves clericales ilustra bien el sinsentido del papado y de la entera institución católica que en él se sustenta. El papado, como el Cónclave, es un enorme galimatías hecho de buena voluntad, de creencias y prejuicios ancestrales, de intereses contradictorios y de ambiciones de poder en rivalidad. Un inmenso círculo vicioso que aprisiona el Evangelio. El papado, un sistema fundado sobre el poder absoluto de una sola persona, es una gran contradicción en los términos, pues todo poder es relativo a otro poder, de modo que nadie puede ejercer un poder absoluto. El papado se debate entre los barrotes del querer y el no poder absolutos.

El papa Francisco, que descansa en paz, no ha podido romper el nudo de esa contradicción. Mi evaluación de su pontificado se resume justamente en ese término: contradicción. Tal vez quiso reformar radicalmente el sistema piramidal, pero no pudo. Tal vez no pudo ni siquiera quererlo realmente. No es ningún reproche, sino la mera constatación del sistema cerrado y contradictorio en que se vio atrapado. Valgan unos pocos ejemplos significativos. Hace doce años, al atardecer del día de su elección, inclinándose ante la multitud de la plaza de San Pedro, dijo: “Antes de bendeciros, quiero que pidáis a Dios que me bendiga”; podría haber dicho simplemente: “Antes de bendeciros, quiero que me bendigáis”. Desde el primer día se llamó “obispo de Roma” y se mostró sencillo y afable, pero nunca dejó de ejercer una fuerte autoridad ante todas las Iglesias. Su mensaje socio-económico y político fue valiente y subversivo, pero su teología (doctrina sobre Dios, Jesús, la “redención”, el ser humano, la moralidad en cuestiones como la sexualidad, la eutanasia, el aborto…) ha sido muy conservadora. Invitó a “acoger con misericordia” a las personas LGTBIQ+, pero patologizó su condición y condenó como pecado su conducta sexual (y hace pocos meses calificó como “sicarios” a los médicos asistentes del aborto). Aprobó la bendición de las parejas homosexuales, pero a condición de que tuviera lugar en privado, sin liturgia ni rito, como en secreto. Exaltó la figura de la mujer y subrayó sus cualidades, y le confió altas funciones eclesiásticas: subsecretaria del último sínodo sobre la sinodalidad, prefecto del dicasterio sobre la Vida Religiosa, gobernadora  de la Ciudad del Vaticano…; pero señaló claramente, de principio a fin, que las mujeres no pueden ejercer ningún “ministerio ordenado” (diaconado, sacerdocio, episcopado), sino ministerios exclusivamente “laicos” subordinados, dando como razón que las mujeres carecen constitutivamente, por voluntad divina, del poder de representar a Jesús presidiendo la eucaristía o dando la absolución. Advirtió constantemente contra el clericalismo, pero, tras en 12 años y cuatro sínodos, no cambió ninguna iota ni tilde de ningún artículo del Derecho Canónico para una superación eficaz, presente o futura, del clericalismo patriarcal, cuya piedra angular es precisamente el papado.

Así, acabado el pontificado del papa Francisco, o por falta de voluntad o de poder real por su parte, el papado con su poder absoluto, divino, contradictorio, sigue enteramente en pie (sobre el papel). Francisco ha sido un hombre rehén de su papado. Con todas sus contradicciones, ha sido humano. Lo que no es humano es el papado, y éste no puede ser reformado, sino simplemente abolido, en nombre de la humanidad y de la Iglesia. En nombre de Jesús, del Jubileo liberador que proclamó, de la comensalía abierta que practicó, de la energía sanadora que emanó, de la fraternidad-sororidad universal que soñó y encarnó.

José Arregi, Aizarna, 29 de abril de 2025

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