Síntoma de salud y, por tanto, de salvación Los mejores indicadores: Alegría (II)
"Podría definirse la sociedad en la que estamos como aquella que busca, de todas las formas posibles y a toda costa, la felicidad. Eso ha hecho que la cultura hedonista impere ante todo"
"Obcecados en ser felices perdemos de vista algo que está de fondo y que se antepone a dicha búsqueda: la alegría necesaria"
Podría definirse la sociedad en la que estamos como aquella que busca, de todas las formas posibles y a toda costa, la felicidad. Eso ha hecho que la cultura hedonista impere ante todo, saltando por encima o ignorando todas aquellas circunstancias de la vida en las que lo placentero no es posible.
Obcecados en ser felices perdemos de vista algo que está de fondo y que se antepone a dicha búsqueda: la alegría necesaria. Este contento jovial es otro indicador de la presencia del Espíritu en nosotros. No es algo que uno pueda conquistar o poseer, sino que es aquello que hay que descubrir porque está presente, porque es una de las cualidades del ser. La alegría tiene que ver exclusivamente con el reflejo que la sonrisa puede mostrar. Ni tan siquiera las lágrimas que puedan desbordarse cuando la emoción nos sobrepasa anula la dicha afable, de fondo, que hace que la mirada se vuelva benevolente y agradecida. La alegría se contagia, se irradia siempre hacia los demás, no se estanca en uno mismo.
La alegría es otro buen indicador de que estamos en la Presencia de Dios, de que el Espíritu palpita a través nuestro. Alegría que, si llega alcanzar cotas intensas casi de arrobo, bien podríamos mejor llamarla dicha. Esta experiencia tiene que ver con la certeza, más allá de todos los condicionantes y circunstancias del tipo que sean, de sabernos amados por Dios o, lo que es lo mismo, sentirnos presentes en la Presencia; vivencia que está plenamente conectada con la conciencia del hálito vital, ese ruah del que nuestra respiración se hace eco incesantemente.
La alegría es algo que brota viva, que fluye, de una Fuente que no mana como consecuencia de nuestros esfuerzos, sino que es gratuidad incesante que permite, por ende, aceptar lo que acontece sin que uno tenga pretensión alguna de cambiarlo. Una alegría que etimológicamente, como bien nos recuerda el lingüista Joan Coromines, deriva de alegre y que, a su vez, tiene que ver con lo que está vivo, animado. Desde aquí se comprende muy bien el hecho de que sea uno de los frutos de la presencia del Espíritu en nosotros.
Necesitamos personas alegres que, con su optimismo, compromiso y buen hacer, den testimonio de la presencia del Espíritu en una sociedad apesadumbrada, gris, que cree hallar en la prisa y el estrés la felicidad que van sepultando con la desconexión de la que tanto abusan. La alegría es síntoma de salud y, por tanto, de salvación; esa misma que queda al descubierto cuando el gozo que engendra no es para uno mismo, sino que apremia poder ser compartido.