El uso de las palabras en la acción litúrgica

En el número 38 de la instrucción general del Misal Romano se habla de Las maneras de pronunciar los diversos textos. Aunque no entre muy en detalle ni de forma amplia en el “cómo” utilizar la palabra en la oración litúrgica, el hecho de que se dedique un número al tema expresa que es un punto a tener en cuenta y a estar atentos para aprender a celebrar bien. El número en cuestión nos dice:


En los textos que han de pronunciarse en voz alta y clara, sea por el sacerdote o por el diácono, o por el lector, o por todos, la voz debe responder a la índole del respectivo texto, según éste sea una lectura, oración, monición, aclamación o canto; como también a la forma de la celebración y de la solemnidad de la asamblea. Además, téngase en cuenta la índole de las diversas lenguas y la naturaleza de los pueblos.

En las rúbricas y en las normas que siguen, los verbos “decir” o “pronunciar”, deben entenderse, entonces, sea del canto, sea de la lectura en voz alta, observándose los principios arriba expuestos
.”

La oración litúrgica se enriquece y se expresa con los gestos, los silencios y las palabras. Hay un principio general que es clave: en la oración litúrgica TODO nuestro ser “va a una”, es decir, todo mi ser, todos mis sentidos, toda mi concentración y atención están puestos en el Señor. Los gestos (estar en pie, arrodillarse, sentarse, entrar en procesión, inclinarse, etc…) y los silencios (no como meros espectadores ajenos a lo que ocurre sino como un momento de interiorización, de oración, de unificar alma y cuerpo) nos conducen a una mayor conciencia de lo que estamos haciendo: alabar al Señor, unirnos a la cabeza que es Cristo para alabar al Padre, la esposa (la Iglesia) se une a su esposo (Cristo) para orar con Él, en Él y por Él. Nuestra liturgia hace uso, de forma predominante, de la palabra. De aquí la importancia fundamental de saber hacer buen uso de ella.

Estaremos todos de acuerdo en la cantidad de veces que se pronuncian infinidad de palabras que suenan vacías, son superficiales, no enriquecen ni expresan gran cosa. NO es el caso de la palabra en la liturgia, mejor dicho, ¡no debería serlo! No hay ni una sola palabra prevista en la acción litúrgica que sobre ni que ocupe un lugar simplemente por rellenar espacios. Cada palabra tiene un por qué y un para qué. Y si queremos vivir en plenitud la profundidad de la palabra es fundamental que prestemos atención al cómo la utilizamos.

En el texto citado al inicio se especifica que “la voz debe responder a la índole del respectivo texto, según éste sea una lectura, oración, monición, aclamación o canto“. No repetimos como loros palabras aprendidas o memorizadas. Cada palabra tiene un lugar y una intención y ser consciente de ello pasa por saber utilizar la entonación y el ritmo adecuados. No son pocas las veces, por desgracia, que celebrando la eucaristía se escuchan las típicas voces de quien ora como cuando recitaba las tablas de multiplicar. Un tono horrible, sin corazón, sin alma, que suenan a vacías repeticiones de palabras aprendidas pero no “aprehendidas” (permítanme el juego de palabras) por el corazón. Lo confieso, detesto orar así, me despista. Y lo mismo ocurre con la oración de la liturgia de las horas que existe el peligro de recitar salmos habiendo puesto “el automático” mientras nuestro corazón anda por otros lares.

Estas cosas que pueden parecer detalles o aspectos demasiado “quisquillosos” creo honestamente que son fundamentales si queremos recuperar y salvar el arte de celebrar y participar en la acción litúrgica. Sacrosanctum Concilium 10, nos recuerda:


La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza”.

Quien de verdad lo crea debe empezar por prestar atención a detalles como los que estamos tratando. Recuperar la consciencia en lo que estamos celebrando y poner toda nuestra atención y concentración en ello. De no ser así, la liturgia no dejaría de ser un mero cumplimiento más o menos sentido o interesante dependiendo de lo simpático y ameno que fuera el sacerdote (cuanto más breve sea, sobre todo en la homilía, mejor se valora) o lo bien que suene el coro.

Los santos nos han dejado buen ejemplo del valor inconmensurable de la eucaristía, como el “poverello de Asís”, San Francisco del que se escribe:


Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón”(2 Cel 201).

Huyamos del “automático” en la celebración litúrgica, huyamos de las recitaciones vacías y memorizadas sin corazón. Pongamos, sin embargo, toda nuestra atención y nuestros sentidos en algo tan grande y maravilloso como es la alabanza de nuestro Dios. Comencemos por tomar conciencia del uso que hacemos de nuestras palabras en la acción litúrgica, si soy consciente de lo que dicen mis labios.

El arte de celebrar y participar en la acción litúrgica modelará el resto de nuestra vida cristiana. Si empezamos a hacerlo bien, a “pronunciarlo” bien y a vivirlo bien la liturgia volverá a ocupar el espacio que le corresponde tanto en nuestro corazón como en la vida de la comunidad cristiana: fuente y cumbre.
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