La esencia del catolicismo: Origen y camino sinodal de la Iglesia
He presentado ya algunos rasgos de la propuesta sinodal del Papa Francisco (RD 13.10.21 y 19.10.21). En esa línea quiero añadir estas reflexiones de más envergadura, para indicar que la iglesia sólo es católica (katholikê ekklesia), siendo comunión sinodal de iglesias, como se pensó y se dijo en los primeros siglos de su historia.
| X. Pikaza
La iglesia no ha sido ni puede ser una entidad monolítica como han querido algunos católicos de los últimos siglos, sino que ella es católica siendo múltiple, comunión de grupos y tendencias, en el interior de unos movimientos cristianos que han sido y son multiforme, en un mundo “globalizado”, en el que resulta imposible promover un futuro de humanidad sin tener en cuenta la diversidad de religiones y experiencias, de movimientos religiosos y no religiosos, políticos y sociales.
La humanidad es una siendo múltiple, es “católica” siendo muy variada. La iglesia es también católica (así lo decía ya Ignacio de Antioquía), siendo comunión de Iglesias. Así quiero comenzar diciendo que al principio del cristianismo no hallamos la unidad monolítica de una iglesia jurídicamente unificada sino la riqueza múltiple de comunidades, en comunión, desde Jesús, en diálogo y amor mutuo, como ha señalado, por ejemplo, E. Trocmé:
(1) Hay iglesias que pueden compararse a las comunidades helenistas de los “diáconos” de Hch 6-7 y luego de Pablo, por su apertura misionera y su novedad institucional.
(2) Hay otras que se parecen más a la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, más cercanas a la del primer “papa”, que fue Santiago, hermano del Señor, centradas en el templo, buscando su propia santidad y esperando que los demás grupos vengan a unirse con ellos
(3) Hay agrupaciones, más atentas al mensaje moral de Jesús (y menos preocupadas por su divinidad y por la estructura fuerte de la iglesia), como los primeros cristianos de Galilea, que querían vivir el mensaje de las bienaventuranzas…
(4) En casi todas las iglesias empieza a ponerse de relieve la importancia de la dimensión femenina del evangelio, con la experiencia de la aportación de las mujeres de las primeras comunidades, con María Magdalena, la madre de Jesús y otras muchas, auténticas fundadoras de iglesia
(5) Hay comunidades que se parecen a las iglesia del discípulo amado, con su experiencia de unidad carismática en el amor, con gran riqueza, pero con riesgo también de convertirse en grupitos piadosos.
(6) En un momento dato, hacia finales del siglo I d.C., empiezan a consolidarse iglesias locales de gran importancia, que irradia evangelio en su entorno. Entre ellas destacan las de Antioquia, Éfeso, Roma, Alejandría… De su unión surge la “católica”.
(7) Hay, finalmente, grupos de cristianos diseminados por el ancho mundo, determinado por una feroz competencia económica, dominado en gran parte por el poder y el dinero, como sabe el Apocalipsis…
(8) Actualmente, además de la iglesia católica “romana”, hay varias iglesias ortodoxas, que se llaman también “católicas” (la de Constantinopla, Rusia, Grecia, la de los coptos etc…), con comunidades evangélicas que se consideran católica.... Y, sobre todo, hay grupos de personas que se sienten oprimidas en esta tierra y que, de alguna forma, evocan a Jesús en su vida, sin preocuparse mucho de estructuras eclesiales…En esa línea se extiende el ancho mundo de los pobres y marginados al que Jesús ofreció una esperanza de Reino de Dios.
Pedro no fundó todas esas iglesias… pero tuvo una función significativa en ellas (con Magdalena, Pablo y otros).
No creó las diversas iglesias, pero aceptó en general las que había, tal como eran, abriendo una base común de evangelio donde todas pudieran encontrarse, como ratifica Mateo 16, 17-19, cuando, desde su propia perspectiva y desde su lectura del evangelio, pensó que las diversas iglesias podían encontrar una referencia a Pedro, como “signo de unidad”. No hubo primero Pedro/Papa y luego iglesias, sino al contrario: hubo y sigue habiendo iglesias, que sienten el deseo de unirse, de vivir en comunión de experiencias… y que buscan un signo de referencia mutua y pueden encontrarlo en Pedro.
Pablo fue importante… pero hubiera sido arriesgado hacerle eje de todas las iglesias, pues algunas no le hubieran aceptado bien. Lo mismo pasa con Santiago, el hermano del Señor. Pedro, en cambio, pudo ser vínculo de diálogo para muchas iglesias. Sobre ese modelo se fundó luego el papado…. Pero luego, ese mismo papado ha tendido a interpretar su función en líneas de poder sagrado y no de comunión de Iglesias, imitando quizá más al imperio romano que a Jesús.
Pues bien, hoy tenemos que retomar la marcha del primer camino de la iglesia,
y hacerlo desde las diversas comunidades que existen, al servicio del único evangelio. Eso significa que el Papa no puede imponer su tipo de uniformidad sobre los movimientos eclesiales (para asimilarlos), sino que ha ofrecer a todas ellas una garantía de unidad en la diversidad, de comunión de amor, desde los más pobres. La iglesia de Jesús fue un lugar de encuentro múltiple, desde los pobres y expulsados de Israel y del imperio, al servicio de todos los hombres y mujeres…
Pues bien, como signo de ese encuentro múltiple estuvo Pedro y ha de estar el Papa del que hablamos. Por eso, si la iglesia de Pedro quisiera presentarse como única (negando a las iglesias de Santiago y Pablo, del Discípulo amado y las mujeres), se destruiría a sí misma. Eso significa que las llaves de Dios son signo de unidad en la multiplicidad, de comunión en la diferencia, de diálogo en la diversidad, entre todos los que creen en Jesús, sin asimilaciones a la fuerza. Así lo sigue diciendo el evangelio de Mateo, como he destacado en mi comentario.
El Papa solo realiza la función de Pedro si está dispuesto a compartir el camino con todos los que confiesan que Jesús es Cristo, sea de un modo explícito (diciéndose cristianos) o implícito (asumiendo de hecho los valores de Jesús), sin imponer sobre ellos unos criterios de uniformidad doctrinal ni administrativa. Todavía no sabemos lo que podrá ser en el futuro, pero podemos y debemos imaginar su función, desde la perspectiva del mensaje y de la pascua de Jesús.
El Papa tiene que ser católico, en el sentido de “universal”,
cosa que no todos los papas de la historia han sido plenamente, a pesar de que se llamaran católicos. Ha de ser un hombre o mujer al que Cristo ha hecho capaz de vivir en comunión, no sólo con otros católicos y cristianos, sino con todos los hombres, asumiendo, sin negarlos o nivelarlos, los límites de los diversos ámbitos culturales y sociales, partiendo de los últimos del mundo, como hacía Jesús.
Sin duda, el cristianismo se encuentra más vinculado a la cultura occidental, en cuyo surgimiento ha influido y con cuyos valores ha tendido a identificarse; pero desborda los límites de occidente y debe presentarse como signo de unidad, no de imposición o asimilación, encarnándose para ello en las diversas culturas actuales (haciéndose musulmán con los musulmanes, chino con los chinos etc.), a partir de los más pobres.
Más que la ortodoxia doctrinal o la unidad institucional importa en la iglesia la comunión entre todos los hombres, empezando por los pobres, sean de la religión que fueren. Esa es la ortodoxia real, que los hombres se amen, que puedan dialogar, que puedan abrir y/o potenciar caminos y espacios de encuentro real, desde los descartados del mundo, como está diciendo el Papa Francisco..
En ese sentido añadimos que, asumiendo y desbordando una larga tradición (hasta ahora muy platónica y jerárquica, muy romana y jurídica), el Papa debe ser testigo de unos valores universales de humanidad, que desbordan los límites de cada cultura y religión y se dan (pueden darse) en todas ellas, sin superioridad de unas sobre otras, desde los últimos del mundo, porque la pobreza y la muerte une a todos los hombres y mujeres, por encima de sus credos.
Eso no significa que el Papa pueda ser al mismo tiempo argentino, italiano, congolés o o yanqui, chino o indonesio… sino que sea capaz de ofrecer un espacio de diálogo en el que todos puedan tener cabida.
Por eso, lo que importa en la línea de Jesús no es el triunfo de un Papa que exprese los pretendidos valores cristianos de occidente, sino que todos los hombres y mujeres, de la cultura que fueren, puedan dialogar y acompañarse desde la raíz del evangelio, insistiendo en la experiencia del amor, de la vida y de la muerte, del pan compartido y la esperanza de futuro desde los más pobres (desde la periferia del imperio).
El Papa sólo se podrá llamar discípulo de Cristo en la medida en que sea signo de una catolicidad no jerárquica ni impositiva, que se expresa (sin alzarse sobre nadie) desde los rechazados y marginados del nuevo mundo globalizado en forma económica,. Por eso, tan pronto como se eleve sobre los demás, tan pronto como quiera declararse superior, dejará de ser cristiano. Como los restantes seguidores de Jesús, ha de ser signo de una catolicidad que se abre desde los pobres a todos los hombres y mujeres, en línea de amor concreto (entrega de la vida) y pan compartido.
Ha de ser un papa que come y comparte la comida. Un papa que es pan de eucaristía.
Lo que une a los católicos no es una serie de “dogmas” propuestos de un modo más o menos helenista (según los concilios), ni unas leyes fijadas en un Código Canónico, sino la “mutación” evangélica de Cristo (en nuevo modo de ser del evangelio), que se expresa en el amor mutuo y el pan compartido, en un perdón que no se ofrece desde arriba (como efecto de una misericordia clasista), sino desde los mismos pecadores y oprimidos que perdonan perdonados.
En esa línea podrá haber un Papa que sea único siendo de todos. Que no quiera estar sólo, sino que pueda sentarse y se siente con los pobres y con otros representantes de iglesias, religiones y movimientos humanistas, sin buscar supremacías ni querer imposiciones, pero dialogando con todos. Sólo de esa forma podrá ser signo de evangelio.
En ese contexto se sitúa la declaración fundacional de la primera asamblea o Concilio de Jerusalén, donde los representantes de las comunidades (que no eran obispos), discutieron, dialogaron y terminaron poniéndose de acuerdo en lo fundamental, para declarar: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…» (Hech 15, 28). Este «nos ha parecido…» significa que los cristianos se descubren impulsados por el Espíritu de Cristo y de esa forma «les parece bien» que las comunidades de línea paulina (aceptadas por Pedro) pueden abrirse a los gentiles, sin pedirles otra cosa que un mínimo de humanidad, para así poder compartirla.
Eso significa que “puedan comer juntos”, que haya pan para todos y que todos lo compartan. Está bien que el Papa rece y dirija la oración, pero tiene que ser ante todo signo de comunicación total entre los hombres. Lo primero no es el Papa o los obispos, sino la eucaristía, es decir, la comunidad que comparte la comida recordando a Jesús, desde (y hacia) los más pobres.
Para que se pueda celebrar esa comida, abriendo la mesa de la comunidad a los que buscan comunión (sea cual fuere su credo), cada iglesia escogerá ministros, quienes sólo podrán actuar como testigos mesiánicos si mantienen el evangelio de la gracia de Jesús, el testimonio de vida y misión de los pobres y la comunión con las iglesias del entorno, en una red de comunicaciones multiformes y concretas.
Las celebraciones de la iglesia son siempre concretas, comunidad a comunidad, persona a persona. Pero, al mismo tiempo, ellas son universales, pues se abren, desde Jesús, hacia todos (creyentes y no creyentes). En ese contexto podemos y debemos recuperar la autoridad del pan compartido. Lo que une a los seguidores de Jesús no es un poder que nace de matar a los demás (sacrificios), ni tampoco una experiencia de concentración espiritual (como en algunas religiones orientales), sino el pan común, que es de todos y de cada uno, como amor donde la palabra se encarna en la comida. En esa línea, el Papa ha de ser ante todo un hombre o mujer de pan compartido, alguien que recuerde el valor de la comunión universal en torno a la comida.
Un papa que no quiera que todos sean como él
Deseo que los protestantes sigan «protestando», desde la raíz del evangelio, para que así yo (católico) pueda acoger lo que saben y dicen, desde su libertad creyente, desde su humanismo. Deseo que los ortodoxos sigan fieles a su tradición, mientras buscan y trazan su propio camino, en estos nuevos tiempos, pues sólo de esa forma puedo profundizar en mi ortodoxia. Quiero que todos nos unamos, pero no en la forma de unidad actual representada por este Papa de Roma (o por los papas romanos del último milenio), aunque me gusta mucho Francisco y apuesto por su camino de sinodalidad.
Debemos unirnos de otra manera, cada uno como es, con su liturgia y sus signos especiales, pero en diálogo de amor y pan compartido, aunque no tengamos un mismo modelo de iglesia, pues sabemos que todos podemos amarnos, estando todos al servicio de los pobres, volviendo de esa forma a la raíz del evangelio, que es la existencia de Dios como fuente de amor, que es la misión de Jesús como ministro e iniciador del reino de Dios.
Por eso sería quizá bueno dejar por un tiempo en el margen el tema directo del Papa (que no aparezca como “gran protagonista, para que el protagonismo lo tengan muchos, por no decir todos. Quizá es bueno que Papa vaya moderando su activismo, para que los obispos sean de verdad obispos (y no correas de transmisión de un movimiento externo), para que las iglesias empiecen de verdad a ser autónomas, reconociéndose unas a las otras tal como son, sin exigir que hagan cambios externos en su organización, sino ayudándose todas a convertirse y cambiar en línea de evangelio (comunicación gratuita de la vida), al servicio de los pobres.
No tengo prisas por la unificación rápida de las iglesias, pues lo que quiero es que desplieguen con pasión evangélica y responsabilidad creadora su misión mesiánica. Sólo así podremos hablar y responder, ayudándonos mutuamente, para superar los grandes retos de la modernidad.
No es preciso, ni siquiera es conveniente, que todas las iglesias comiencen aceptando al Papa, para que dialoguen entre sí, para que compartan el pan, para que se abran a los pobres del mundo. Pero todas pueden y deben juntarse en un plano concreto de protesta profética y amor evangélico, para que el avance técnico del sistema y la inmensa pobreza de grandes masas, la globalización administrativa y la marginación y muerte de una parte considerable de la humanidad, no se imponga inexorable sobre nosotros (¡que somos a veces muy escépticos!) y nos acabe destruyendo.
Por eso las iglesias han de crear y mantener redes de relación personal directa en la que puedan caber todos los hombres (sin preguntarles en princpio si son o no cristianos). En este contexto debe situarse ya para algunos la función del Papa como signo concreto de evangelio, un signo que los católicos pueden y deben ofrecer como modelo hermoso, pero sin imponerlo en modo alguno.
No todos los caminos tienen que ir a Roma…, aunque Roma tiene una función importante en el momento actual de las iglesias (y Roma tiene mucho que cambiar desde su propio genio romano y, sobre todo, desde el evangelio).
La iglesia no es católica (universal) por ser una institución bien organizada (como podría ser quizá la ONU), ni por tener en su vértice un Papa, sino porque ofrece de hecho, en cada una de sus comunidades, vinculadas de forma solidaria, una experiencia y camino mesiánico de unificación (es decir, de ayuda y comunión, en la diversidad) entre los hombres y mujeres, partiendo de los pobres, sin imposición de una cultura o comunidad sobre las otras.
Según eso, el proyecto y tarea de la iglesia no es formar un grupo aparte, mejor y más sagrado que los otros, lleno de grandeza, sino ofrecer una palabra y desaparecer (si hace falta), pues lo que importa no es ella, sino el diálogo de amor concreto entre todos los hombres y mujeres, en clave de evangelio.
De esa forma, el ecumenismo cristiano se volverá ecumenismo humano y las iglesias se abrirán, como espacios de palabra y pan compartido, para todos los hombres y mujeres que quieran comunicar y compartir su vida (en los signos del pan y la palabra). Frente a la globalización que vincula a los hombres en forma de mercado, distinguiendo a los que pueden comprar de aquellos que no pueden, conforme a unos principios de libertad capitalista, según los cuales se imponen los más fuertes (o el sistema sobre todos), aquí estamos proyectando una comunión personal, donde lo que importa es el gozo de la vida compartida y transmitida, por encima de la muerte.
En este contexto algunos han hablado de una noosfera (Teilhard de Chardin), un pensamiento común, que brotaría de la madre-tierra universal (que es Gea o Gaya). Yo prefiero abandonar la palabra «esfera», porque evoca un tipo de totalidad que puede volverse impositiva, para buscar otros símbolos que evoquen libertad y comunión: formamos un cuerpo y la cabeza es Cristo, no una iglesia particular (San Pablo),como una estrella de líneas abiertas en todas direcciones (Rosenzweig); somos un diálogo en la carne (palabra viva), pan compartida en esperanza de resurrección, venciendo así a la muerte.
Pues bien, como signo de esa comunión que nos viene de los comienzos de la historia cristiana, como recuerdo y memoria de grandes equivocaciones y de renovados proyectos, muchos pensamos que la Iglesia católica puede ofrecer a otras iglesias y al mundo la figura de un Papa (Papa-Mama, Amigo-Amiga…), en la línea de las reflexiones anteriores que, Dios mediante, quiero seguir exponiendo en un nuevo libro, ya más concreto, sobre las posibles tareas actuales más concretas del Papa.
NOTA
Esbocé el tema en “Historia y futuro de los papas” (Trotta, Madrid 2006) y lo he desarrollado Prólogo a E. Trocmé, “La infancia del cristianismo” (Trotta, Madrid 2021,cf.RD, que A. Piñero ha comentado en muchas entradas de su blog