9.12.24 Inmaculada Concepción. Visión dogmática (X. Pikaza, La Madre de Jesús)

Por haber sido ayer domingo de adviento, la iglesia celebra hoy, 9.12.24, la fiesta de la Inmaculada Concepción de María.

El misterio de María como Inmaculada pertenece al ámbito y camino de la historia de la salvación. Por gracia de Jesús ella consigue realizarse plenamente como persona, allí donde los otros hombres aún no habían logrado realizarse de manera total y ser personas. Por gracia de Jesús ella ha quebrado la ley de sucesión (herencia) de pecado de la historia, naciendo en ámbito de gracia (sin pecado original originante). Por gracia de Jesús se ha mantenido siempre en gracia, respondiendo con amor al amor que Dios le ha dado (y superando así el pecado original configurante). Por gracia de Jesús y en actitud de entrega plena, ella ha muerto en manos de la gracia, siendo asumida en la gloria de Dios (y superando así el pecado original clausurante).

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X. Pikaza, La madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1991  

La Iglesia ha descubierto este misterio de gracia de María a partir de Lc 1,26-38: para ser madre del Cristo, ella ha debido dialogar con Dios en actitud de gracia. Ella no se hallaba, por lo tanto, inmersa y destruida en el pecado. Sólo como limpia, inmaculada, pudo mantener en plenitud su alianza de amor con Dios, apareciendo así como elegida, «amada», llena de gracia (kekharitomene) sobre el mundo. Por eso, el misterio de la Concepción Inmaculada de María, lejos de ser una excepción carente de sentido, viene a desvelarse como un elemento muy valioso de la historia de la gracia. Así lo ha declarado de manera solemne el magisterio de la Iglesia:

Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la B. Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída (DS 1641).

Estas son palabras de la definición dogmática de Pío IX en 1854. Ellas expresan, en términos teológicos propios de aquel tiempo, una experiencia católica f undante: sobre el pecado de la historia de los hombres, que amenaza con romper y destruir todo lo humano, Dios mismo ha querido suscitar un nuevo tipo de existencia. Para hacerlo humanamente no ha querido introducirse por la fuerza; por eso no se impone desde arriba, como si obligara a los hombres a salvarse aunque ellos no quisieran.

Dios quiere salvarnos a través de nuestra misma historia humana y por eso ha introducido en ella un germen positivo de gracia y de perdón, una semilla de esperanza que ha venido a culminar en Cristo. Sólo de esa forma, siendo el Hijo eterno de Dios Padre, Cristo viene a ser el hijo de la historia, haciendo suya toda la esperanza del AT (de la búsqueda humana).

Recordemos que esa búsqueda del hombre es don de Dios, es signo de su revelación en nuestra historia. Pues bien, ese don es eficaz, esa revelación es positiva, de tal forma que suscita, dentro de la misma historia salvadora, una especie de reguero de gracia y esperanza. Eso significa que el pecado original no tiene carácter totalizante, no se puede interpretar como exclusivo. Al lado del pecado existe desde siempre la gracia: búsqueda de Dios, amor de gratuidad, una esperanza abierta hacia la vida, como presupone ya Gén 3.

A veces presentamos el pecado original como algo «amorfo», como si fuera un estado o realidad que alcanza de igual forma a todos los vivientes de la tierra. Esa visión resulta, a mi entender, simplista, incluso falsa. El pecado original adquiere concreción y se «modula» a lo largo de la historia, de manera que esa misma historia (por la gracia de Dios) hace posible el surgimiento de personas que asumen y realizan ya un camino de esperanza abierto hacia la gracia final, al don de la existencia personal y liberada de los hombres. Este es, a mi juicio, el sentido del AT: va ofreciendo la esperanza del amor, va preparando la victoria de Dios contra el pecado original del hombre. Pues bien, en el momento final de esa gran línea del AT, allí donde se vuelve ya inminente y luego realiza la victoria de la gracia, encontramos a María, la primera persona liberada de la historia.

Cuando decimos que ella ha sido concebida sin pecado original hacemos una afirmación histórica y teológica de primera magnitud que nos capacita para reformular todo el sentido de la antropología cristiana. Hablando de María como Inmaculada, hablamos de Dios y de su Cristo. Al mismo tiempo hablamos de Israel y de la Iglesia. En el lugar donde se cruzan todos esos caminos la encontramos ya como persona inmaculada, la primera persona verdadera de la historia humana.

En primer lugar, la Inmaculada nos remite a Dios. Aquí estamos ante el Dios que ha querido dirigir la historia humana, en gesto de amor respetuoso pero fuerte. Por eso, conforme a una palabra muy antigua de la Iglesia, Dios no quiere que el camino de la historia quede clausurado en Eva que es el signo de la madre pecadora. Dios ha decidido seguir dialogando con los hombres, de manera que ellos mismos busquen y de alguna forma logren suscitar la salvación sobre la tierra. Por eso mismo necesita de María: quiere un dialogante humano que reciba su palabra final y le responda, de manera que su salvación (siendo divina) sea al mismo tiempo salvación humana. Por eso espera la respuesta de María. Necesita que en el fondo ella sea Inmaculada: que escuche su palabra y le responda de manera plena, haciendo así posible la salvación de todos los humanos.

Al hablar de la Inmaculada hablamos de Cristo. El texto de la definición conciliar nos decía que «Dios ha preservado a María de pecado en atención a los méritos de Cristo». Esto significa que ella no es Inmaculada por sí misma, como si fuera sólo una excepción, una especie de capricho que Dios ofreciera para la madre de su Hijo. No es capricho ni ruptura de un Dios que, pasando por encima de sus leyes, habría dejado de cumplir lo establecido dentro de la historia. La Inmaculada pertenece «al orden nuevo de la redención», al camino de surgimiento mesiánico: Jesús nace en un mundo de ley y de pecado (cf. Gál 4,1-4); pero nace, al mismo tiempo, de la vida y la promesa de Dios que ha ido actuando en la historia israelita. Dios mismo ha preparado cuidadosamente el nacimiento de Jesús sobre la tierra (como victoria del amor sobre el pecado). Pues bien, como elemento principal y casi necesario de ese nacimiento encontramos a María.

Al hablar de la Inmaculada hablamos de Israel. En esta perspectiva deben resumirse las aportaciones de la mariología actual al presentarla como «hija de Sión», el verdadero Israel que está alcanzando ya su redención. María es «inmaculada» porque en la historia difícil y tortuosa de Israel, al lado del pecado, ha ido surgiendo y desplegándose el camino de la gracia. Por eso, su venida o «concepción» sólo puede interpretarse en perspectiva de promesa y vida israelita. Dios ha querido preparar «un pueblo justo», como han entrevisto los profetas; ha preparado un lugar de nacimiento para el Cristo, que es su Hijo sobre el mundo. En esa perspectiva hay que afirmar que, conforme a la vivencia de la Iglesia, el camino israelita ha culminado a través del nacimiento y vida creyente de María. En ella adquiere su sentido todo el camino precedente de esperanza del AT.

Finalmente, este misterio de la Inmaculada se refleja y culmina en la existencia de la Iglesia. Así lo ha comprendido ya la tradición, así lo indica de manera velada el documento pontificio de 1845, cuando presenta a María inmaculada como signo de gracia para todos los creyentes: en ella se realiza, de manera anticipada y plena, la verdad más honda de la Iglesia, la fuerza del amor hecha presencia de vida en nuestra tierra. Así lo ha destacado el Vaticano II cuando afirma que María «es tipo de la Iglesia»; por eso, los creyentes deben mirar hacia María «contemplando su arcana santidad e imitando su caridad» (Lumen gentium 63, 64). 

Mirando hacia María Inmaculada, la Iglesia descubre su propia vocación de santidad y encuentro con Dios en Jesucristo. Precisamente en esta perspectiva queremos situarnos cuando llamamos a María «la primera persona de la historia»: ella nos muestra la verdad y plenitud de aquello que nosotros buscamos sobre el mundo.

Planteamiento básico

  Muchas veces, por la inercia del lenguaje y por la misma forma de entender el pecado original, suponemos que el misterio de la Inmaculada sólo afecta al principio de la vida de María: al instante de su concepción interpretada de manera biológica. Conforme a la lógica del mundo, aquella concepción tendría que haber sido en pecado, como un momento más de la cadena de los males que se expresan y despliegan en la historia, adueñándose de aquellos que empiezan ya a nacer sobre la tierra. Como miembro de la historia de pecado debió surgir María, apareciendo por lo tanto como pecadora desde el mismo encuentro fecundante de sus padres. Pues bien, quebrando ese camino de pecado, Dios se quiso revelar ya desde ese instante como nuevo padre y creador que vela amorosamente por María, desplegando en ella un nuevo comienzo de existencia en ámbito de gracia.

Conforme a este modelo, la Inmaculada Concepción sería sólo un «don de Dios», el signo más intenso de su gracia previniente. Allí donde ese Dios ha permitido que otros hombres penetren ya manchados en la lucha de la historia y deban. decidirse por el bien desde una vida que comienza inmersa en el pecado, el mismo Dios ha decidido que María no padezca y sufra esa batalla.

Por eso la libera por anticipado. En vez de redimirla en un momento posterior, cuando ella misma hubiera ya asumido el bien en Jesucristo, Dios la ha liberado y redimido en un momento precedente: la ha librado ya en el mismo momento de su origen. Por eso ella ha nacido Inmaculada. 11

Esta perspectiva resulta muy valiosa y debemos, de algún modo, conservarla; pero, mirada en más hondura, ella termina siendo insuficiente, como ahora mostraremos. Dos son las razones de esa insuficiencia: 1) no ha tomado en serio el valor del nacimiento como realidad humana que se cumple y se despliega a lo largo de toda la existencia; 2) tampoco hace justicia a la experiencia activa de María que ha debido oponerse con sus fuerzas a la fuerza del pecado en el transcurso de toda su existencia. 

Comencemos con la concepción. Por la antropología moderna sabemos que el hombre es ser que «nace aún inmaduro». Por eso, estrictamente hablando, el tiempo de su concepción y nacimiento humano se despliegan a lo largo de los años de su infancia. Eso significa que el hombre no surge y se despliega como humano en un nivel de biología.

El hombre es concebido y nace en plano cultural: en su nacimiento influyen los padres (y aun la misma sociedad) e influye de manera personal, definitiva, el mismo nuevo ser que está naciendo.

Concepción y nacimiento son acción de la sociedad y especialmente de los padres (de la madre) que ofrecen al que nace unas determinadas posibilidades de existencia biológica y cultural. Estrictamente hablando, lo que al niño se le ofrece, en una acción cruzada donde influyen múltiples factores, es un tipo de posibilidades de vida y realización humana. La misma sociedad viene a mostrarse así como «lugar de concepción», vientre materno y cuna donde va naciendo el niño en un proceso de maduración y emergencia personal.

Pues bien, cuando decimos que María ha sido concebida como Inmaculada, estamos afirmando que, por gracia de Dios, la sociedad israelita de su tiempo fue capaz de ir generando a una mujer en ámbito de pura y transparente gracia. Ciertamente es don de Dios todo el proceso del surgimiento de María. Pero es don que Dios despliega y que realiza por medio de «su pueblo», es decir, desde la cuna del AT israelita. 12

En esta perspectiva se destaca aún otro rasgo: siendo don de Dios, por medio de su pueblo israelita, la concepción inmaculada de María viene a presentarse también como expresión de su propia gracia humana. Ella nace inmaculada porque asume en forma limpia su propio nacimiento. En otras palabras: nace inmaculada porque quiere; quiere a Dios y va asumiendo su propio nacimiento como espacio de revelación de su misterio.

En este sentido podemos recordar una palabra clave de Cervantes: «cada uno es hijo de sus obras» (Don Quijote). Hija de sus obras es María: hija de su propia opción creyente. Porque en este plano personal Dios nos ha hecho de tal forma que nosotros mismos somos lo que hagamos. No viene nuestra vida simplemente desde fuera. Dios la da si es que nosotros la aceptamos. Así nacemos, a través de nuestra historia, si nosotros mismos «nos nacemos».

En este lugar donde la acción de Dios por medio de la sociedad (los padres) viene a explicitarse ya como «pasión humana», es decir, como acogida personal culmina la verdadera concepción y nacimiento. Todo lo anterior (concepción primera y gestación, alumbramiento y vida aun inconsciente del niño) queda asumido de esa forma, así se ratifica en el nivel del pleno nacimiento humano. Ciertamente, lo anterior es importante, de algún modo resulta decisivo, porque ofrece al niño sus «posibilidades» de existencia. Pero ellas deben ser ratificadas en un proceso de «nacimiento personal» donde el niño asume lo recibido y de esa forma se realiza como ser independiente, en libertad autocreadora.

En ese aspecto debemos afirmar que cada uno nace de sí mismo naciendo de los otros: nace de su propia voluntad que asume aquello que le han dado y que se asume a sí mismo como persona diferente. Desde ese fondo debemos afirmar que María no es sólo Inmaculada porque Dios le ha dado (por medio de Israel) unas posibilidades de existencia positiva, abierta al plano de la gracia.

Es Inmaculada porque ella misma acoge el don que Dios le ha dado, en un proceso de maduración personal que es transparente y creador, dentro de la historia. El misterio de la Inmaculada pertenece por lo tanto al proceso de realización personal de María, que así va desplegando su camino en santidad, como ha mostrado el Vaticano II:

Por eso no es extraño que entre los santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu santo y hecha una nueva creatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (Lc 1,28) y ella responde al enviado celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38) (Lumen gentium 56).

Varios son los rasgos que destaca este pasaje. En primer lugar, entiende el misterio de la Inmaculada en perspectiva positiva, como signo de la gracia y santidad personales de María; Dios no se limita a realizar en ella un gesto negativo, liberándola de mancha original y de pecado; Dios la llena de su gracia y de esa forma hace que sea Inmaculada. Pero hay más: este misterio que comienza en el instante de la concepción viene a expresarse y realizarse a lo largo de toda la vida de María. Ella es Inmaculada porque Dios la va plasmando con su Espíritu de forma que viva y se despliegue sin cesar como persona «nueva», dueña de sí misma.

A partir de aquí se entiende el rasgo decisivo: María puede dialogar con Dios en ámbito de alianza; puede escuchar la Palabra de Dios y responderle con su propia palabra de persona humana, desde el mismo centro de la historia. Para realizar este diálogo con Dios en gracia y libertad ha tenido que ir naciendo María como Inmaculada. Y con esto pasamos ya al segundo aspecto de su proceso biográfico.

La libertad de María. Su despliegue personal

María ha nacido para hacerse, de verdad, como persona. Por eso, nacimiento y realización se hallan unidos, en la línea que señala el apartado precedente: el hombre no es un ser que emerge en plano de pura biología, como los animales; nace en plano humano, recibiendo la posibilidad de ser persona y realizándola de un modo personal (comprometido, en apertura hacia los otros). Así lo ha visto el Vaticano II cuando alude al nacimiento y al despliegue pleno de María:

Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno se consagró total-mente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia (Lumen gentium 56).

Dejemos por ahora otros aspectos del pasaje y destaquemos los más significativos. A través de su nacimiento, María ha surgido como persona que es independiente. Es dueña de su propia vida y puede enfrentarse con el mismo Dios: dialogar con él y responderle. Ella no es un «instrumento» que Dios puede manejar a su capricho. No es tampoco un rasgo interno de la misma santidad de Dios, como un momento de su vida y su misterio. Ella es persona: dueña de sí misma, capaz de recibir una palabra de Dios y responderle.

Aquí entendemos el sentido radical de la persona como «sujeto frente a Dios», en clave de libertad definitiva. María es responsable de sí. Ni el mismo Dios puede forzarla y dominarla desde fuera. Es dueña de sí y por eso Dios ha de tratarla con respeto, ofrecerle (no imponerle) su palabra.

Cuando esto sucede la persona ya ha nacido: ha nacido un ser distinto, una especie de «dios finito» que, por don de gracia, puede mantenerse ante el mismo «Dios que es infinito», dialogando con él. El ser humano nace a su existencia personal por la palabra, en clave de diálogo con Dios. Pues bien, llegando hasta el final en el camino comenzado por el AT, María es la primera que dialoga de esa forma con su Dios. Por eso hemos debido presentarla como la primera persona de la historia.

En este plano de palabra personal María colabora con Dios,como ha dicho el Concilio. Colaboración significa mutua libertad y mutua dependencia. Libre es Dios para crear y libre María para responder. Pero ambos han querido vivir y realizar la libertad en compañía. María ofrece a Dios el lugar de surgimiento humano de su Hijo, le ofrece su vida de mujer, su palabra de persona. Por su parte, Dios ofrece a María el misterio de su misma vida intradivina. Necesita de ella para expresarse en libertad y plenitud dentro de la historia: por eso pide y aguarda su respuesta de consentimiento (Lc 1,26-38).

En este nivel de palabra dialogal con Dios, María viene a realizarse de manera frontal como persona. Ella es más que «vientre y pechos», como quiere la sabiduría popular israelita (cf. Lc 11, 27). Ella es «la creyente» (cf. Lc 1,45): ha dialogado con Dios y en ese diálogo despliega y realiza su persona. De esa forma «acoge y guarda (cumple) la palabra» (cf. Lc 11,28), de manera que la misma Palabra de Dios puede volverse carne en nuestra historia (cf. Jn 1,14). En diálogo de colaboración con Dios María viene a presentarse ya como persona que ha nacido y vive en libertad sobre la tierra.

En esta perspectiva adquiere todo su sentido aquello que hemos dicho sobre la persona como realidad que sólo adquiere su sentido y se despliega en ámbito de gracia. Todas las restantes «relaciones» pasan, pasan y se acaban los restantes niveles de la vida (creatividad intelectual, dominio sobre el mundo...). Sólo en relación con Dios el hombre permanece para siempre, como sabe Is 40-50. Pues bien, en esta relación ha realizado María su sentido como ser que permanece, es decir, como persona.

También el pueblo israelita conocía esta relación y la expresaba en términos de alianza. Pero no la había culminado todavía, de manera que en ella aparecían dos limitaciones primordiales. 1) La verdadera personalidad pertenecía al conjunto nacional, no a los individuos como tales. Por eso, la fidelidad individual aparecía de algún modo como secundaria, derivada; lo que importa es que perviva y se realice el pueblo. 2) Además, el contenido y verdad de la persona no se hallaba fijado todavía; los hombres se encontraban en camino y sólo en el final de ese camino encontrarían su persona.

Pues bien, María viene a presentarse ya en el evangelio como una persona realizada. Es persona en cuanto individuo. Ciertamente, representa a todo el pueblo, pero es ella la que debe dar una palabra y realizarse plenamente (haciendo así que se realice el pueblo). En segundo lugar, María es persona realizada. Ha dicho lo que tiene que decir, es lo que debía ser y de esa forma de su propia vida y su palabra nace el Hijo de Dios sobre la historia. Por eso, no es preciso que nosotros sigamos esperando: la palabra del hombre ya está dicha, Dios ya está encarnado dentro de la historia.

De los rasgos y camino de esta realización personal de María, en apertura a Dios, por Cristo, no podemos hablar con detención ahora. Hemos expuesto ya el problema en apartados anteriores de este libro, al ocuparnos de eso que llamábamos el evangelio de María. 

Allí hemos ido viendo aquello que el Concilio presentaba como su peregrinación creyente, en el camino de la vida de Jesús, en el misterio de su muerte, en el nuevo nacimiento de la pascua del Espíritu (Hech 1-2). En todo este proceso, María va expresando y realizando su ser como persona, en los planos antes destacados.

María es ante todo persona por ser libre. Libre frente a Dios ha sido ella y libre ante los hombres. Por eso no ha pedido permiso al sacerdote ni al letrado, al político ni al jefe militar en el momento crucial de nuestra historia. Ha dialogado con Dios y ante Dios se ha decidido por sí misma (cf. Lc 1,26-38), poniéndose al servicio de la liberación mesiánica. En este nivel de libertad fontal, allí donde la vida (humana) de Dios mismo depende de su vida se sitúa la respuesta de María, surge la persona.

María es persona porque sabe y quiere decidirse. No se limita a vivir su libertad en un vacío, en una especie de contemplación intelectual que se desliga de las luchas y tareas de la historia. Dios mismo le propone la tarea dura y fuerte de la maternidad mesiánica dentro del camino de la historia. Ella la acepta y de esa forma acepta un tipo de existencia conflictiva, como indica Lc 2,24-25: la misma espada del juicio de Dios se clava en sus entrañas, de manera que ella debe asumir todo el sufrimiento de la historia.

Finalmente, María es persona en relación con otros seres personales, desde el Cristo. Ella asume el camino de Jesús y con Jesús la gran tarea de la culminación mesiánica del hombre en la línea de eso que pudiéramos llamar el proceso de personalización. Hablando de una forma general, diremos que María se encuentra en las dos vertientes de la historia. Ella es, por un lado, plenitud y cumplimiento de la antigua alianza: por eso en su palabra de «fiat» se condensa y ratifica toda la palabra precedente de los hombres. El AT alcanza así por medio de María su hondura personal. Por otro lado, ella viene a presentarse como signo y principio de la nueva alianza: es señal de todos los creyentes de la Iglesia que, fundados en Jesús, pueden realizarse ya como personas.

De este aspecto relacional de la persona de María tendremos que hablar más adelante, al situarnos en clave más sincrónica. Aquí sólo queremos indicar que el nacimiento y despliegue de María son inseparables del camino (nacimiento y despliegue) de los hombres. Pero debemos recordar que la persona culmina por la muerte; así tratamos su tercera dimensión constitutiva. 

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