Mujer de adviento. Dogma carnal de María (Concilio de Éfeso, 431)
La vida y figura de María, madre de Jesús, forma parte de la humanidad del adviento.
Ella pertenece a la identidad judía de Jesús y de la iglesia. Pero, al mismo tiempo, forma parte de la identidad universal (helenista, pagana) de Jesús y de la iglesia.
| Xabier Pikaza
Introducción. Helenismo y piedad mariana en la iglesia de occidente.
Piedad popular: Santa María. La madre de Jesús formaba parte de la trama de la historia de Jesús y de la iglesia primitiva, con su complejidad y sus rupturas, con sus diferencias y tensiones, en un camino de búsqueda difícil de unidad. Pues bien, esa piedad popular, propia de un tiempo de crisis social y de caída de valores, con la ruptura del viejo orden tribal o nacional y la pérdida de autonomía de las ciudades, hace posible un tipo de búsqueda mariana caracterizado por la exigencia de seguridad y cercanía afectiva.
El imperio romano había alcanzado su cumbre política y unificaba, de algún modo, todo el mundo conocido; externamente se podía presentar invencible, como aparecía en la guerra contra los judíos (67-70 d. C.) y en la superación de las crisis posteriores. Sin embargo, las señales de crisis y ruptura podían observarse por doquier, tanto en el juicio durísimo del Apocalipsis (el imperio era una Bestia que sería muy pronto destruida), como en los gestos de rechazo y huída interior de los gnósticos. Eran muchos los que en este contexto buscaban seguridades interiores y sociales, que podían estar vinculadas a la veneración de la Diosa (sobre todo en su forma de Isis-Cibeles) o al cultivo de los cultos orientales de salvación (vinculados sobre todo a Mitra).
Es evidente que ese contexto no es suficiente para explicar el despliegue del signo de María, Madre de Jesús, pero ayuda a interpretarlo. Ella, la Madre de Jesús, 'venció' en la gran batalla o, mejor dicho, en el gran super-mercado de cultos femeninos de los siglos de caída del Imperio Romano. Ella tenía un rasgo novedoso, relacionado con su historia concreta, como madre de Jesús y creyente de la iglesia.
Pero sólo en el trasfondo de esos cultos femeninos del siglo II-III d. C. puede interpretarse el despliegue popular de su figura como gran icono cristiano. Ella aparece en este contexto como santa, es decir, como separada (forma parte del misterio divino), siendo, al mismo tiempo, muy cercana, como una Madre cariñosa para el hombre huérfano, como una Amiga para el solitario, como garantía de Pureza y inocencia para los manchados en el mundo. Por eso, la Madre de Jesús nos sitúa ya desde el principio en un espacio de ecumenismo práctico, de manera que ella puede presentarse como signo y garantía de evangelización ante el paganismo del entorno .
Especulación helenista: una Madre espiritual. Los siglos de caída del imperio romano constituyen una especie de paroxismo de contradicciones entre lo que podemos llamar la maldad y violencia de la carne y el ideal de bondad pacificadora del espíritu. La vida se hallaba sometida, por un lado, a las torturas de la carne: desigualdades sociales crecientes, empobrecimiento de las grandes masas, inseguridad ciudadana, amenaza externa (invasiones...); todo ello estaba unido a una pérdida de valores familiares, a una desintegración social muy fuerte, con exaltación desencarnada de los placeres de la carne (sexo).
Pues bien, en ese contexto, resultaba necesaria o más urgente, una figura que se opusiera a esos riesgos y ofreciera su seguridad y confianza, desde abajo, desde la misma vida humana, oponiéndose a los grandes desvalores oficiales del Imperio que se va desintegrando. Aquí se introduce el mensaje y proyecto mariano del evangelio, de manera que, al lado de Jesús, se va elevando la figura de María, como signo de humanidad cercana, de maternidad fiel, de acogimiento y ternura.
María es una Madre espiritual, que se inscribe el ámbito de Dios, participando de su propia santidad, por encima de las complejidades y luchas del mundo. En este contexto puede aparecer, al mismo tiempo, como la Virgen, superando las contradicciones sexuales, teñidas al parecer de concupiscencia egoísta y violencia. Ella participa, según eso, de los grandes valores del helenismo espiritualista, de tipo platónico.
Puede presentarse como signo de virtud y trascendencia, superando el nivel de 'carne' (sexo, violencia) del mundo, apareciendo, al mismo tiempo, como Madre por excelencia. De esa forma, su maternidad se interpreta como signo de la fuerza creadora de Dios, en claves de ternura y cercanía personal. Por otra parte, ella sigue siendo una mujer concreta, vinculada de manera muy estrecha con la historia de Jesús. Desde ese fondo, María puede elevarse como figura de tipo 'helenista' (espiritualizado), apareciendo, al mismo tiempo, como superación de todos los ideales del helenismo, por su condición de mujer concreta de la historia.
3. Orden eclesial: Ruega por nosotros. Como acabamos de indicar, María es una mujer concreta de la historia, de manera que, introduciéndose en un ámbito de simbología helenista, rompe el orden ideal (idealista) de una espiritualidad separada de la historia. Por encima de eso, ella forma parte de eso que pudiéramos llamar el "tesoro espiritual" de una comunidad muy concreta de creyentes, es decir, de una iglesia donde se guarda y expande la memoria de Jesús.
Ella no aparece aislada, sino que se vinculaa a la figura de Jesús y al despliegue de su movimiento eclesial. Por eso, aunque la veneración mariana esté muy vinculada a la piedad popular de los cristianos, ella ha sido poderosamente influida y modelada por la estructura social y dogmática de la misma iglesia, que ha superado la gran crisis de disidencia y exclusión apocalíptica y gnóstica, y las persecuciones (que se extienden a lo largo de todo el siglo III d. C.), para venir a presentarse como gran sociedad alternativa, como la única institución estable del imperio (desde el siglo IV d. C.).
De esa forma, la misma mujer perseguida y madre de perseguidos (cf. Ap 12), que había sido rechazada por la gnosis, puede venir a convertirse en la Mujer emblemática de la sociedad cristiana, en figura sagrada de carácter oficial. Así la presenta, al menos implícitamente, el Concilio de Éfeso (431 d. C.), avalado por el imperio de oriente, como palabra de unos obispos que, por un lado, aparecen como portadores de la tradición de Jesús crucificado pero que tienden a emplear, por otro, su gran autoridad para imponer un dogma, que viene a presentarse casi como ley del imperio. De esa forma, ella, la Madre-Mujer, viene a convertirse de algún modo en signo de realeza, como avalando el orden del imperio bizantino y del mismo conjunto de la iglesia. Ciertamente, ella es la Madre de todos los dolientes, de las gentes del pueblo y de los monjes, pero, al mismo tiempo, puede presentarse como garantía de la autoridad superior de los obispos en la iglesia.
Piedad popular, reflexión conceptual, orden eclesial: estos me parecen tres elementos básicos de la figura eclesial de María. Ella ha venido a presentarse de esa forma como una especie de necesidad antropológica, siendo, al mismo tiempo, un don cristiano. Ha sido una necesidad: el ser humano está sediento de modelos de identificación, de signos y figuras, como el de María, que le capaciten para vivir con sentido y esperanza sobre el mundo. Pero la figura de María ha sido, al mismo tiempo, un don, un elemento de la revelación del dogma cristiano: su culto no ha sido el resultado de un programa teológico o político, aunque políticos y teólogos han tenido gran influjo, sino expresión de una fuerte novedad cristiana. En ese sentido digo que ha sido un don, es decir, una aportación peculiar del cristianismo a la historia cultural y espiritual de occidente.
Madre de Dios. Theotokos, dogma cristiano.
Con esto hemos planteado ya el tema del dogma de María, que forma parte de la gran proclamación teológica (cristológica y trinitaria) de la iglesia, definida en los cuatro primeros concilios: Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. En ellos se fija el carácter trascendente de Dios (Padre) y su encarnación (en Cristo), por obra del Espíritu divino. En ese contexto resulta necesaria la figura de María.
El helenismo en sí no tenía una imagen trascendente y personal de Dios de manera que le resultaba muy difícil aceptar la encarnación: más que Dios (realidad superior, valiosa en sí misma) hecho carne (realidad humana en la historia), Jesús venía a presentarse como un ser intermedio, una especie de mediador ontológico, dentro del gran continuo divino o sagrado de la realidad (como las ideas de Platón, como el Logos del neoplatonismo).
Así pensaba Arrio, así pensaron con él muchos cristianos helenistas. Pues bien, en contra de eso, para defender la singularidad de Jesús, los obispos reunidos en Nicea (año 325) definieron que el mismo Jesús hombre es Hijo de Dios, de la naturaleza (ousia) de Dios Padre.
Asumiendo la doctrina de Nicea, pero destacando la separación de lo divino y de lo humano, como si fueran en Jesús dos realidades paralelas o superpuestas, algunos obispos de Oriente, vinculados al nombre de Nestorio, tendieron a separar las naturalezas de Jesús, afirmando así que María podía ser madre del Cristo humano, pero no del Hijo divino de Dios. En contra de eso, el Concilio de Éfeso (año 431), reunido simbólicamente en una ciudad muy marcada por el culto a la Diosa (como sabe Hech 19), afirmó que María no es sólo madre de un Jesús hombre o de un Cristo infra-divino sino del mismo Dios-Hijo humanado; ella es, por tanto, Theotokos, engendradora o madre de Dios.
Pues, no decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; pero tampoco que se transmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo hipostáticamente una carne animada de alma racional, se hizo hombre... Porque no nació primeramente un hombre cualquiera, de la Santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió al nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esa manera ellos (los Padres del Concilio) no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios (=Theotokos) a la Santa Virgen, no ciertamente porque la naturaleza del Verbo o su divinidad hubiera tenido origen de la Santa Virgen, sino que, porque nació de ella el santo cuerpo dotado de alma racional, a la cual el Verbo se unió sustancialmente, se dice que el Verbo nació según la carne (Denzinger-Hünermann 250-251).
María pertenece, según eso, al misterio de la carne/encarnación de Dios, que no se entiende aquí en un sentido espiritualizante o helenista, como opuesta al espíritu, sino en la línea de Jn 1, 14. Carne es la propia realidad humana en la que Dios actúa y se vuelve presente, en debilidad y fuerza, en ternura y diálogo. Este nacimiento carnal de Jesús constituye el principio y centro del cristianismo. En este lugar de carne humana (de madre, hermana y amiga) viene a situarse la figura de María. Desde ese fondo, el dogma de la Theotokos (=María es Madre de Dios) no cierra el cristianismo en un contexto de filosofía helenista o en ninguna otra forma de filosofía o pensamiento, sino que hace algo totalmente contrario: introduce personalmente a Dios en la carne de la humanidad concreta, por encima de toda imposición social o conceptual y de toda gnosis, que tienden a convertir a Dios (a Jesús) en una idea o en elemento de un sistema eclesial cerrado. En contra de eso, la carne de María, nos sitúa en el corazón de la realidad humana sufriente y gozosa, abierta al don de la vida y al destino de la muerte, en esperanza de resurrección. Por eso, la palabra de Éfeso ha sido y sigue siendo la palabra clave de la iglesia en línea mariológica.
1. Helenismo y anti-helenismo. El dogma de María, madre de Dios, se inscribe dentro de la lógica helenista de la cristiandad, en un camino que va de Nicea (año 325: Jesús tiene la misma esencia de Dios-Padre: homoousios) a Calcedonia (año 451), asumiendo la proclamación de Constantinopla (año 381), donde se ratifica el carácter estrictamente divino del Espíritu Santo, por el que María ha concebido a Jesús, conforme a la tradición ya estudiada de Mt 1 y Lc 1, ratificada por el credo: "creo en Jesucristo, Hijo de Dios, nuestro Señor, que fue concebid por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María". María es Madre de Jesús, cuya naturaleza humana está inseparablemente unida a la naturaleza divina, de manera que es hijo de Dios.
Pero, al mismo tiempo, este dogma rompe la lógica helenista y todos los posibles discursos racionales de tipo cerrado, pues implica que Jesús es Dios trascendente, siendo un hombre concreto de la historia, pues para el helenismo el hombre concreto de la historia en cuanto "carne" frágil, que nace y que muere, sufriendo, no tiene importancia. Este es el dogma, el principio fundante de la fe cristiana, entendida como brillante paradoja que ilumina la historia de la carne, al afirmar que hay Dios y Dios se identifica con un hombre concreto, con su propia carne y sangre, es decir, con su humanidad histórica, doliente y gozosa, en camino de nacimiento y muerto.
Esta es la paradoja que rompe todos los esquemas del espiritualismo griego, que entiende a Dios como alguien separado de la historia (de la carne y de la sangre, de la muerte). María es Madre del mismo Dios, siendo la mujer concreta que ha dado a luz a un hombre concreto, Jesús. Aquí terminan todas las comparaciones, aquí nace el cristianismo, en suelo helenista, pero superando todo el helenismo. Esta afirmación dogmática sirve para entender todo lo anterior (lo que hemos venido diciendo al comentar los pasajes del Nuevo Testamento) y lo que sigue. Por eso la dejamos así, llena de enigmas y promesas.
2. Madre de Dios, el nacimiento humano. Tomada en sí misma, esta afirmación del Theotokos (María es Madre de Dios, siendo madre de Jesús) nos sitúa en el centro de la humanidad cristiana, por encima de todas las posibles sacralidades anteriores. Según ella, Dios no es una idea espiritual, ni un ideal de santidad extramundana, ni un tipo de eternidad separada de la historia, sino el poder de realidad que se encarna por medio María, a través de una mujer concreta, en la carne de la historia. Por eso, descubrir a Dios no es salir de la historia, especular sobre la esencia originaria, dominar poderosamente el mundo (como los emperadores de aquel tiempo), sino algo mucho más sencillo, vinculado a la misma realidad humana en su nacimiento a la vida, como sabe Mt 1, 23 (citando a Is 7, 14): que una mujer conciba y alumbre a un ser humano, haciéndole persona.
Realizarse plenamente como humano, esto es ser presencia de Dios; engendrar a una persona, en dignidad, por encima de todas la guerras y disputas de la historia, pero dentro de ella (como sabe Is 7, 14), esto es engendrar a Dios. No hacen falta doctrinas superiores o exteriores, grandezas sacrales o templos; no hacen falta poderes o imperios, sacerdotes o cultos que impongan su sacralidad a los humanos, pues lo sagrado o divino es el mismo ser humano sin más, en carnalidad histórica, desde el nacimiento hasta la muerte. Por eso ha dicho el Concilio que ella, María, es la Madre de Dios. Así aparece como expresión suprema de la carne humana, en su materialidad/paternidad carnal y espiritual, en su concreción personal, en su dolor creador.
Este es el sentido radical de la palabra Theotokos que los obispos de Éfeso aplicaron a María, la madre de Jesús. Pienso que ella, aunque haya sido formulada en un contexto helenista y en medio de fuertes disputas eclesiales (a veces muy poco piadosas) refleja y expresa una experiencia cristiana que es nueva y necesaria para el conjunto de la iglesia.
Este es el dogma del engendramiento carnal de Jesús por medio de María (y José) . Es un dogma que no cierra unos caminos, ni impone por la fuerza unos motivos teológicos, ni quiere sustituir la variedad y riqueza de experiencias de la Biblia, sino que se limita a situarlas en el contexto más hondo y novedoso: allí donde lo divino se identifica con el mismo despliegue de la carne humana, expresada y concretada en el engendramiento, a través de la mujer y de una mujer concreta, que en su misma concreción desborda la pura fijación conceptual o social de los sistemas del mundo.
Este concilio (Efeso) y este dogma no añaden una mariología más a las mariologías anteriores del Nuevo Testamento, ni quiere resolver problemas discutidos y concretos (sobre familia de Jesús, concepción biológicamente virginal o presencia de María en la iglesia), sino que afirma y resalta algo que estaba ya en la raíz del evangelio y que constituye el presupuesto de todas las cristologías y mariologías anteriores y posteriores: el mismo Jesús-hombre es Dios. En cuanto engendradora y madre de Jesús, María viene a presentarse como Madre de Dios. Ella no es, por tanto, una expresión de la "idea materna", ni puro signo de santidad supra-histórica, sino que es madre de Dios en su función concreta (histórica, carnal, personal, frágil y arriesgada) de engendrar y acompañar (educar) en la carne al hombre Jesús a lo largo de la vida.
Así lo ha proclamado el dogma de la iglesia, el único dogma mariano verdadero, que pertenece a la novedad paradójica y gozosa del cristianismo, que se centra y concreta en la encarnación histórica de Dios en Jesús. Estrictamente hablando, el dogma mariano ha pertenecido y sigue perteneciendo al pueblo cristiano en su conjunto, de manera que muchos de los mayores devotos de María han sido, ya desde el concilio de Éfeso, cristianos muy normales, que no han tenido autoridad en la iglesia, es decir, los laicos. Ellos, especialmente los últimos de la sociedad, pastores de ganado y niños sin protección, mujeres sufrientes y monjes sin poder, han 'visto' a la Madre de Dios (desde Lc 2, 1-21) y le han edificado lugares de culto y santuarios en casi todos los países de la vieja cristiandad. A pesar de ello, debemos rendir aquí nuestro homenaje de gratitud y reconocimiento a los grandes obispos de Éfeso que, en medio de duras disputas eclesiales, han sabido decir su palabra cristiana, situando a María en el lugar clave donde lo humano y lo divino se vinculan .
Suele decirse que María ha quedado muchas veces "secuestrada" en manos de la autoridad política y eclesiástica, que se ha servido de ella para mantener espiritualmente sumisos y contentos a los fieles, materialmente sometidos, pero ilusionados en un nivel interno por la figura y consuelo de María. En contra de eso, queremos recordar que la declaración de Éfeso ha servido para ratificar el carácter carnal e histórico de María.