Nací una noche de Navidad y nieve, bajo el puerto de la Lunada (25.12.1948)
Había venido al mundo unos años antes (1941), pero nacer/nacer sólo nací la noche de Navidad 1948, a los siete años y medio. Vine al mundo en una tierra herida,en un tiempo de dolor y muerte, como el Jesús, con Herodes el sanguinario.
Mi primer recuerdo es la tierra: el balcón del caserío de montaña del abuelo, con vista a la peña de Lekanda, en el valle de Orozko (Euzkadi), tras la guerra (1936-1939), con mi madre sancionada y mi padre navegando por mares lejanos.
Pero sólo nací como persona en San Roque, bajo la Lunada (imagen 1). la noche de Navidad 1948.
Pero sólo nací como persona en San Roque, bajo la Lunada (imagen 1). la noche de Navidad 1948.
| Xabier Pikaza
Antes de haber nacido
Sabía bastantes cosas, tenía conciencia del Dios de la vida, que en el fondo era toda la Vida: cielos y tierra, montes y ríos, hombres y animales. La primera experiencia que recuerdo es de mi la madre y mi padre cuando venía del gran barco, y a su lado los abuelos, las tías y los tíos, con el presencia omnipresente de los muertos de la guerra y de los otros muertos de cementerio(ill-herri, pueblo de los muertos).
Todo era divino y yo en medio de ese todo, sin verdadera identidad, par te del todo Mas tarde he tenido ocasión de celebrar ritos cristianos en Jerusalén y Atenas, en el Sinaí y en Roma.... Pero siempre me he sentido cerca del Dios de la vida, el mundo entero, en la ciudad de los dioses de Teotihuacan (México) o entre las ruinas que bordean el lago Titicaca (Perú, Bolivia), aunque el betilu, casa o roca de Dios por excelencia, siguen siendo las peñas de Arrugaeta, junto al caserío del abuelo, cualquier día, cualquier noche, sin separación estricta entre Dios y los hombres, lo profano y lo sagrado.
Desterrados, hijos de Eva
He aprendido después muchas presuntas verdades en facultades y libros de gran teología, pero aquella fue quizá la primera y más valiosa de todas, sobre la cátedra abierta del campo, bajo la guía sabia de mi sabia abuela. Éramos sacerdotes, como Melquisedec (Gén 14), todo un mundo sagrado emergiendo del dolor de la guerra perdida, de los que fueron sin volver, de los que seguía oprimidos por la victoria de unos sobre otros, con la sensación siempre repetida de que los buenos eran los vencidos, de que la verdad oficial era mentira y debía ocultarse.
Desde ese fondo vuelve insistente insistente otro recuerdo. Del caserío de la abuela debimos salir exilados a la tierra donde habían “sancionado” a mi madre, la montaña más dura y hermosa del Alto Miera bajo el Castro Valnera, entre la actual Cantabria y Burgos. Fueron años duros, fuertes tiempos en un pueblo de pasiegos trashumantes, entre muda y remuda, sin tierras de cultivo, descalzos en las brañas, durmiendo juntos sobre el heno.
Entre la plaza y la bolera de aquel pueblo (siete casas, una iglesia, en un mar ondulante de inmensas olas de prados verdes de cabañas y abismos de rocas) aprendí el castellano que conozco, entre pasiegos misteriosos y en apariencia huraños, en el alto Riomiera, bajo el puerto misterioso de Lunada, hoy campo de esquí y entonces trocha de herradura agreste y serpentina para machos y mulos que, semana tras semana, se arriesgaban a cruzar la nieve trayendo al pueblo harina de la tierra de los Monteros de Espinosa.
Aquellos pasiegos guardaban el ganado mayor, entre las praderas de baja y alta Montaña, cautivos del trabajo, pobres de dinero y quejumbrosos, pero fuertes de libertad, sin más ley que sus vacas, ni más riqueza que su leche, queso, quesada y mantequilla, mudando de cabaña a cabaña, con sus mulos y sus cuatro trebejos de cocina, con las mantas y la ropa colgada a la espalda. Allí ejerció mi madre de maestra de altura, con setenta escolares mezclados, de todas las edades (niños y niñas, de seis años a la mili o servicio militar que muchos evitaban fingiendo ataques de epilepsia).
Había en el pueblo tres jefes, venidos de fuera: el secretario falangista, casado con una mujer buena, el médico liberal y el cura tratante de ganado. Todos los demás eran pasiegos, sin más ideología que vacas y prados, sin más política que los cuatro cortes de hierba cada año.
Fui monaguillo con mi hermano mayor, en una iglesia en ruinas interiores, con altares quemados por el paso de los “rojos” en la guerra. Me esfuerzo y no consigo recordar ninguna celebración, sólo una sacristía de cajones viejos por el suelo, con vestimentas para el cura, luz de velas, con gente en los bancos oscuros y obligación de estar quietos, de callar y no mirar. No conservo ninguna memoria específicamente cristiano de ese tiempo (entre cinco y nueve años). Lo que vuelve siempre y llena mis ojos de nostalgia religiosa es la manera en que se unían y rompían la roca y la pradera. Todo era empinado, no podía encontrarse ningún prado liso en el entorno.
Fue una noche de Navidad mi nacimiento
Ante no era “yo”, no tenía conciencia de mi identidad y diferencia. No existía “yo”, sino un todo, trágico, hiriente, sagrado, hecho de circunstancias que pasaban, iban y volvían. En ese contexto llegó para quedarse siempre a mi memoria una noche de Navidad. Mi padre que navegaba por mares de ensueño (Nueva York, Buenos Aires, Rio de Janeiro…) pasaba por un puerto del Mar Mediterráneo, y nuestra madre tuvo que irse a verle y convivir con él unos días de barco. Los tres hermanos mayores quedamos con la tía querida (Aurelita/Aulita) sólo en el monte de los pasiegos.
Nos llegó la tristeza, Muchas veces lo he comentado después con la tierra Aulita, hasta su muerte, hace unos pocos años, en plena pandemia. Nos hizo la cena de Navidad a los tres hermanos, vinieron para acompañarnos tres amigos (de la saga de los Samperios de Sanroque). Cenamos bien, muy bien, y la tía nos permitió salir de noche (noche de luna llena, lo he mirado en el buscador de las lunas del año 48. Subimos algo así como medio kilómetro, rompiendo la nieva, hacia el alto de la Lunada.
Cuando teníamos que volver, al primer toque de campanas para la misa del Gallo de Navidad, yo les dije a mis dos hermanos y a los tres amigos que dejaran un momento, que debía hacer algo, que pronto correría tras ellos antes de “cogerles” delante de la iglesia, cuando sonara la campana de la misa.
Era mentira. No tenía que hacer nada, sino dejar que me llenara el agobio de la soledad, la mayor impresión de toda la vida: Hallarme sólo, absolutamente solo, en la noche de nieve de Navidad, ante la luna…. Yo, yo, yo. Nunca me había sentido “yo”, ni el día de la primera comunión… Nunca, por primera vez esta noche. ¿Qué era yo, quién era yo, lejos de mis padres, lejos de la casa de los abuelos… Me sentí sobrecogido, muy pequeño y a la vez inmenso. Tenía que saber quién era yo, por qué era yo, en soledad absoluta, bajo las rocas inmensas.
Me senté para respirar, en una piedra sin nieve, para asegurar que todo seguía donde estaba. No dije nada, nadie se dio cuenta. Quizá todos estábamos transpuestos esa noche de gran luna de la Navidad. No había nada que decir, todo era lo que era sin más, en aquella noche triste (mi padre muy lejos, mi madre también fuera, esperándole en algún puerto de Andalucía lejana…). Como he dicho, habíamos quedado solos mis otros tres hermanos de entonces, y unos niños amigos, que la buena tía que hacía para nosotros de madre había recogido en casa, para que cenáramos juntos… Ella nos dejó salir en la noche clara, y se quedó en casa con Mikel, que era muy pequeño (tenía dos años, había nacido el 46)… mientras los tres mayores íbamos a misa a la iglesia de abajo, a 50 metros de distancia.
Así, la noche triste de la Navidad sin abuela ni madre, ni padre, la del año 1948, vino a convertirse en la más luminosa de las noches, con la luna cegando los ojos en la nieve y alumbrando las rocas… No sé cómo pude sentirlo así esa noche, que fue noche de mi nacimiento, inmensamente solo, sin madre, sin padre, sin abuela, por primera vez en la vida, ante los prados brillantes de nieve y las peñas llenas de sombra, la tía buena, guardando a nuestro hermano pequeño.
Me sentí totalmente sólo, yo, ante el infinito de nieve y de peñas de Navidad … Era yo, Txabi, totalmente sólo y angustiado y sin embargo lleno de un Dios que nacía en Navidad como total compañía de mi soledad.
No hacía falta más, era todo. Por primera vez en la vida, Dios y yo… Yo ante Dios en la noche de rocas, de prados ondulantes de nieve. Esta ha sido la experiencia "mística" más honda que nunca en verdad he tenido, como si el mismo Dios bajara hasta la tierra, para nacer en ella, naciendo del cielo y de la tierra, de la inmensa roca, llenándome de vida y llamándome por mi nombre. Txabi, simplemente Txabi, con su luz de leche blanca de nieve.
Me sentí, sin saberlo decir con palabras, inundado de Dios (como María, la Virgen, de la que nos había hablado en la cena la tía, la roca en forma de Virgen), naciendo en la nieve, con Dios niño, hecho luna, hecho roca, en el más fantástico y real de todos los posibles Nacimientos. Era Dios madre querida en la noche de nieve y misterio, mientras la abuela seguiría en el alto bas-herri de Orozko y la madre y el padre un barco fondeado en algún puerto del Mediterráneo, celebrando juntos la Navidad, lejos de los hijos por causa de guerra incivil y de una vida difícil e injusta.
Ese fue mi descubrimiento más hondo, doloroso y gozoso de Navidad. Por primera vez en la vida me sentí absolutamente solo, solo, solo… y absolutamente lleno de un Dios que llegaba de la roca, del cielo vestido de luna llena y estrella. De pronto descubrí que estaba llorando… hasta que sentí a mi hermano Joserra y sus amigos que venían gritando y me decían: ¿Qué haces ahí sólo y parado en la nieve? ¿Te ha pasado algo? Vamos corriendo, ya suenan las campanas de la misa de noche de Navidad. Me levanté corriendo y les dije “no es nada, estaba un poco cansado y me he sentado un rato.
Sé que fuimos a la iglesia, pero no recuerdo más, ni cantos, ni misa…”. La misa verdadera, mi primera misa, mi bautismo como persona, yo, en soledad ante Dios, en medio de un universo de estrellas, de luna llena y de nieve del primer canto de gallo de esa noche preñada de Dios, la más honda liturgia de mi vida, hasta el día de hoy, Navidad año 2023, pasados 75 años, fue aquel Nacimiento de Jesús en la luz de una luna de noche brillando en la nieve.
No solían dejarnos salir a esas horas. Pero era noche de Navidad, había misa de gallo y la tía querida nos dejó salir a solas a solas, por la carretera de nieve pisada y crujiente, , con otros niños, bendecidos por luna (que no era luz de muertos, ill-argi, sino de vida, bizi-argi), hasta la curvona, bajo el monte, esperando la misa del gallo navideño.
Sentí que Dios mismo se apresuraba a bajar sobre la nieve, entre la sombra de las rocas, en el claro sacramento de la noche y celebré como nunca he celebrado el nacimiento de Dios sobre/en la tierra. Sé que sonaron las campanas. Sólo recuerdo unas campanas, nada más. Pasados los años, la tía Aulita me contó que también a ella le había entrado un tipo de angustia, de forma que despertó a Mikel niño años, le vistió con dos abrigos y bajó a la iglesia cuando la misa estaba terminando. Vio que estábamos los tres, con los amigos y quedó tranquila
Eso fue todo. Supe que Dios podía venir y venía a llamarnos en la noche, a pesar de la guerra, de la soledad y de la angustia, en medio de la noche. Puedo decir que aquel día de noche de Navidad fue mi nacimiento, hoy hace 75 años.