Pensar la Trinidad, Ricardo de San Víctor

He presentado hace tres días la nueva edición del Tratado de Ricardo de San Víctor, la Trinidad, para detenerme después en la perijóresis o movimiento trinitario (como danza, como itinerario de amor).

Hoy quiero centrarme una vez más en el pensamiento de Ricardo de San Víctor, tal como lo presento en mi libro trinidad, itinerario de Dios al hombre (Sígueme, Salamanca 2015).

Quiero así que los amigos de la teología puedan detenerse en el misterio del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, esta semana de la Trinidad. Tanto el libro de Ricardo como mi comentario podrán serviles de ayuda. Pero les ayudará sobre todo la lectura del Evangelio, entendido como "viaje al interior de Dios", en la línea de mi postal del pasado 19, donde exponía en esa línea el evangelio de Mateo.

Buena Semana de la Trinidad a todos.

RICARDO DE SAN VÍCTOR

De origen escocés, canónigo regular de San Víctor, en París, vivió entre 1110 y 1173, y escribió el tratado quizá más significativo sobre la Trinidad en la historia antigua,, vinculando elementos de la tradición oriental y occidental, a partir de la visión del hombre como ser comunitario y del amor como principio del despliegue de Dios. Se ha discutido mucho el origen de su perspectiva, y algunos le han vinculado a la tradición oriental. Otros, en cambio, sin negar la fuente griega, acentúan el aspecto agustiniano de su discurso. Sin entrar en discusiones genéticas, pienso que Ricardo asume y desarrolla elementos de Oriente y Occidente, pudiendo presentar en el futuro como un “mediador” trinitario, siempre que su postura se entanda a la luz de la historia de Jesús y de la Iglesia .

1. Una ontología del amor en comunión. Apoyado en la experiencia cristiana (Hch 2, 43-47; 4, 32-36) y en el valor radical de la amistad (en una línea cercana a la del Evangelio y Cartas de Juan, retomando intuiciones esenciales de San Agustín), Ricardo ha concebido a Dios como itinerario de amor, en el que las personas surgen unas de las otras y se implican mutuamente. En esa línea, él vincula dos modelos: (a) Uno más metafísico, de carácter genético, propio de los neoplatónicos que conciben el ser como proceso de realización interna. (b) Otro de tipo relacional cristiano, que interpreta a los hombres (personas) como miembros de un encuentro de amor, en un contexto en el que Dios se entiende como Padre que engendra a su Hijo Jesucristo.


Vinculando esos modelos e insistiendo en la experiencia original del cristianismo, Ricardo ha unido génesis y encuentro personal, interpretando el amor como un proceso de ser (generación) que lleva de Dios Padre a Jesucristo, su Hijo, y como unidad relacional, comunión de amigos que se encuentran y gozan al hallarse mutuamente vinculados. De esta forma enlaza ontología y antropología trinitaria, concibiendo el ser fundamental (ousia) como amor, e insistiendo en la visión del hombre como realidad comunitaria. Por eso, a su juicio, no se puede hablar de Trinidad partiendo del proceso individual de una mente que se sabe y se ama, pues sólo donde existe comunión de amor puede hablarse de personas, es decir, de Trinidad.

El itinerario de la Trinidad puede empezar allí donde el hombre se concibe como un proceso de comunión, en el que cada uno se hace a sí mismo (como individuo) haciéndose desde y con otros (en comunidad). Según eso, la visión trinitaria de Ricardo no se apoya en una ontología del ser (Padres Griegos), ni en una psicología del conocimiento/amor intrapersonal (Latinos), sino en la experiencia del amor interpersonal, que implica tres elementos:

‒ Padre. Siendo transcendente, Dios es dueño de sí mismo, en perfección originaria; por eso, en principio, no necesita de la creación para realizarse. Sin embargo, por ser amor, Dios ha de darse sin cesar: debe entregar en gratuidad todo lo que tiene. De esa forma existe como Padre, amor-fuente que sale de sí mismo y da (regala) lo que tiene (es decir, se regala a sí mismo).

‒ Hijo. Al darse a sí mismo como Padre, Dios suscita eternamente el Hijo, que acoge su don y le responde de un modo personal. El amor sólo es infinito donde son infinitos el dar y el recibir, de manera que el Padre suscita a Otro (como Hijo), dándole todo lo que tiene, y el Hijo le responde, en amor infinito. El Padre es don eterno y total de sí mismo. Igualmente es eterna y total la acogida del Hijo que recibe su amor y se lo devuelve.

‒ Espíritu Santo. Pero el amor de dos no puede encerrarse en ellos mismos, pues, a fin de que su comunión sea perfecta, mirándose uno a otro, ambos han de mirar juntos a un tercero, suscitando el Espíritu común, fruto del amor que ellos se tienen. Así pasamos de la fuente única de amor que es el Padre a la fuente de amor compartido, que forman Hijo y Padre, suscitando al Espíritu, amor ya culminado (cf. De Trin III, 2-4).

2. Con-dilecto. El tema del tercero.

Conforme a lo anterior, el Espíritu Santo no es sólo amor común, vínculo que une al Padre con el Hijo en dualidad personalizada, sino que es también aquel que es Amado en común por dos, Con-dilecto, el Tercero:

No puede haber caridad en grado sumo, ni por consiguiente plenitud de bondad si es que no sé puede o no se quiere tener un asociado de la dilección (del amor mutuo) para comunicarle el sumo gozo de la comunión. Aquellos que son sumamente amados y amables deben reclamar uno y otro, al mismo tiempo, un condilecto o Amigo compartido, que ellos tengan en concordia perfecta (De Trin III 1l)

Culminan de esa forma los grados del amor, la generosidad engendradora (Padre) y la acogida plena (Hijo), de tal forma que, amándose uno al otro, ambos aman juntos a un tercero o Condilecto (Espíritu Santo) a quien ofrecen aquello que son ambos en común, uno y otro. El Espíritu Santo no puede concebirse sólo como amor de la naturaleza divina que culmina su proceso y, conociéndose a sí misma, ratifica su ser en plenitud y gozo. Tampoco es el amor de dos (Padre e Hijo) que se cierran en sí mismos, uno para el otro, en una especie de personalidad dual. El Espíritu es el amado en común, de forma que, siendo Amor de dos entre sí (en comunión dual), es el Tercero/Amado, el Condilecto que, procediendo del Padre y del Hijo, les vincula ya de forma definitiva.

Hay egoísmo allí donde un viviente se cierra en sí mismo, sin comunicar su propio ser a otro (un padre sin hijo no sería ya padre). También puede haber egoísmo de dos si es que amante y amado (Padre e Hijo) se clausuran en sí mismos. El amor verdadero sólo surge allí donde, amándose uno al otro, los amantes (Padre e Hijo) suscitan en común a un tercero que es fruto y realidad del amor compartido. La Trinidad de amor perfecto es la que forman, por tanto, dos amantes (en latín diligentes), de los cuales uno brota del otro, y un co-amado (condilectus) que surge de ambos, ratificando y culminando así el amor de ambos. Se supera así una dualidad simétrica y cerrada (dos en sí mismos, uno para el otro, sin fecundidad), y surge una dualidad gratificante en la que, amándose entre sí, los dos amantes se abren no sólo uno al otro, sino ambos juntos a un tercero, que es fruto más alto y garantía de su amor (Espíritu Santo).

3. El tema es la persona.

En este contexto se entiende y plenitud de la persona, entendida ya como ex-sistencia (en comunión) y no simplemente como substancia:

‒ La persona es ante todo sujeto de sí misma, habens naturam (De Trin IV, I 1-12). No es pura naturaleza (substancia), sino naturaleza que se posee a sí misma, que es dueña de su propia naturaleza. Desde ese fondo podemos precisar mejor los términos: la persona es quis, yo, el que soy; naturaleza es quid, lo que yo soy. Por eso, en cuanto persona, me poseo a mí mismo y puedo actuar como dueño de mi realidad (de mi destino).

‒ Pero, al mismo tiempo, la persona se define por la forma en que posee su naturaleza, recibiéndola, dándola y/o compartiéndola. El Padre es dueño de sí mismo como ingénito (no ha recibido la naturaleza de nadie, sino que la tiene por sí mismo), pero sólo puede tenerla (ser “dueño” de sí) al entregarla, dándose a sí mismo. El Hijo es dueño de su propia naturaleza, pero habiéndola recibido desde el Padre, y dándola (dándose a sí mismo, con el Padre) al Espíritu. El Espíritu posee esa misma naturaleza recibiéndola del Padre y el Hijo, para dársela de nuevo. Según eso, la posesión o dominio de sí puede vivirse desde diferentes perspectivas.

‒ Comunión personal. Según eso, de un modo consecuente, debemos afirmar en fin que la persona es comunión: El Padre y el Hijo poseen su naturaleza al compartirla, es decir, en la medida en que la dan y la reciben y comparten. Sólo se poseen a sí mismos al darse en amor, uno al otro, y los dos juntos al Espíritu, vinculándose así en comunión (Espíritu Santo).

En ese contexto, en el lugar quizá más significativo de su obra, Ricardo de san Víctor define la persona como rationalis naturae incomunicabilis existencia. No es una substancia, como decía la tradición anterior (a partir de S. Boecio), sino una existencia de naturaleza racional, es decir, capaz de conocer y amar, que es incomunicable comunicándose en plenitud (Trin IV, 17-18; V, 1). (a) Por una parte, la persona es incomunicable (dueña de sí misma, distinta de todas las demás, de manera que no puede confundirse ni cambiarse con ninguna otra). (b) Pero, al mismo tiempo, en sentido radical, la persona sólo puede ser incomunicable siendo comunicación plena, ex-sistencia, una realidad recibida y entregada (compartida). En esa línea decimos que la persona es incomunicable precisamente al comunicarse.

De esta forma ha superado Ricardo la definición más corriente de Boecio que interpretaba la persona en una línea de substancia (realidad autónoma autosuficiente, que está en la base de sus propiedades o accidentes), de manera que su relación con otras substancias sería de tipo posterior o accidental. Boecio pensaba que cada persona es una substancia autónoma, distinta, independiente de otras substancias. Pues bien, al definirla como ex-sistencia, Ricardo de San Víctor está suponiendo que cada persona posee, al mismo tiempo, dos notas que parecen opuestas.

(a) La persona es una realidad incomunicable, es decir, independiente de las otras, una especie de absoluto.

(b) Cada persona se define igualmente como relación; por eso, sólo es persona aquel que poseyendo su naturaleza y siendo independiente, la realiza (se realiza) en relación con otros (es decir, como ex-sistencia, dando, recibiendo y compartiendo su propio ser, todo lo que tiene:

Ricardo de San Víctor introdujo una terminología que no hizo fortuna pero que es maravillosa. Llamó a la naturaleza sistencia; y la persona es el modo de tener naturaleza, su origen su ex. Y creó entonces la palabra existencia como designación unitaria del ser personal. Aquí existencia no significa el hecho vulgar de estar existiendo, sino que es una característica del modo de existir: el ser personal. La persona es alguien que es algo por ella tenido para ser: sistit, pero ex. Este ex expresa el grado supremo de unidad del ser, la unidad consigo mismo en intimidad personal .

La Trinidad se define, según esto, como una misma sistencia o naturaleza que se realiza y completa en tres ex-sístencias o personas. Cada existencia implica un modo distinto de poseer la naturaleza y de realizarse en relación con las demás personas. Así el Padre ex-siste desde sí mismo: posee su naturaleza como en fuente originaria, y la transmite al Hijo y al Espíritu. El Hijo, en cambio, ex-siste desde el Padre: posee y actualiza el mismo ser divino pero como recibido, en un proceso de originación, y como regalado y compartido con el Espíritu. Finalmente, el Espíritu ex-siste desde el Padre y el Hijo, como realidad y fruto del amor común. No hay naturaleza abstracta, separada de las personas, sino en las personas. La sistencia sólo ex-siste de una determinada forma, es decir, como Padre, como Hijo o como Espíritu. Por su parte, las tres ex-sistencias sólo pueden realizarse (o ser) en relación, en la mutua referencia de dar, recibir y compartir.

3. Trinidad, el Dios cristiano.

Por revelación, es decir, por Cristo, sabemos que Dios es Padre pues engendra y suscita al Hijo y al Espíritu, y así descubrimos su ex-sistencia, es decir, su forma de ser como principio de amor, sabiendo que es “en sí” al darse totalmente (siendo fuera de sí). Según eso, la verdad de Dios no se expresa en forma de “entidad suprema”, como realidad cerrada en sí, sino en forma de total donación y relación, es decir, de entrega de sí (Padre), de acogida y nueva entrega (Hijo) y de comunión de ambos (Espíritu). Dios Padre existe en sí al salir de sí (al darse) y compartirse, es decir como ex–sistencia, en itinerario que se abre al Hijo y culmina en el Espíritu Santo, amor compartido. En esta perspectiva hay que afirmar: Si sólo existiera “una” persona (cerrada en sí, como absoluta) no podría hablarse todavía de personas.

La persona es relación, comunicación de esencia. La esencia (sistencia) de Dios sólo existe en su ex-sistencia triple, en donación y relación, entrega y comunión de personas. Partiendo de aquí debe entenderse el esfuerzo de Ricardo por mostrar la “racionabilidad” de Dios desde el análisis del amor, tal como aparece expresado en Hch 2-4 (primera comunidad, todo era común) y en Jn 13-16, donde Dios mismo aparece a modo de comunión, de manera que, a su juicio, podemos afirmar que Dios es trinitario (comunión de amor), pues él sólo existe entregando y compartiendo su ser.

Según eso, un Dios pretrinitario, sin donación interna de amor, sin engendrar desde sí mismo, sin darse y compartir su naturaleza (sistencia) no sería divino. Eso significa que Dios es naturaleza (sistencia) poseída y donada (recibida) por las personas, de manera que él sólo ex-siste en relación personal, es decir, en forma de comunión de personas. La misma naturaleza de Dios es un proceso, un itinerario de amor, como sabían los pensadores neoplatónicos, pero un itinerario que sólo se explicita y realiza en (a través) de las personas.

Dios es amor, y el proceso de realización del amor en forma personal es su misterio trinitario, tal como se revela en la vida y la entrega de Jesús hasta la muerte, pues él es Dios, Hijo de Dios, porque lo ha recibido todo de Dios Padre, desde el principio de su vida humana, y porque se lo ha entregado todo, dándolo a los hombres, en amor hasta la muerte. Sólo de esa forma, devolviéndole al Padre la vida que el Padre le ha dado, en forma humana, en gesto de entrega radical, siendo así origen del Espíritu Santo, podemos decir que Jesús es el centro del misterio trinitario.

Hasta ahora los sistemas trinitarios intentaban responder al evangelio pero, en un sentido general, se hallaban construidos sobre presupuestos racionales no cristianos como el despliegue de la ousia (griegos) o la realización antropológica del conocer-amar (latinos). Pues bien, Ricardo de San Víctor ha querido edificar su pensamiento sobre unos principios estrictamente evangélicos, sobre la comunión de amor de los primeros cristianos (Hechos) y sobre el don de sí mismo de Jesús, Hijo de Dios, culminando y expresando en su vida el mensaje del Evangelio. Ricardo nos sitúa así sobre el buen camino, pero su propuesta debe ser reformulada vinculando la historia de Jesús (y el don del Espíritu Santo) con la realidad trinitaria de Dios, en una línea que será explorada por Juan de la Cruz.
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