TM 2. GERTRUDIS DE HELFTA (1256-1302).Trinidad y Corazón de Dios

Escritora y mítica alemana. Se le ha llamado Gertrudis la Grande. Fue confiada desde niña al monasterio cisterciense de Helfta, en Turingia, donde recibió una educación intensa. A los veinticinco años, una intensa experiencia espiritual le llevó a iniciar una vida contemplación intensa, marcada por el entorno celebrativo (litúrgico) y por la importancia que toma en su vida el Sagrado Corazón de Jesús (de Dios). En este contexto litúrgico, ella tuvo una visión de la Trinidad en la que percibió sobre todo la función mediadora de Cristo y su comunión con el Padre. Teología y experiencia van íntimamente unidas; en este contexto habría que estudiar la relación entre devoción a la Trinidad y al Sagrado Corazón de Jesús.

Es muy posible que su forma de entender la devoción no sea la de muchos hombres y mujeres en la iglesia actual. Pero ella ha influído de un modo poderoso en la piedad íntima de generaciones de cristianos. Es la gran teóloga del Corazón.

Cf. A. HAMON, Histoire de is dévotion au Sacré-Coeur II, Paris 1924, 109 ff. A. ROJO, La primera confidente del Sagrado Corazón, Salamanca 1930. A GÓMEZ, «Santa Gertrudis Magna y Santa Matilde de Hackeborn en nuestros antiguos historiadores españoles», Collac.OCR 11 (1949) 227ss. C. VAGAGGINI, Cor Jesu II, Roma 1959, 29ss.



Visión de la Trinidad

En la solemnidad de la siempre esplendorosa y tranquila Trinidad, [Gertrudis] recitaba este verso en su honor: «Gloria a Vos, oh soberana, muy excelente, gloriosa, noble, dulce, benigna y siempre tranquila e inefable Trinidad, Deidad igual y única, antes de todos los siglos y ahora y por siempre» (Ct 1, 1). Y cuando ella elevaba esta plegaria al Señor, se le apareció el Hijo en su humanidad, en la cual se afirma que él es menor que el Padre.

Estaba en pie, en presencia de la Trinidad, lleno de juventud y de gracia, como un príncipe florido. Sobre cada uno de sus miembros, él llevaba una flor de tal belleza y de tal resplandor que nada visible o material podría dar idea de ello. Esto significa que la pequeñez de un hombre no puede ni siquiera acceder a la alabanza inaccesible de la muy excelente Trinidad; por eso, el Cristo Jesús, en su humanidad, en la que se dice que es menor que el Padre, asume nuestro pobre fervor y lo ennoblece en sí mismo, a fin de convertirlo en holocausto digno de la suprema e indivisible Trinidad.

Cuando se entonaban las vísperas, el Hijo de Dios, teniendo en sus manos su Corazón, lleno de benignidad y nobleza, lo presentó, bajo el símbolo de una cítara, a los ojos de la gloriosa Trinidad. Toda la devoción todas las palabras cantadas durante los coros de la fiesta resonaban allí suavemente. Aquellos que salmodiaban sin devoción particular, sino sólo por rutina, o, aún más, por satisfacción puramente humana, no producían más que un sordo murmullo, en los tonos bajos (de la cítara del Corazón de Jesús). Pero aquellos que se dedicaban a cantar devotamente la alabanza de la venerable Trinidad, parecían hacer que resonara en la cítara del Corazón de Jesús una melodía sublime, desde los tonos más suaves hasta las cuerdas más sonoras.

Después, mientras se cantaba la antífona Osculetur me (Béseme: Ct 1, 1), se oyó una voz desde el trono que decía: «Que se aproxima mi Hijo bienamado, en quien yo siempre me he complacido y que me dé un beso infinitamente suave, a mi que soy el objeto de su amor». Y el Hijo de Dios se adelantó entonces, bajo su forma humana, y dio un beso muy suave a la inaccesible divinidad, pues sólo su humanidad muy santa ha merecido estar desposada con la divinidad, a través de un lazo de unión inseparable.

Después, el Hijo de Dios, con mucha dulzura, dijo a la Virgen, su Madre, el cuyo honor se cantaba esta misma antífona: «Venid, vos también, mi dulcísima madre, y recibid mi dulce beso». Y cuando el Seño Jesús hubo dado también a su Bienaventurada Madre este beso extremadamente suave, con gran dulzura y ternura, en cada uno de sus miembros, esta gloriosa Virgen quedó maravillosamente adornada con las mismas flores resplandecientes con las que su Hijo, el Señor, había dignado presentarse, como adornado por las oraciones que se le ofrecían.

Y el Señor Jesús confirió este honor a su Madre, porque ella le había dado su cuerpo humano, cuyos miembros muy santos –aunque ella fuera tan humilde– aparecían adornados de nuestra devoción y de nuestras oraciones. Ella [Gertrudis] comprendió también esto: cada vez que se nombraba a la persona del Hijo en esta fiesta, Dios Padre le testimoniaba su ternura, como a Hijo muy querido, de una forma que no puede ni expresarse, ni tampoco valorarse en lo que vale. Pues bien, esta ternura de Dios glorificaba de forma admirable a la humanidad de Jesucristo. Y gracias a esta glorificación de la humanidad de Cristo, todos los santos adquirían un conocimiento nuevo de la incomprensible Trinidad.
(El Heraldo IV, 41. SCh 255, p. 327-331).

Trinidad y Corazón de Dios. Pio XII

PÍO XII, en su encíclica Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón (25 de Mayo de 1956) cita a Gertrudis entre las precursoras (núm 26) y sitúa esta devoción, aunque sólo de pasada en un contexto trinitario, identificando en realidad el Corazón de Jesús el Espíritu Santo, en una línea que podría ser digna de estudio:

« 23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del espléndido amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente. El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrado todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia. Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los Mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo». (Edición virtual en http://www.corazones.org/doc/haurietis_aquas.htm).
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