Tentaciones del Cristo ¿Cristianos para el poder? (con J. I. G. Faus)

Más allá de las tentaciones
No se trata de negar la economía y volver al desierto (como quizá quiso Juan Bautista); no se trata de negar todo poder y retirarse a un tipo de intimismo espiritualista, separado de la historia (como quieren algunos que haga la Iglesia); no se trata de negar su verdad y abrazar un tipo de relativismo donde todo da lo mismo (como dicen algunos que decimos), sino todo lo contrario. No se trata de “huir” de las tentaciones, sino de asumirlas, de introducirse en ellas y de superarlas desde dentro, no con un menos, sino con más
No se trata de negar el pan… sino todo lo contrario: de lograr que el pan no sea “del Diablo” como se dice en la tentación de Jesús (y como sucede en gran parte de la historia de la humanidad), sino pan para el encuentro fraterno. Para ello, la Iglesia tiene que superar toda tentación de “pan propio”, cualquier tipo de riqueza en exclusiva. Su pan y su riqueza está al servicio de la fraternidad, de la comunión (¡Eucaristía). Un pan que la Iglesia quiere para sí y no para la comunión entre todos los hombres se vuelve pan del diablo.
No se trata de negar y rechazar el poder… sino todo lo contrario: de lograr que el poder no sea “del Diablo” (poder para dominar, negando a los demás), como ha sucedido en gran parte de la historia de la humanidad, sino autoridad creadora: poder de dar la vida, gratuitamente, generosamente, por los otros, sin imposición alguna. La iglesia de Jesús está llamada a convertir el poder en servicio, de tal forma que ella renuncia a todo poder propia (para ella misma) y lo convierte (debe convertirlo) en principio de transparencia: poder para el amor, para la curación, para la comunión de todos los hombres. Poder que no se busca a sí mismo, que no quiere nada para sí Que el poder sea signo de Dios no imposición del Diablo, esa es la tarea de la Iglesia y de los cristianos. Todo intento de tomar el poder para sí misma y de imponerlo a los demás va en contra del evangelio. En esta línea se sitúan algunas reflexiones del Blog de Cordura (No violencia activa (III): El amor contra la voluntad de poder http://lacomunidad.elpais.com/periferia06/posts), con quien vengo manteniendo una discusión amistosa (menos importante) en torno a la forma de vida/resurrecciòn de la Virgen Maria).
No se trata de negar la verdad… sino todo lo contrario: de lograr que la verdad no sea un prodigio (una mentira que se impone), sino un don que comparte, una luz que se abre, gozosa, generosa… No se trata de decir a los demás lo que tienen que hacer de un modo impositivo, con condenas y mal genio, sino de ofrecer una experiencia de iluminación compartida. Ciertamente, la Iglesia tiene que decir su verdad, que no es un milagro que se impone desde arriba, sino una experiencia gozosa de vida y amor compartido.
Una palabra de J. I. González Faus.
En este contexto quiero citar una página de J. I. González Faus, uno de los teólogos más lúcidos de nuestro panorama actual. No hace falta presentarlo. El texto que cito está tomado de http://www.adsib.gob.bo/home/telecentros/images/stories
/200_religion/230/gonzalez,%20ignacio%20-%20para%20que%20la%20iglesia.pdf. Allí podrán encontrarlo mis lectores.
5.1. Tentación del poder: manipular a Dios en provecho propio
Jesús fue tentado de usar el poder de Dios para su propio provecho, convirtiendo las piedras en pan y abandonando así su solidaridad con la condición de todos los seres humanos. Versión eclesiástica de esa tentación sería lo que llamamos eclesiocentrismo: en lugar de ser sacramento del Reino la Iglesia se erige como fin en sí misma o, con el clásico lenguaje bíblico, “se apacienta a sí misma”.
Esta tentación afecta sobre todo a los aspectos institucionales de la Iglesia, puesto que es ley inevitable de toda institución humana acabar confundiendo sus fines con sus propios intereses. Si la Iglesia cae en esta tentación, la institución eclesial se anunciará a sí misma más que a Dios y, en lugar de la misión del Precursor (“que Él crezca y yo disminuya”), acabará confundiendo su propio crecimiento con el crecimiento de Dios y el amor a la Iglesia con el amor a sus autoridades. Los criterios para nombramientos, para canonizaciones y demás, ya no serán el servicio al Reinado de Dios anunciado por Jesús, sino el servicio a la institución eclesial incluso en sus aspectos más discutibles. El límite de esta tentación será el carrerismo y la autopromoción que acaban dañando gravemente cualquier comunidad.
Precisamente porque esa tentación está tan arraigada en nuestra condición humana, las fuentes bíblicas avisan contra ella constantemente. El profeta Ezequiel tiene unas páginas durísimas contra los responsables religiosos del pueblo judío: “pastores que se apacientan a sí mismos”, que “en lugar de apacentar a las ovejas se comen su grasa y se visten con su lana”, que “no fortalecen a las débiles ni curan a las enfermas y maltratan a las fuertes”, “haciendo que las ovejas se desperdiguen”. Y concluye: “Voy a enfrentarme con esos pastores, les reclamaré mis ovejas para que dejen de apacentarse a sí mismos” (34, 2-10). El evangelista Mateo ha recogido una colección de palabras de Jesús, también muy duras, de las que los exegetas están de acuerdo en afirmar que se han conservado en el evangelio no como una crítica a los judíos “de antes”, sino como un aviso para el ministerio eclesial de los cristianos. San Jerónimo da la razón a esta visión de los biblistas cuando (comentando ese capítulo 23 de san Mateo), avisa que “han pasado a nosotros todos los vicios de los fariseos” (PL 26,168).
5.2. Tentación del privilegio: utilizar a Dios en beneficio de su misión
Siguiendo el paralelismo con las tentaciones de Jesús antes citadas, se trataría ahora de “echarse del Templo abajo” o de “tentar a Dios”, es decir: asumir riesgos irresponsables, esperando que Dios ya enviará sus ángeles para evitar que nos estrellemos.
Si la anterior tentación afectaba más a los responsables de la institución eclesial, ésta por su misma naturaleza, parece afectar más al pueblo de Dios. El profeta Isaías levantó su voz contra un pueblo que “dice a los videntes: no veáis. Y dice a los profetas: no profeticéis sinceramente, profetizad ilusiones, decidnos cosas halagüeñas” (30,10).
También aquí tiene su aplicación lo que antes escribimos sobre la responsabilidad eclesial de todos. Y así, en los momentos inmediatos al Vaticano II, el pueblo de Dios cayó repetidas veces en esta tentación de irresponsabilidad, convirtiendo a la Iglesia en un gallinero de reivindicaciones insolidarias, donde cada cual atendía nada más que a su propio interés y no al de los demás. Ese desmadre egoísta dañó mucho a algunas reivindicaciones que en sí mismas eran legítimas o convenientes. Y, aunque esto no justifique la actual involución y el presente “invierno eclesial”, debe ser reconocido por nosotros, porque ese reconocimiento será la única forma de evitar que el error se repita.
Esta tentación se da también, por el otro lado, cuando el pueblo de Dios sacrifica el don de la libertad cristiana al afán de total seguridad, que es la mayor tentación de la religiosidad. Así nacen movimientos e instituciones donde se abdica de todo uso de la razón, de la conciencia y de la responsabilidad ante la causa de Jesús, a cambio de unas órdenes concretas y pormenorizadas que nos dicen exactamente todo lo que tenemos que hacer y nos dan la tranquilidad de “saber a qué atenernos”, al precio de enterrar los talentos y de una sensación de superioridad frente a los que no siguen esos caminos minuciosamente trazados. En el límite, esta tentación confundirá la fidelidad a Dios con mil detalles “de la menta y el comino” (Mt 23,23), y llevará a que, mientras el Reino de Dios anunciado por Jesús era para los pobres, los altares de la Iglesia en cambio sean para los ricos (que son los que más pueden beneficiarse de esta tentación).
5.3. La tentación del poder como medio evangelizador
Según los evangelios, Jesús no fue tentado sólo de usar el poder de Dios en provecho de su propia necesidad, o de abusar de la Fuerza de Dios para conseguir una “señal del cielo” que privilegiara su misión, sino también de usar el poder humano como medio de expansión del
Reinado de Dios. También la Iglesia, al ver que no dispone de signos del cielo, se verá tentada de usar el poder como medio de evangelización, olvidando que el poder mundano podrá quizás extender la Iglesia, pero no puede extender el evangelio.
A lo largo de la historia, tanto eso que llamamos constantinismo, como el posterior poder temporal de los papas (todavía vigente aunque de manera mínima y simbólica), hacen visible lo que significa esta tentación.
Se llama así al afán de poner el poder temporal al servicio de la acción de la Iglesia. Y además de manera privilegiada. Es comprensible la gratitud de la Iglesia a Constantino, tras tres siglos de persecuciones. Pero sin olvidar que entonces se llegó a llamar equivocadamente al emperador “el treceavo apóstol”. Y que muchos siglos después, san Bernardo escribía al papa Eugenio III: “no pareces sucesor de Pedro sino de Constantino”.
5.3.2. Carlomagnismo.
Hacia el año 800, mediante la donación de Carlomagno, la Iglesia no sólo disfruta de la protección del poder temporal, sino que ella misma lo ejerce, en los llamados “estados pontificios”.
Cuando los papas adquieren poder político, se inicia un lento proceso de cambio que, en dos siglos, va llevando a “investigar” (inquirir) a los herejes, declarar la herejía crimen civil de lesa majestad, crear sus propios tribunales para ello, negar la defensa a los acusados y aceptar incluso la tortura. La lógica del poder ha triunfado sobre la lógica del evangelio.
La lógica del poder ha vencido al evangelio. Y todavía en la iglesia de hoy quedan demasiados resabios de esa lógica, tanto en la figura de los papas como en procedimientos de la Congregación de la fe, que ha renunciado al nombre de inquisición, pero no a algunos métodos de su predecesora21. Las relaciones de la Iglesia con el poder nunca serán fáciles, porque es muy difícil que puedan ser buenas. No puede la Iglesia poseer ese poder, ni pretender ser protegida por él. Debe buscar la paz con él, como con todas las realidades del mundo, pero sabiendo también plantarle cara y no rehuir el resultarle conflictiva, aunque esto le traiga problemas. Pues el poder es una de las realidades más opuestas al modo como se reveló Dios en Jesucristo, a pesar de su inevitable necesidad que, por eso, debe ser reducida a mínimos indispensables.
Esto es lo que haría a la Iglesia auténtico “sacramento de salvación” y lo que los hombres esperan de ella. Mientras que, si la Iglesia apuesta por el poder, entonces, cuando se vea privada de él, escogerá ser gueto antes que ser fermento.