Para situar y entender la fiesta de la Inmaculada Vigilia de la Inmaculada: Y en pecado me concibió mi madre
La “vigilia” es rito de “iniciación y paso”, de un estado anterior de impureza/pecado a uno más alto de pureza y salvación. En esa línea, la vigilia o vela de la Inmaculada tiene que hacernos pasar de la visión de una mujer “maculada” o manchada (dominante en muchas religiones, e incluso en un judaísmo y cristianismo), a un tipo más alto de mujer madura, sin mancha, capaz de dialogar con Dios y con los otros seres humanos.
Sólo si entendemos y sufrimos (superamos) la oración del Salmo 50/51 "y en pecado me concibió mi madre" podremos celebrar mañana la fiesta de la Inmaculada. Esta fiesta necesita una "vigilia", un rito de paso, y así quiero mostrarlo comentando ese salmo que se "centra" en el pecado de la mujer y madre.
Quizá hubo en un principio un tipo de matriarcado, una visión de la mujer-madre como santidad originaria, maternidad divina. Pero en un momento dado, desde la India hasta Israel (y Grecia), pasando por Persia, la mujer-madre ha venido a concebirse como signo de pecado, y la concepción y el nacimiento de los hombres como una “caída”, esto es, una “mácula” o mancha. Por eso, el “dogma” de la Inmaculada Concepción quiere recuperar a la mujer sin marcha, no en la línea del matriarcado antiguo, sino de un nueva humanidad donde se pueda nacer en amor (no en pecado) y vivir en gratuidad personal, algo que para los cristianos católicos está representado no sólo por Cristo, sino también por María, su madre. En ese fondo quiero desarrollar esta Vigilia de la Inmaculada, leyendo, comentando y superando el tema del Salmo 51 (=50 de la Biblia LXX y de la liturgia católica).
El Salmo miserere
Ése es el salmo “miserere”, quizá el más famoso de todos (Misericordia, Dios mío por tu bondad…), la oración oficial de los días de luto, canto y rito de penitencia, lamento de tristeza, oración por los muertos, clamor de los pecadores, que piden perdón a Dios, confesando su pecado, reconociéndose manchados…
Pues bien, en el momento más dolorido del salmo, el orante no sólo dice a Dios que es pecador, sino hijo de pecadora, de “mala” mujer, pues “en pecado me concibió mi madre”. Según ese salmo oficial del judaísmo y de cierto tipo de Iglesia, no somos “hijos de inmaculada”, sino de una madre maculada, manchada. Pues bien, esta oración, que así nos define como “hijos de manchada” no es en sí cristiana (como indicaré mañana, al hablar de María inmaculada, pero forma parte de un estrato muy importante del Antiguo Testamento (de la piedad israelita del Segundo Templo), de la gnosis judeo-cristiana y de cierta teología y “política” falsamente eclesial que ha insistido en el pecado de los hombres, para así someterles mejor (añadiendo que sólo ella, la Iglesia, puede liberarles del pecado, con su perdón y sus sacramentos. Resaltaré mañana el carácter anti-cristiano de esa visión. Pero quiero hoy empezar (en línea de Vigilia) intentando comprenderla, comentando el salmo 51 (=50) o Miserere, desde el Antiguo Testamento.
Hay en al AT varias formas de entender a la mujer, como yo mismo he señalado en un libro dedicado a la mujer en general y en otro a la mujer en la Biblia. Pero en los últimos siglos antes de Jesús se extendió en diversas religiones y culturas (de la India a Grecia, pasando por Persia y el mismo Antiguo Testamento, un visión negativo de la mujer como pecado. En esas línea, la ley sacerdotal israelita considera impura a la mujer durante su ciclo menstrual (Lev 15, 1-16), en el parto y después del parto (cuarenta días si el nacido es niño, ochenta si es niña: Lev 12, 2-5).
Ciertamente, esa “impureza” no es pecado en sentido moral, sino un estado de “irregularidad” vital que es, al mismo tiempo, peligroso y fascinante, de fondo sagrado, pero ella sitúa e interpreta a la mujer en un entorno de pecado. Por otra parte, ciertas “leyes de impureza femenina” del ciclo menstrual, de la concepción y el nacimiento, pueden y deben entenderse como “protección” para las mujeres, que en esos días conservan su autonomía corporal (y no puede ser utilizadas por varones). Pero, en otro sentido, esas leyes han servido para poner de relieve el “dominio” del padre y marido, manteniendo a las mujeres sometidas bajo su autoridad.
Éste es un tema importante de la Biblia. Es evidente que un tiempo antiguo existieron “sacerdotisas” (mujeres sagradas), vinculadas al culto de la Ashera (o Astarté). Pero tras el triunfo del yahvismo, y de un modo especial tras el exilio del siglo VI a.C., las mujeres de Israel fueron expulsadas del ámbito sacral “positivo”, para ser consideradas como falsas hechiceras si intervenían en un culto religioso dirigido y dominado por varones.
Hay en la Biblia judía numerosas visiones positivas de mujeres, como he dicho, historias abiertas a la vida en igualdad creadora. Pero en conjunto ha dominado una visión semi-gnóstica, que concibe a la mujer como madre-pecadora (maculada), como ha puesto de relieve el Salmo Miserere que ha sido leído y entendido hasta “ayer”, quizá hasta hoy, en línea antifemenina.
Salmo 50 (=51), 1-9
- Misericordia, Dios mío, por tu bondad, /por tu inmensa compasión borra mi culpa; 4
- lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
- Yo reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado.
- Contra ti, contra ti solo pequé / cometí la maldad en tu presencia.
- En la sentencia tendrás razón,
- en el juicio resultarás inocente.
- Mira, en la culpa nací, /pecador me concibió mi madre.
- Te gusta un corazón sincero, / y en mi interior me inculcas sabiduría.
- Rocíame con el hisopo, / quedaré limpio;
- lávame, /quedaré más blanco que la nieve.
51, 7-8. El autor "simbólico" de este salmo es el rey David, que confiesa aquí su pecado (=pecado de madre) como raíz de su situación de pecado. Esta declaración mira hacia atrás, pasando de su concepción a su nacimiento, penetrando en el punto más remoto del comienzo de su vida.
Está de fondo la idea del carácter penoso, doloroso, del nacimiento, la referencia al deseo sexual ambiguo (desearás a tu marido, y él te dominará) y al decreto de Dios, “y con dolor parirás a tus hijos” (cf. Gen 3,16).
Está en la superficie su pecado de violador, adúltero y asesino... Ha violado a Betsabé, mujer de Urías ("abuela de Jesús", Mt 1), ha hecho matar a Urías... Pero en vez de confesar su pecado personal y social (de mal "macho" y de rey) echa la culpa a su madre... (ella le concibió en pecado...)
Aquí tenemos una concepción milenaria de la mujer, y de la madre que engendra para el pecado y el dolor, en la línea de cierto budismo, de un zoroastrismo persa, e incluso del mito de Pandora en Grecia (con la gnosis posterior, el maniqueísmo etc.). En el fondo está la visión del “ardor sexual”, con el verbo יחם (quemarse de deseo, que se aplica a la mujer… y también al hombre, en un plano asimétrico). Esta visión hace referencia a aquello que el coito humano tiene de común con el despliegue de vida de los vivientes (animales), en un contexto en que la concepción y el nacimiento aparecen vinculados al deseo originario de la vida, concebido en claves (¡al mismo tiempo!) de sacralidad y de riesgo, de impulso vital y violencia, de bendición y de pecado (que en muchos casos resulta dominante).
Según esta visión, los hombres son “espíritus animalizados”, en forma asimétrica (como si lo animal dominara más en las mujeres…). Desde esa perspectiva, todo nacimiento humano tiene un rasgo de pecado (de caída del plano superior del espíritu, en un mundo de materia). Según eso, el nacimiento humano (con la figura de la madre) viene a presentarse en claves cercanas al pecado. La gran “madre divina” se vuelve madre pecadora, carne manchadas.
Esa visión del “peligro” (sacralidad y riesgo del origen de la vida) se ha puesto más de relieve en la experiencia y vida de los israelitas a partir del siglo V a.C., cuando ellos han desarrollado una fuerte conciencia de pecado y de exigencia de purificación, de forma que la experiencia religiosas (sacrificios del templo, oraciones), se toman como medios para superar (neutralizar) el riesgo de los grandes poderes de la vida y del mismo nacimiento… Desde ese fondo se entiende la palabra clave de este salmo: Y en pecado me concibió mi madre, especialmente ella.
Según esa expresión, la misma entrada del ser humano en la vida, a través de la concepción y el nacimiento en la “carne” se interpreta en clave de pecado… Todo nacimiento es “pecado de mujer” o es, mas bien, un conjunto de pecado (como traducen los LXX y la Vulgata: En pecados me concibió mi madre).
Lo que quiere expresarse de esa forma es una acusación que sirve para iluminar el último fundamento de la corrupción de conjunto de la vida, en una línea que aparece ya en este salmo (siglo V-IV a.C.), en paralelo con otras visiones de la India, de Persia y de Gracia…, pero que sólo ha sido desarrollada plenamente más tarde, por la gnosis, por el maniqueísmo, y en parte por San Agustín.
Ciertamente, la Biblia judía sabe en un sentido que la vida es gracia, y cada nacimiento es una bendición. Pero, al mismo tiempo, en otro plano, en este momento, a partir del siglo IV a.C., la misma Biblia judía empieza a entender la vida humana como un es riesgo de “desmesura” (que de algún modo puede reflejarse ya que Gen 2-4), en forma de enigma.
De esa forma, lo mejor, que es el despliegue de la vida, viene a presentarse como riesgo de lo peor, de un deseo pecaminoso de independizarse de Dios, de crear una vida contraria a Dios, como signo que se expresa y encarna de un modo especial en la mujer, entendida como “madre de la vida buena”, pero también como pecadora. Por eso, la Biblia dice que el ser humano es pecador desde el vientre materno (מלּדה וּמהריון, Sal 58,4; Gen 8,21), es טמא מטּמא, es un ser impuro que brota de lo impuro (Job 14,4), es “carne” que nace de carne.
Desde su mismo comienzo, desde su mismo principio, el hombre se encuentra marcado por la culpa, de forma que la tendencia al pecado, con su corrupción, se propaga de los padres a los hijos, de una forma que parece estar al fondo de la visión antropológica de San Pablo en Rom 1-7, y, de un modo especial, en un tipo de Iglesia posterior, dominada por la “sombra pecadora” de la moral sexual de San Agustín.
Y de esa manera, de un modo consecuente, se ha podido decir que, en cada pecado actual que el hombre comete, su misma naturaleza humana, inmersa en el pecado, se muestra externamente como pecadora, cada pecado humano es un deseo de separarse de Dios, de centrarse en sí mismo…Un deseo que se ha simbolizado de forma muy intensa en la mujer, entendida como fuente de vida, pero, al mismo tiempo, como riesgo supremo de pecado para los hombres.
Esta experiencia se expresa en Sal 51 de un modo más claro que en ningún otro pasaje del Antiguo Testamento... Este es un motivo que no ha sido “tematizado” (desarrollado de forma teológica), pero que está al fondo de gran parte de la experiencia y teología de Israel, en los siglos que preceden al surgimiento de Cristo, desde el V al I a.C., en los libros apocalípticos e incluso en algunos sapienciales. Ciertamente, el conjunto del AT deja sin resolver el fundamento último del pecado, su despliegue a partir de la historia primitiva de la humanidad, y su trasfondo demoníaco, pero ha empezado a moverse en esa línea (que desembocará, como vengo diciendo, en los gnósticos y maniqueos).
Ese es un tema clave del libro de Henoc, que no ha sido aceptado en la Biblia, pero que influye en ella, lo mismo que el libro de los Jubileos: Conforme a la “historia” de Henoc y de los Jubileos, cada concepción humana es una violación, cada “macho” en celo es un demonio, cada mujer es un signo demoníaco. Digo que esa experiencia no se ha impuesto en el AT (que ha “canonizado” en otro línea el Cantar de los Cantares), ni en el primitivo cristianismo, pero está siempre en el fondo, como en un tipo de religiones de la “negación vital”, desde cierto budismo al maniqueísmo semi-cristiano, de manera que se puede y debe afirmar que el único pecado del ser humano es “haber nacido”, pues en pecado es concebido el niño, en pecado crece, en gran riesgo de pecado muere. (He criticado y superado esta visión en mi Teología de la Biblia).
Desde ese fondo ha de entenderse este Salmo 51,7. Así dice David, representante de lo mejor de Israel, autor “mesiánico” de este salmo, el in peccatis concepit me mater mera, y en pecado me concibió mi madre… Por eso, el orante judío o cristiano que toma como suyo este salmo le pide a Dios que le conceda un corazón nuevo, que le purifique que le conceda una sabiduría penitencial y mística, por cuyo medio pueda liberarse de la mala mujer, de la padre pecadora, del dominio del pecado.
Este orante del Sal 51, 7 le pide a Dios perdón para superar el pecado de su origen de su forma de vida (pecado que no empieza siendo suyo, sino de su madre). Este orante (este Cristo davídico falso) es ante todo un pecador. Conforme al título oficial del salmo (el orante se identifica con el David pecador que “rapta” o seduce a Betsabe, adulterando con ella y matando al marido legítimo Urías…). ¡No sé cómo las mujeres han podido orar con ese salmo…! a no ser que lo hagan identificándose simbólicamente con un tipo de humanidad pecadora.
Ese David de pecado somos todos los orantes de este salmo, pidiendo a Dios que nos conceda la hokma, חכמה, es decir, la sabiduría que nos permita comprender con profundidad la verdad de Dios, esto es, aquella en la que Dios se deleita, a la que Dios desea en lo más hondo, la pureza inmaculada, más allá del pecado.
Eso significa que cada hombre nacido (varón o mujer) tiene que comenzar pidiendo a Dios perdón por su nacimiento, por el pecado de sus padres (y de un modo especial por el de su madre…), pues ha sido concebido en medio de la “impureza vital” (biológica) y del deseo ciego, contrario a Dios, de la “libido”, como la de los ángeles y violadores del libro de Henoc (de Gen 6). Todo padre es un violador (ángel perverso, macho violento, David adúltero…), y toda madre es una pecadora… que de algún modo consiente (como Betsabé, la “abuela” de Jesús según Mt 1) o que de hecho, aunque no consienta, aparece como “carne de pecado”.
Ésta es la confesión de fondo del salmista, que se muestra culpable ante Dios (por causa de su madre) y que le pide perdón, para superar su pecado y vivir en penitencia. Por eso, David pide a Dios que le perdone… En contra del Jesús de Mc 1, 9-11, que no pide perdón a Dios, que no asume las palabras del Sal 51, 7 (y en pecado me concibió mi madre…). Jesús no se confiesa pecador ante Dios, sino que se descubre “hijo querido”. Eso significa que este salmo “penitencial” de la Iglesia, tomado estrictamente, no es cristiano, no es oración de Jesús.
Ciertamente, este salmo tiene un elemento positivo: El orante se reconoce pecador ante Dios por toda una larga historia de pecado de la humanidad. Pero no puede identificar su pecado como “culpa de madre”. Este salmo tiene un elemento positivo, pero a lo largo de los siglos ha tomado una sobrecarga de culpabilidad, y de culpabilidad proyectada en especial sobre la mujer-madre.
A lo largo de los siglos, en sus “actos penitenciales”, en las liturgias de témporas lo mismo que en los entierros, en las recomendaciones del alma del moribundo y en los comienzos de cualquier compromiso, los cristianos han rezado el “miserere”, este salmo que confiesa “et in peccatis concepit me mater mea”. Este ha sido y sigue siendo un residuo “precristiano” de la experiencia cristiana, porque, conforme a la experiencia más honda del Nuevo Testamento, Jesús no ha rezado el “miserere”, no ha dicho que su madre le ha concebido en pecado, no ha pedido “perdón” a Dios, sino que ha escuchado la palabra “clave”. Tú eres mi Hijo (Mc 1, 9-11).
Ciertamente, el pecado sigue siendo fuerte y se manifiesta en el orgullo de la vida, en la opresión de los demás, en la destrucción de la inocencia… Pero el pecado central no está en lo que dice este salmo “miserere… Esto es algo que los cristianos tienen que aprender todavía, y pueden hacerlo evocando el signo de la Inmaculada (es decir, de la madre que no es pecadora, María).
Un texto paralelo (Job 14, 1-4).
- El hombre, nacido de mujer, /corto de días y hastiado de desgracias,
- brota como una flor y es cortado, /huye como una sombra y no permanece.
Éste pasaje se puede comparar con Sal 51, 7, pero no pone de relieve el pecado de la mujer, sino su debilidad… “El hombre, nacido de mujer, corto de días y hastiado de desgracias, brota como una flor y es cortado…”. La mujer es débil, da a luz a los hijos con dolor; es impura durante el tiempo de su menstruación, y de esa su debilidad, sufrimiento e impureza constituye un principio y una parte de la vida del hombre desde su nacimiento (Job 15,14; 25.4).