La aventura de conseguir una factura
(JCR)
“Bonjour, madame. Necesito 20 kilos de patatas y 10 de pescado seco. ¿Me podría dar una factura cuando termine de comprar?”. La escena tiene lugar en el mercado Virunga, en Goma (R D Congo) ante una señora ataviada con
sus coloridos “kitenges” que me mira sonriente y me responde “Oui, oui, sans problème” seis o siete veces mientras empieza a llenar el saco que le doy con los preciados tubérculos. Las patatas y el pescado son los dos primeros artículos que figuran en mi larga lista de compra, que ocupa dos páginas, y según mis cálculos –ingenuo de mí- podré adquirir todos ellos en unas dos horas, cargarlos en el coche y dirigirme al lugar del proyecto para entregarlos esa misma mañana.
Las patatas y el pescado ya están en el interior del vehículo. Alrededor de él merodean algunos de los niños de la calle que abundan por las inmediaciones de este mercado, pero ya me conocen y siempre pienso que la enorme pegatina de Don Bosco que llevo en el coche me convierte automáticamente en amigo de ellos, no en vano muchos de ellos comen en el centro de los Salesianos. Pago religiosamente por los alimentos que acabo de comprar, y cuando creo que ya puedo cantar victoria y dirigirme a la siguiente tienda, la señora –que no pierde su sonrisa ni un momento, para eso ha hecho un buen negocio con este muzungu español- me dice que espere. “Perdone, ¿a dónde va usted, madame?” Apenas le da tiempo a volverse. “A buscar un libro de facturas, siéntese, señor”.
La mujer no tiene un libro de facturas. ¿Por qué habría de tenerlo? En un día normal puede vender un puñadito de pescados secos y algún montoncito de los minúsculos tomates que extiende delante de ella sobre una tela vieja. Pero conoce a una amiga suya que tiene un kiosko y que sí tiene esos papelitos que a veces piden los pocos blancos que van a este mercado, muy pocos, que para eso tienen el supermercado “Shoppers” con aire acondicionado y un guardia de seguridad uniformado a la entrada. Espero unos minutos, que me parecen una eternidad, y al rato llega la señora sin perder su buen humor con un exiguo librito y un bolígrafo y me dice que escriba lo que yo quiera. Ante mi estupor, me dice entre risas que a ella sus padres no pudieron pagarla la escuela, la casaron muy pronto y no pasó del segundo año de primaria y ya no se acuerda de cómo escribir.
El librito de recibos en cuestión no tiene el nombre del proveedor. Mal empezamos. Me acuerdo que los financiadores que nos han dado el dinero para el proyecto nos exigen facturas oficiales con: nombre del proveedor, nombre del cliente con su número de identificación, número de factura, fecha, especificación de los artículos adquiridos con el precio por unidad y el precio total en dólares, más el sello de “pagado”. Intento explicárselo a la señora, que me mira como si le estuviera explicando la teoría de la física cuántica y al final me dice muy amablemente que si no le gusta ese libro de facturas puede ir a ver a otra amiga en una tienda un poco más lejos. Su amiga, según ella, tiene otro libro de facturas más grande y más bonito que el que me acaba de traer.
Empiezo a darme cuenta de que si en cada lugar que voy me encuentro con la misma complicación, no compraré en todo el día ni la mitad de lo que tengo previsto. Le digo que no se moleste, que en ese caso lo que me haría falta sería un sello de su… ¿lo llamo empresa? ¿pequeño negocio? “Oui, Monsieur, ya sé lo que usted necesita”, me responde. Yo no tengo sello, pero no se preocupe que tengo una prima aquí a la vuelta del mercado que ella sí que tiene un sello”. Sin esperar a que yo pueda reaccionar, sale corriendo y me vuelvo a sentar en el taburete que me ha ofrecido la primera vez, mientras me entretengo charlando con los dos chicos de la calle a los que ya he respondido por décima vez que les agradezco su ofrecimiento, pero que no necesito ningún ayudante que me lleve las bolsas.
Pasan otros quince minutos y vuelve la señora con un sello y un tampón. Lo estampa en la factura en blanco, y su débil impresión escasa de tinta ocupa la mitad del documento de compra. Le digo que si no sabe escribir, que haga el favor de pedir a alguna de sus compañeras que lo haga por ella. Finalmente, una de ella se presta a hacernos el favor.
-Lo primero, la fecha de hoy, siete de …
La mujer aprieta el bolígrafo con determinación, concentrándose como si estuviera haciendo un trabajo de alta precisión, como cambiar alguna piececita del engranaje de un reloj.
-Ahora, escriba el nombre del cliente. Cópielo de aquí, donde lo he escrito, madame.
-ITIG Dos Bosco...
-Pero con las letras más pequeñas, por favor, madame, que casi ha ocupado usted ya toda la línea y aún nos falta por poner la dirección y el número de identificación…
-Será mejor que empecemos de nuevo, un recibo nuevo.
Mientras tanto, a nuestro alrededor, se ha formado un corrillo de chavales y señoras de los puestos vecinos que siguen con atención la evolución de la tarea de documentar el gasto de patatas y pescado que hacemos para los chavales del centro donde tenemos el proyecto. Pienso por un momento que si tuviera una cámara de vídeo a mano, lo grabaría para presentárselo a los financiadores.
Pasan otros diez minutos.
-Muy bien, señora, ahora ponga usted abajo: “Patatas”, y a continuación: “20 kilos”.
-¿Le parece bien así?
-¡No, por favor! Pero si ya ha ocupado usted toda la línea. Que ahora hay que poner el precio por kilo y el precio total…
-No se preocupe, que lo pongo en la línea de abajo, aunque me parece que no me va a quedar sitio para escribir la compra del pescado.
Finalmente, completamos la operación, y cuando la señora de las telas coloridas me estampa el sello de “pagado” con un decidido puñetazo que hace temblar la frágil mesa donde se amontonan los pescados secos, me doy cuenta de que hemos tardado 45 minutos en elaborar la factura y me dan ganas de prorrumpir en aplausos junto con la multitud que tengo a mi lado.
Me despido de ellas, es decir de las dos señora que me han ayudado, y del resto de la gente que tengo alrededor de mi, mientras me preguntan que si voy a volver mañana no debo preocuparme porque tendrán ya preparado el libro de facturas para que me resulte todo más fácil. Entro en el coche, arranco, y cuando he recorrido algo así como un kilómetro me asalta una duda, me paro, miro la factura y me doy cuenta de que falta el número. Por un momento estoy a punto de caer en la tentación de escribirlo yo mismo, pero después doy media vuelta y regreso decidido al puesto de hace un momento, para completar el papelito. Suspiro al pensar que aún me quedan muchas cosas que comprar y que es bastante probable que en cada lugar tenga que repetir el mismo proceso.
Por la noche, cuando introduzco los gastos del día en el documento de contabilidad, introduzco la factura en la carpeta transparente y la miro como un trofeo que me ha costado los suyo conseguir. Me consuelo pensando que, por lo menos, con el tiempo que cuesta conseguir una bien hecha acaba uno por hacer amistades en el mercado.
“Bonjour, madame. Necesito 20 kilos de patatas y 10 de pescado seco. ¿Me podría dar una factura cuando termine de comprar?”. La escena tiene lugar en el mercado Virunga, en Goma (R D Congo) ante una señora ataviada con
Las patatas y el pescado ya están en el interior del vehículo. Alrededor de él merodean algunos de los niños de la calle que abundan por las inmediaciones de este mercado, pero ya me conocen y siempre pienso que la enorme pegatina de Don Bosco que llevo en el coche me convierte automáticamente en amigo de ellos, no en vano muchos de ellos comen en el centro de los Salesianos. Pago religiosamente por los alimentos que acabo de comprar, y cuando creo que ya puedo cantar victoria y dirigirme a la siguiente tienda, la señora –que no pierde su sonrisa ni un momento, para eso ha hecho un buen negocio con este muzungu español- me dice que espere. “Perdone, ¿a dónde va usted, madame?” Apenas le da tiempo a volverse. “A buscar un libro de facturas, siéntese, señor”.
La mujer no tiene un libro de facturas. ¿Por qué habría de tenerlo? En un día normal puede vender un puñadito de pescados secos y algún montoncito de los minúsculos tomates que extiende delante de ella sobre una tela vieja. Pero conoce a una amiga suya que tiene un kiosko y que sí tiene esos papelitos que a veces piden los pocos blancos que van a este mercado, muy pocos, que para eso tienen el supermercado “Shoppers” con aire acondicionado y un guardia de seguridad uniformado a la entrada. Espero unos minutos, que me parecen una eternidad, y al rato llega la señora sin perder su buen humor con un exiguo librito y un bolígrafo y me dice que escriba lo que yo quiera. Ante mi estupor, me dice entre risas que a ella sus padres no pudieron pagarla la escuela, la casaron muy pronto y no pasó del segundo año de primaria y ya no se acuerda de cómo escribir.
El librito de recibos en cuestión no tiene el nombre del proveedor. Mal empezamos. Me acuerdo que los financiadores que nos han dado el dinero para el proyecto nos exigen facturas oficiales con: nombre del proveedor, nombre del cliente con su número de identificación, número de factura, fecha, especificación de los artículos adquiridos con el precio por unidad y el precio total en dólares, más el sello de “pagado”. Intento explicárselo a la señora, que me mira como si le estuviera explicando la teoría de la física cuántica y al final me dice muy amablemente que si no le gusta ese libro de facturas puede ir a ver a otra amiga en una tienda un poco más lejos. Su amiga, según ella, tiene otro libro de facturas más grande y más bonito que el que me acaba de traer.
Empiezo a darme cuenta de que si en cada lugar que voy me encuentro con la misma complicación, no compraré en todo el día ni la mitad de lo que tengo previsto. Le digo que no se moleste, que en ese caso lo que me haría falta sería un sello de su… ¿lo llamo empresa? ¿pequeño negocio? “Oui, Monsieur, ya sé lo que usted necesita”, me responde. Yo no tengo sello, pero no se preocupe que tengo una prima aquí a la vuelta del mercado que ella sí que tiene un sello”. Sin esperar a que yo pueda reaccionar, sale corriendo y me vuelvo a sentar en el taburete que me ha ofrecido la primera vez, mientras me entretengo charlando con los dos chicos de la calle a los que ya he respondido por décima vez que les agradezco su ofrecimiento, pero que no necesito ningún ayudante que me lleve las bolsas.
Pasan otros quince minutos y vuelve la señora con un sello y un tampón. Lo estampa en la factura en blanco, y su débil impresión escasa de tinta ocupa la mitad del documento de compra. Le digo que si no sabe escribir, que haga el favor de pedir a alguna de sus compañeras que lo haga por ella. Finalmente, una de ella se presta a hacernos el favor.
-Lo primero, la fecha de hoy, siete de …
La mujer aprieta el bolígrafo con determinación, concentrándose como si estuviera haciendo un trabajo de alta precisión, como cambiar alguna piececita del engranaje de un reloj.
-Ahora, escriba el nombre del cliente. Cópielo de aquí, donde lo he escrito, madame.
-ITIG Dos Bosco...
-Pero con las letras más pequeñas, por favor, madame, que casi ha ocupado usted ya toda la línea y aún nos falta por poner la dirección y el número de identificación…
-Será mejor que empecemos de nuevo, un recibo nuevo.
Mientras tanto, a nuestro alrededor, se ha formado un corrillo de chavales y señoras de los puestos vecinos que siguen con atención la evolución de la tarea de documentar el gasto de patatas y pescado que hacemos para los chavales del centro donde tenemos el proyecto. Pienso por un momento que si tuviera una cámara de vídeo a mano, lo grabaría para presentárselo a los financiadores.
Pasan otros diez minutos.
-Muy bien, señora, ahora ponga usted abajo: “Patatas”, y a continuación: “20 kilos”.
-¿Le parece bien así?
-¡No, por favor! Pero si ya ha ocupado usted toda la línea. Que ahora hay que poner el precio por kilo y el precio total…
-No se preocupe, que lo pongo en la línea de abajo, aunque me parece que no me va a quedar sitio para escribir la compra del pescado.
Finalmente, completamos la operación, y cuando la señora de las telas coloridas me estampa el sello de “pagado” con un decidido puñetazo que hace temblar la frágil mesa donde se amontonan los pescados secos, me doy cuenta de que hemos tardado 45 minutos en elaborar la factura y me dan ganas de prorrumpir en aplausos junto con la multitud que tengo a mi lado.
Me despido de ellas, es decir de las dos señora que me han ayudado, y del resto de la gente que tengo alrededor de mi, mientras me preguntan que si voy a volver mañana no debo preocuparme porque tendrán ya preparado el libro de facturas para que me resulte todo más fácil. Entro en el coche, arranco, y cuando he recorrido algo así como un kilómetro me asalta una duda, me paro, miro la factura y me doy cuenta de que falta el número. Por un momento estoy a punto de caer en la tentación de escribirlo yo mismo, pero después doy media vuelta y regreso decidido al puesto de hace un momento, para completar el papelito. Suspiro al pensar que aún me quedan muchas cosas que comprar y que es bastante probable que en cada lugar tenga que repetir el mismo proceso.
Por la noche, cuando introduzco los gastos del día en el documento de contabilidad, introduzco la factura en la carpeta transparente y la miro como un trofeo que me ha costado los suyo conseguir. Me consuelo pensando que, por lo menos, con el tiempo que cuesta conseguir una bien hecha acaba uno por hacer amistades en el mercado.