Aprender a celebrar
He escrito este libro con la ilusión de aportar una chispa de esperanza a quienes, después de muchos años de bregar, no acaban de ver un horizonte despejado. Se encuentran, por el contrario, insatisfechos y un tanto defraudados. Todos esperábamos que la reforma litúrgica fuera el punto de arranque de una primavera. Teníamos confianza en el futuro y esperábamos que las celebraciones litúrgicas, en adelante, estuvieran henchidas de color y de fiesta, comprometidas con la vida y con los problemas de los hombres, hondamente participadas y con capacidad de arrastre. En algún momento hasta hemos llegado a sentirnos embargados por el embrujo de la celebración e impulsados a entrar de lleno en su hondura espiritual arrastrados por la fuerza poderosa de los símbolos, por el vigor de la palabra anunciada y por el testimonio estimulante de los hermanos. Pero esto ha ocurrido pocas veces. La euforia del inmediato postconcilio terminó pronto. Diríamos que se nos echó el invierno encima casi sin darnos cuenta.Hay que esperar una nueva primavera. Hay que poner las bases para recuperar el talante festivo de nuestras celebraciones. Sin volver la espalda, claro está, al compromiso con la vida y a la militancia arriesgada. Porque la experiencia de estos años nos ha enseñado muchas cosas. De tanto acercarnos a la realidad de las celebraciones litúrgicas, polifacética, variada y llena de contrastes; de tanto intentar descubrir el lado amable y positivo de esas experiencias, resulta que al final hemos ido situándonos en un centro incómodo, equidistante y neutro. Junto con los aspectos positivos hemos ido descubriendo las lagunas, las deformaciones, los desaciertos. Todo esto ha ido viniendo de la izquierda y de la derecha, de arriba y de abajo.
Uno se siente fuertemente impresionado por el testimonio de sacerdotes animosos, de grupos comprometidos, de comunidades y parroquias en las que se intenta llevar adelante un esfuerzo serio y sincero por revitalizar las celebraciones litúrgicas. Pero el resultado suele ser frustrante. Porque las claves que se utilizan no son las que corresponde, ni los criterios rectores los más indicados. El modelo de celebración que se maneja como patrón o como punto de referencia no es, ni mucho menos, el que ha sido esbozado en este libro o el que se presenta habitualmente como modélico en los ambientes de expertos y entendidos. Por eso he intentado en este libro, con la cautela que el caso merece, ofrecer pistas y criterios que ayuden a montar y llevar adelante celebraciones litúrgicas satisfactorias.
Desde esta experiencia un tanto desilusionante surgen mi duda y mi preocupación sobre la posibilidad real de poner en marcha celebraciones festivas y estimulantes. Es cierto que se trata de un reto apasionante y de un desafío lleno de emoción y de interés para los responsables de la liturgia. Pero, dado el resultado negativo de tanta experiencia, surge enseguida el interrogante: ¿No será éste un reto imposible?
Desde aquí yo apuesto por el optimismo y por la esperanza. Apuesto por un futuro de renovación y de equilibrio. Porque tengo confianza en los esfuerzos que, de un lado y de otro, se vienen haciendo entre nosotros. Interés y buena voluntad no faltan. Quizás los responsables de la formación y de la catequesis en la Iglesia tengan que mostrarse más sensibles respecto a los valores celebrativos. Quizás tengan que vencer los viejos tabúes que les hacen mirar siempre con sospecha las implicaciones de la ritualidad y del universo simbólico. Quizás no deba confundirse la ritualidad con el ritualismo, el simbolismo con la superficialidad, la fiesta con el escapismo angelista, la gratuidad de la acción de Dios con el abandono de la militancia y de la ética.
Espero con confianza que los responsables de las celebraciones litúrgicas tengan acierto en la manera de enfocar el ritmo y el talante de la liturgia; que sepan crear un clima celebrativo alentador, capaz de arrastrar y embargar a la asamblea; que sepan utilizar las palabras adecuadas, insertándolas en un lenguaje cultivado y de calidad, sin caer ni en el purismo pedante ni en la chavacanería, convencidos de que un lenguaje llano y asequible no tiene por qué derivar en lo vulgar. El celebrante que preside una liturgia, al aceptar el riesgo de celebrar, tiene que asumir con convencimiento su función de liturgo : tiene que saber imprimir plasticidad y fuerza comunicativa a sus gestos; tiene que saber elevar los brazos, extender las manos, alzar los ojos al cielo, besar con unción el altar, saludar a la asamblea con calor y con respeto. La música utilizada en la celebración y los cantos han de ser de calidad, impregnando de colorido y de sabor musical textos cargados de unción y de ritmo, libres de cualquier forma de superficialidad. Además hay que prestar atención a los elementos que decoran y embellecen el espacio celebrativo. Aquí hay que moverse entre la nobleza de los objetos y la sencillez de las formas. Un cierto sentido de la mesura y de la discreción siempre viene bien. La exuberancia exagerada es a veces una aliada camuflada de la ramplonería.
Pero, por encima de todas estas formalidades y además de ellas, el liturgo ha de aparecer como un hombre de fe convencido, transfigurado, seguro de lo que dice y de lo que hace. Cuando ora o cuando se dirige a la asamblea sus palabras deben brotar de su boca como un torrente, no como si fuera una transmisión superficial e insignificante, sino como un chorro de vida que le sale de las entrañas. El liturgo, si quiere transmitir calor y entusiasmo a la asamblea, tiene que volcar toda su alma de creyente y todos sus sentimientos más refinados y nobles en lo que está haciendo. El liturgo debe dejarse embargar por la fuerza irresistible del Espíritu para que la liturgia que él preside sea un espacio abierto, capaz de contagiar a toda la asamblea y capaz de sumir a ésta en un clima de euforia espiritual y de emoción interior. A la postre quizás podamos decir que la celebración ha dejado de ser un reto imposible para convertirse en un proyecto apasionante.
Desde aquí pues yo hago una apuesta por el optimismo. Pero a condición de que se garantice una formación litúrgica seria de los sacerdotes y de los laicos implicados en la tarea pastoral o comprometidos en grupos y comunidades. Debo confesar aquí que, a veces, en encuentros de trabajo con grupos de liturgia, me he sentido confundido y asombrado al oír la contundencia y el aplomo con que algunos se expresan al hablar sobre temas litúrgicos. Uno no sabe si es más destacable la seguridad y osadía con que se emiten las afirmaciones o la ignorancia o falta de información que tales afirmaciones revelan. Pero da la impresión de que en liturgia todo vale y que cualquier propuesta, incluso las más osadas y descabelladas, pueden tomarse en consideración y ser llevadas a la práctica. Es un error. Estoy seguro de que, con una base de formación elemental, se evitarían muchos desaciertos y nos iríamos creando unos criterios de acción comunes, en los que podríamos coincidir para llevar adelante proyectos comunitarios alentadores y con garantías de éxito.
Termino. Lo hago con una referencia a la fe que nos une y expresando mi confianza en la inconfundible acción del Espíritu que anima y guía a su Iglesia, a veces por caminos que a nosotros se nos antojan torcidos y equivocados, pero que sin duda son los caminos de Dios. A la corta o a la larga, con la buena voluntad que a todos nos anima y con el buen sentido que nos debe caracterizar, contando sobre todo con la presencia alentadora del Señor Jesús, estamos seguros de que una nueva primavera rejuvenecerá a su Iglesia. Si este libro contribuye en algo a alentar esta esperanza el trabajo no se habrá hecho en vano.