Celebrar que Dios habla a su pueblo

Me gustaría comenzar apuntando hacia una interpretación de la palabra como alimento. Alimento que nutre nuestra fe y nos fortifica. Alimento que da vida. Por eso precisamente, el Concilio establece el binomio de la doble mesa, la mensa Verbi y la mensa corporis Christi (Dei Verbum, n. 21). Ya en la Constitución de Liturgia (n. 51), al referirse a la importancia de la proclamación de la palabra en la misa, se dice: «A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia». Aquí sólo se hace referencia se hace referencia a la «mesa de la palabra de Dios»; Pero, por referencia implícita y por simetría, todos pensamos instintivamente en la otra «mesa», en la mesa del banquete eucarístico.

Con todo, la Dei Verbum, (n. 21), alude en un texto precioso a la doble mesa: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras como el cuerpo mismo del Señor, ya que, sobre todo en la Sagrada Liturgia, no deja de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida tanto de la palabra de Dios como del cuerpo de Cristo». Aquí no solo se habla de la doble mesa sino también del doble pan: el pan de la palabra y el pan del cuerpo del Señor.

De lo dicho aquí cabría que destacar, por una parte, el acercamiento y tratamiento paralelo de la palabra y del cuerpo de Cristo; lo cual nos remite, sin duda, a la teología subyacente de Juan en el capítulo sexto de su evangelio. La palabra proclamada hace presente al Logos divino encarnado en las entrañas de María. Esa es la palabra enriquecedora y llena de vida que, lo mismo que el pan, alimenta a la comunidad. Por otra parte, el paralelismo de las dos mesas sirve de enganche para relacionar la liturgia de la palabra, centrada en torno al ambón y la cátedra, desde la que se predica, con la liturgia del banquete eucarístico cuyo centro polarizador es la mesa del altar.

La palabra que se proclama en la celebración es una palabra inspirada. Eso quiere decir que es Dios quien habla a la asamblea reunida y convocada. Es su palabra, llena de luz y de fuerza, la que nos aborda, la que nos cuestiona, la que nos pone el dedo en la llaga, la que nos ilumina y robustece para seguir el camino. Por eso dice el Concilio que Cristo se hace presente en medio de la asamblea cuando es proclamada la palabra: «Está presente (Cristo) en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla» (Sacrosanctum Concilium 7).

Es precisamente en la celebración litúrgica, al estar la comunidad cristiana reunida en asamblea, cuando la palabra adquiere toda su fuerza y toda su eficacia. Es entonces, más que en ningún otro momento, al ser proclamada ante la comunidad, cuando la palabra adquiere su específica condición de palabra de Dios, de palabra inspirada. Por eso precisamente, uno de los criterios que utilizó la Iglesia para determinar los libros bíblicos que forman parte del Canon de libros inspirados, fue precisamente el hecho de que tales libros hubieran sido utilizados y proclamados en las celebraciones de la asamblea cristiana.

Vuelvo a insistir en un aspecto que aquí me parece determinante. En la liturgia de la palabra, los textos bíblicos no son simplemente leídos; la palabra es festejada y celebrada. Por ello hay que poner en juego todos los ingredientes que garantizan su dimensión festiva. Me refiero a los cantos, a los gestos, a las expresiones comunitarias, a los desplazamientos, al clima festivo y a la calidad de todo lo que se dice o hace. Estoy pensando también en la calidad de los objetos utilizados: en el libro desde el que se proclama la palabra, en el ambón, en la música, en la nabera de estar vestido, etc. Cualquier forma de vulgaridad, por más que se la pretenda justificar por motivos de sencillez y cercanía, no deja de ser una merma y un contrapunto al obligado carácter festivo. El secreto estará en buscar formas de calidad que no comprometan la cercanía entrañable y el aliento vital.

Hay que llegar al convencimiento de que en la liturgia de la palabra celebramos que Dios nos habla, que Dios es luz y claridad deslumbrante, que Dios se nos ha hecho cercano y se ha dirigido a nosotros para manifestarnos su voluntad, que Dios ha descorrido el velo del misterio y se nos ha manifestado a través de su palabra, su Logos encarnado, que es Jesús. Todo esto, esta gran teofanía, es lo que nos llena de alegría, lo que nos hace exultar de gozo, lo que provoca nuestra alabanza y nuestra acción de gracias.

Las Escrituras no se leen en la asamblea de forma anárquica o como si se tratara de un servicio «a la carta». Hay que reconocer que se trata de una lectura de la palabra de Dios organizada. Así lo entendió desde los primeros siglos la comunidad cristiana. Por eso ideó los sistemas de lectura que sirvieron de guía para la proclamación de la palabra de Dios tanto en la liturgia de las horas como en la eucaristía y otras celebraciones sacramentales. Así surge ese libro que llamamos leccionario al que me referiré en otro momento.
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