Celebrar que Dios nos perdona y abraza

Los responsables de la pastoral llevan tiempo lamentando la grave crisis que está atravesando la práctica del sacramento del perdón. La gente se confiesa cada vez menos. A raíz del Concilio fue dejándose progresivamente la confesión particular; los fieles iban dejando de acercarse a ese curioso mueble que llamamos confesionario. Normal. Ni el sitio ni la forma de practicar ese sacramento revestía alicientes especiales. Por eso la Iglesia, al reformar la liturgia, introdujo tres formas diferentes de celebrar la reconciliación. Una de esas formas está concebida como una liturgia comunitaria, alegre, festiva, con participación de los fieles, reunidos en asamblea para festejar que Dios nos ama, se acerca a nosotros y nos reúne; él perdona nuestras flaquezas, nos abraza y nos invita a su mesa. Total, una fiesta.

Pero algunos están obsesionados con la palabra “penitencia”. Es una expresión que suena a lúgubre, a mortificaciones y castigos. Es un error. La penitencia es un sacramento de reconciliación, de conversión, de recuperación de la amistad, de acercamiento, de reconocimiento mutuo. En estas condiciones no veo yo motivo alguno para poner trabas a su celebración; por el contrario, lo bueno sería poder celebrar con más frecuencia el sacramento del abrazo reconciliador del Padre. ¡Una fiesta!

Una buena oportunidad para celebrar la reconciliación son los tiempos fuertes; no es necesario reservar esta celebración unicamente para el tiempo de cuaresma; también adviento ofrece una buena oportunidad, y la cincuentena pascual. Hay fiestas importantes durante el tiempo ordinario que podrían brindarnos una buena ocasión para celebrar que Dios conoce nuestra pobreza, que nos ama, nos perdona y nos abraza. Seguramente nos queda un buen trecho en el gozoso camino de la experiencia cristiana; el camino de la oveja perdida, el del hijo pródigo y el de las bienaventuranzas.
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