Epíclesis y consagración

Los temas que estoy abordando en mis últimos escritos relativos a la anáfora o plegaria de acción de gracias, para ser tratados como merecen, requerirían un tratamiento muchos más amplio y riguroso, apoyado en una documentación imprescindible y danto respuesta a los múltiples puntos conflictivos que conllevan. Esto lo comprenden perfectamente mis lectores. También deben comprender que los escritos colgados en mi blog son sólo apuntes, retazos breves de los diferentes temas, indicaciones someras del perfil correspondiente a cada asunto.

Hago esta aclaración introductoria para curarme en salud. Porque, en concreto, el tema de la epíclesis plantea uno de los problemas más agudos debatidos en torno a la eucaristía y compromete, además, las actuales exigencias de un ecumenismo sano y saludable.

Epíclesis. Una palabra griega que significa “invocar sobre”. Las anáforas pertenecientes a la tradición alejandrina poseen dos epíclesis; una breve, antes de las palabras del relato y otra, más larga, después del relato o consagración. El canon romano posee una forma original de epíclesis (Quam oblationem) que precede inmediatamente a las palabras de la consagración. Como apreciará seguramente el lector, estoy usando indistintamente las expresiones “relato” y “consagración”. Después de lo dicho en uno de mis último escritos en el blog sobre el tema, ha quedado claro que las palabras del relato, entendido en una primera época como una evocación narrativa de los gestos y palabras de Jesús en la última cena, son reconocidas posteriormente por la teología y por el magisterio como palabras de consagración. A mi juicio, los dos perfiles son complementarios y no se excluyen mutuamente. Por tanto, pueden designarse indistintamente de un modo u otro.

Las anáforas de la tradición siriaca sólo poseen una epíclesis y aparece colocada después de la consagración. En este sentido, debo decir que estas anáforas representan, en este punto, la más antigua tradición recogida en la anáfora romana de Hipólito y en la caldea de los Apóstoles Addai y Mari, datadas ambas en el siglo III. Evidentemente, invocar al Padre, después de la consagración, para que santifique y consagre los dones de pan y de vino, suscita no pocas dudas y reticencias a la teología occidental. Esa invocación, tal como está concebida, implica una descalificación de las palabras del relato y un cuestionamiento de su carácter consecratorio.

Habría aquí dos puntos importantes a tomar en consideración. La existencia de la epíclesis, como elemento esencial e imprescindible de la anáfora, debe entenderse como una relectura matizada del carácter eficaz, atribuido a las palabras de Jesús en la cena, y como una voz de alerta a fin de no ceder a un cierto automatismo sacramental; las fórmulas de epíclesis, en el corazón de la anáfora, nos advierten de que la presencia del Señor en la eucaristía es un don gratuito del Padre y, en ningún caso, pueden ser fruto de la voluntad caprichosa de un ministro ordenado; un misterio que sólo depende de la libre voluntad y del beneplácito divino, que acoge amorosamente nuestra invocación y actúa, a través de su Espíritu, sobre los dones, santificándolos, consagrándolos y transformándolos.

La segunda observación se refiere al problema planteado por las anáforas siriacas, que colocan la epíclesis después de la consagración. A este propósito la respuesta más común de los teólogos apunta a la necesidad de no situar la consagración de manera escrupulosa en un momento determinado de la anáfora, ni en conexión obligada con unas determinadas palabras. La fuerza de consagración hay que atribuirla al conjunto de la anáfora. Toda la plegaria de acción de gracias debe ser considerada oración sacerdotal y consecratoria.

Aun siendo cierto que el sacerdote celebrante actúa in persona Christi y hace presente al Señor en medio de la asamblea; aun reconociendo también la eficacia consecratoria de las palabras de Jesús (“esto es mi cuerpo” y “este es el cáliz de mi sangre”) pronunciadas por el sacerdote; es cierto igualmente que el sacerdote debe respetar el tono narrativo de esas palabras, evitando cualquier forma de imitación dramatizante; por otra parte, esas palabras, pronunciadas por el sacerdote, sólo tienen fuerza consecratoria en la medida en que forman parte de un conjunto más amplio y complejo, el de la plegaria eucarística o anáfora.
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