Navidad, el beso de Dios al hombre
Los Padres de la iglesia antigua y su liturgia, la Divina Liturgia de los orientales, hablan de los desposorios de Dios con el hombre. Y así definen la fiesta de navidad. Esa es la forma como se ha expresado la tradición cristiana, sin duda alguna la de mayor solera. Por eso aquí podemos hablar de desposorios y también de beso. Ambos términos expresan claramente la hondura espiritual y teológica del misterio que celebramos estos días, rodeándolo de una gran belleza expresiva y de una formidable ternura.
Hay que insistir en la afirmación fundamental: por la encarnación no sólo ha quedado divinizada la humanidad personal de Cristo, sino la humanidad entera. En la humanidad personal de Jesús están representados los hombres de todos los tiempos. Por eso, al asumir la naturaleza humana el Verbo no sólo se ha desposado con esa humanidad suya, personal, unida a él hipostáticamente, sino con toda la comunidad humana. Hay aquí un problema teológico de fondo, importante, y que no voy a tratar en este momento. Lo que ahora quiero subrayar es el hecho de esa sublime comunión de Dios con el hombre que la tradición ha expresado en términos nupciales.
Esta forma de entender el misterio y de expresarlo ha movido a los Padres de la Iglesia a presentar el seno virginal de María como la celda nupcial en la que tienen lugar estos maravillosos desposorios. Dice a este propósito san Gregorio Magno: «Dios Padre ha celebrado las bodas de Dios Hijo al unirlo a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando él quería que este Hijo, Dios antes de todos los siglos, se hiciera hombre en el curso de los tiempos». Y de manera aún más explícita afirma san Agustín: «La celda nupcial del esposo ha sido el seno de una Virgen, porque en este seno virginal la esposa y el esposo, d Verbo y la carne, se han unido».
Sin embargo, aun cuando en el momento de la encarnación haya sido establecido el principio y la raíz de la divinización del hombre, ésta sólo tendrá lugar de manera efectiva cuando el hombre, por la fe y por la participación en los sacramentos, presente una respuesta libre y adecuada a la maravillosa oferta que Dios le hace. De ahí, de la fe y de los sacramentos, surge la Iglesia, verdadera esposa de Cristo, sacramento y primicia de la humanidad salvada.