Navidad, el beso de Dios al hombre

Así lo formulaba el prestigioso teólogo alemán Karl Rahner. En su librito sobre el “Año litúrgico” comenta el sabio jesuita: «Es Navidad. Afirmamos que Dios ha dicho al mundo su última, su más profunda y bella palabra en el Verbo hecho carne, una palabra que ya no se puede retirar […] Y esa palabra dice “te amo, a ti mundo, a ti hombre”. Es una palabra completamente inesperada, inverosímil. […] Esta palabra de amor hecha carne dice que hay una comunión íntima entre el Dios eterno y nosotros; dice más aún: que existe ya esa comunión (aunque podemos resistir y rechazar ese beso de amor). Esta palabra la ha pronunciado Dios en el nacimiento de su Hijo».

Los Padres de la iglesia antigua y su liturgia, la Divina Liturgia de los orientales, hablan de los desposorios de Dios con el hombre. Y así definen la fiesta de navidad. Esa es la forma como se ha expresado la tradición cristiana, sin duda alguna la de mayor solera. Por eso aquí podemos hablar de desposorios y también de beso. Ambos términos expresan claramente la hondura espiritual y teológica del misterio que celebramos estos días, rodeándolo de una gran belleza expresiva y de una formidable ternura.

El misterio que la Iglesia celebra durante la navidad no se agota diciendo que Dios se ha hecho hombre, asumiendo una naturaleza humana y solidarizándose con nuestra suerte. Hay más. En navidad también celebramos la incorporación de todos los hombres a Dios. No sólo la naturaleza humana personal de Jesús de Nazaret; todos los hombres de todos los tiempos han sido unidos y reconciliados para siempre con Dios. Navidad no celebra sólo la aventura humana del Hijo de Dios, sino también la aventura divina del hijo de hombre, de todo hombre.

Hay que insistir en la afirmación fundamental: por la encarnación no sólo ha quedado divinizada la humanidad personal de Cristo, sino la humanidad entera. En la humanidad personal de Jesús están representados los hombres de todos los tiempos. Por eso, al asumir la naturaleza humana el Verbo no sólo se ha desposado con esa humanidad suya, personal, unida a él hipostáticamente, sino con toda la comunidad humana. Hay aquí un problema teológico de fondo, importante, y que no voy a tratar en este momento. Lo que ahora quiero subrayar es el hecho de esa sublime comunión de Dios con el hombre que la tradición ha expresado en términos nupciales.

Esta forma de entender el misterio y de expresarlo ha movido a los Padres de la Iglesia a presentar el seno virginal de María como la celda nupcial en la que tienen lugar estos maravillosos desposorios. Dice a este propósito san Gregorio Magno: «Dios Padre ha celebrado las bodas de Dios Hijo al unirlo a la naturaleza humana en el seno de la Virgen, cuando él quería que este Hijo, Dios antes de todos los siglos, se hiciera hombre en el curso de los tiempos». Y de manera aún más explícita afirma san Agustín: «La celda nupcial del esposo ha sido el seno de una Virgen, porque en este seno virginal la esposa y el esposo, d Verbo y la carne, se han unido».

Por tanto, en el seno de María se han consumado las nupcias entre lo humano y lo divino, constituyéndose de esta forma Cristo en Esposo de la humanidad. Sin embargo, esta comunión nupcial cristaliza de modo eminente en las relaciones que vinculan a Cristo con su Iglesia. La humanidad personal de Jesús, con la que el Verbo celebra sus bodas, no sólo representa a la comunidad humana, sino también, y de manera aún más directa y adecuada, a la Iglesia, que por ello viene a ser el sacramento de la humanidad rescatada y regenerada.

Sin embargo, aun cuando en el momento de la encarnación haya sido establecido el principio y la raíz de la divinización del hombre, ésta sólo tendrá lugar de manera efectiva cuando el hombre, por la fe y por la participación en los sacramentos, presente una respuesta libre y adecuada a la maravillosa oferta que Dios le hace. De ahí, de la fe y de los sacramentos, surge la Iglesia, verdadera esposa de Cristo, sacramento y primicia de la humanidad salvada.

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