Presidir es ser el primero en la caridad

Algo he dicho en mis reflexiones anteriores sobre este tema. La función del presbítero se define por su incorporación al colegio presbiteral, al equipo de colaboradores del obispo, para compartir con él las tareas que conlleva el servicio a la iglesia local. Me he referido al ministerio de la palabra; porque los presbíteros colaboran en el anuncio del mensaje, en la distribución de ese alimento espiritual que es la palabra de Dios, compartido y distribuido en la que el concilio ha llamado la «mensa verbi». Ellos son los responsables de que la palabra de Dios sea proclamada en las asambleas, de desentrañar y desmenuzar cuidadosamente el contenido de las Escrituras, para que el pueblo de Dios pueda penetrar la grandeza del mensaje, y encuentre en la palabra el alimento que le fortifica, le sostiene y le orienta en la vida. Ellos son, ciertamente, los servidores de la palabra.

Hay que hablar también de la atención pastoral a la comunidad. Los presbíteros que están al frente de una comunidad parroquial son los responsables de dirigirla, de animar a los hermanos en el seguimiento de Jesús y en el compromiso evangélico. Ellos son los impulsores de la unidad; los promotores incansables del amor fraterno. A ellos corresponde, por supuesto, despertar en los hermanos una conciencia social abierta y solidaria, un cultivo permanente de la misericordia y de la compasión, sensible siempre a las necesidades de los hermanos. Ellos, los pastores que dirigen a la comunidad, deben ser los primeros en el compromiso, en el testimonio, en la caridad. Presidir a la comunidad es ser los primeros en el amor.

Sólo desde la presidencia en el amor y en el compromiso, los presbíteros han de asumir su ministerio de presidir la eucaristía. Ellos presiden la asamblea celebrante porque son quienes la presiden en la vida y en el servicio de la palabra. No hay que separar esas tareas. Van unidas, inseparables. Un sacerdote no se acerca a una comunidad parroquial, reunida para la misa dominical, como si fuera un funcionario disciplinado que acude a desempeñar un encargo profesional. Lo ideal es que quien preside la eucaristía el día del Señor sea el que comparte la vida de la comunidad a lo largo de toda la semana, el que vive la cercanía de lo cotidiano y familiar, el que comparte alegrías, preocupaciones y tristezas. Desde ahí tiene sentido el servicio, la tarea de servir a la comunidad. No es un privilegio, ni una función honorífica, ni un gesto de poder.

Presidir es servir. Presidir, no desde arriba sino desde la humildad. Presidir en el altar, sí; pero aún más presidir en la santidad y en el amor.El Concilio no se cansa de afirmar que quien preside lo hace «in persona Christi», representando a Cristo. Esa es la grandeza del ministerio de presidir, hacer presente al Señor; asumir los sentimientos y actitudes de Jesús de Nazaret: la misericordia, la compasión, la cercanía, el desvelo por los demás. Sólo quien está dispuesto a entregar la vida, como Jesús, es digno de presidir. Ahí es nada. Una gran vocación, la de los presbíteros; pero también un hermoso ideal y un reto.
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