Unidad de fe y pluralidad de teologías
Uno tiene la impresión de que en este tipo de conflictos, en los que entran en liza los representantes del magisterio y los profesionales de la teología, no aparecen claramente delimitados los límites de ambos campos, el del magisterio y el de la teología. Es como si los obispos, los guardianes de la pureza de la fe, invadieran insolentemente el ámbito de quienes ejercen el quehacer teológico y cortaran las alas a los profesionales de la teología; o los teólogos, abusando de su encomienda, traspasaran el ámbito de la teología para verse implicados en planteamientos que afectan a la pureza de la fe. Está claro que la actividad de los obispos se debe situar en una esfera que no coincide con la de los teólogos. El problema reside en aclarar los campos y delimitarlos, de modo que unos no pisen el terreno de los otros.
Frente a la comunión de fe, custodiada por los detentores del magisterio en la Iglesia, que a todos nos une, que confesamos y celebramos en comunidad eclesial, hay que reconocer la existencia de la reflexión teológica que, desde una comprensión analítica seria de las fuentes, intenta elaborar una interpretación coherente de la experiencia cristiana en el mundo. Para ello, los teólogos se sirven de los instrumentos culturales y filosóficos capaces de vehicular una reflexión adecuada y comprensible para el hombre actual.
A nadie escapa que este proceso de interpretación del hecho cristiano y de las fuentes en que se asienta, es susceptible de articulaciones y enfoques diferentes; por otra parte, el bagaje instrumental y científico utilizado ha de ser seguramente distinto y dotado de garantías distintas. Todo esto da lugar inevitablemente a niveles de reflexión y a modelos de interpretación diferentes. Ahí radica la pluralidad de teologías, elaboradas desde situaciones diversas y con visiones distintas, a veces contrapuestas; en otros casos, complementarias y perfectamente asumibles.
Este problema se agrava cuando el instrumental filosófico utilizado por los teólogos para elaborar su reflexión pertenece a épocas y entornos intelectuales totalmente ajenos a los nuestros; entonces la distancia entre las teologías se hace insuperable. Peor aún si las interpretaciones y formulaciones, con las que se pretende transmitir el contenido de la fe, se presenta revestido de lenguajes impregnados de filosofías o formas culturales vigentes en otro momento, pero totalmente desconocidas en la actualidad.
Yo comprendo que los obispos defiendan con ahínco su misión de custodiar la pureza de la fe. No estoy seguro, sin embargo, de que sus intervenciones no estén entrometiéndose, a veces, en terrenos que pertenecen propiamente a los que ejercen la reflexión teológica. Tengo la impresión de que determinados intentos de interpretación teológica sobre asuntos sumamente vidriosos, arriesgados seguramente, pero amparados en la legítima libertad de investigación que asiste al teólogo, están quedando injustamente desautorizados y deslegitimados desde instancias de la jerarquía y del magisterio. Tendríamos, una vez más, una invasión de competencias o, quizás peor, un abuso de poder.
Porque, al margen de la imperiosa necesidad de cultivar y respetar la comunión de fe, custodiada y transmitida en la Iglesia, el teólogo, que desarrolla a veces su actividad investigadora en zonas arriesgadas, casi en el filo de la navaja, tiene un cierto derecho a equivocarse. Porque la suya no es una función magisterial, en el sentido que aquí estamos dando a la palabra; porque esa función corresponde a los obispos, los maestros en la fe, y no a los teólogos. De ahí también la necesidad de que la pluralidad de interpretaciones teológicas, incluso cuando esas teologías se manifiestan confrontadas, haya que recurrir al diálogo respetuoso y constructivo; nunca a la descalificación y a la sospecha.