Las bodas de Caná

Después de haber celebrado la fiesta del bautismo de Jesús, la liturgia nos ofrece al domingo siguiente la lectura de las bodas de Caná. De este modo se completa la trilogía de los tres episodios que integran el contenido de la epifanía: los magos, el bautismo de Jesús y las bodas de Caná. Estos episodios hay que interpretarlos en el horizonte y desde la perspectiva de la manifestación del Señor, de la gran Teofanía. Ese es el misterio que celebramos: el acercamiento de Dios al hombre, la revelación del proyecto liberador de Dios. En este sentido deberíamos decir que, aun cuando el tiempo natalicio ha concluido ya formalmente con la fiesta del bautismo de Jesús, sin embargo este domingo II del tiempo ordinario debemos encuadrarlo en el horizonte espiritual de la gran manifestación. Este ciclo, en realidad, como atestigua la gran tradición oriental, termina con la Teofanía del día cuarenta, la Ypapanté, como la llaman los orientales. Esta fiesta se celebra el día 2 de febrero, en la Purificación de Nuestra Señora o, mejor aún, como aparece en el nuevo calendario, la fiesta de la Presentación del Señor. No como fiesta mariana sino como fiesta del Señor.

El milagro de Caná es susceptible de múltiples visiones y de variadas consideraciones piadosas. Aquí debemos entenderlo, sin embargo, en el marco de la perspectiva epifánica. Como casi todo el evangelio de Juan, este pasaje contiene numerosos elementos de carácter simbólico que debemos desvelar para penetrar todo su contenido.

Hay una frase que, a mi juicio, puede ser la clave de interpretación del episodio, especialmente desde la perspectiva epifánica en la que estamos situados. Ante la delicada insinuación de la madre [«no tienen vino» (Jn 2,3)], Jesús asegura que aún no ha llegado su «hora». Se refiere a la hora de su glorificación en la cruz, de la plena manifestación de su poder salvador; la hora de entregar a sus discípulos la copa rebosante de su sangre, expresión de la totalidad de su vida entregada y rota para la salvación de todos los hombres. Aún no ha llegado su hora. A pesar de ello, sí que va a brindar ahora a sus discípulos un apunte, una anticipación simbólica, de ese momento. Por eso les va a ofrecer el vino nuevo y generoso de las bodas, anticipación misteriosa de la copa nupcial de la eucaristía y del banquete mesiánico. Los discípulos así lo intuyeron; al menos así lo interpretó Juan desde la perspectiva de su evangelio: «Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él» (Jn 2,11).

«Manifestó su gloria». Esta es la clave de interpretación de todo el pasaje en el contexto que impone la fiesta de epifanía. El milagro de Jesús fue un «signo» expresivo de esa gloria. No por lo que tuvo de gesto milagroso, sino por la fuerza evocadora del vino nupcial, símbolo anticipado de la acción pascual de Jesús, actualizada y presente en el banquete nupcial de la eucaristía, en el que se celebra para siempre el amor total de Cristo a su esposa la Iglesia.

«Y creció la fe de sus discípulos en él». Ellos, los discípulos, encarnan y anticipan la fe de la misma Iglesia. La gloria del Señor, manifestada en Caná, iluminó poderosamente el rostro de sus discípulos. En ese rostro iluminado se vislumbra ya la faz de la Iglesia de todos los tiempos, en cuyos ojos brilla la luz de la fe. Desde aquel momento la Iglesia quedó impactada por la gloria del Señor, y su fe en Cristo Mesías fue creciendo de día en día.

Así lo han entendido también los Padres de la Iglesia. Voy a citar, como testimonio más sobresaliente, unas palabras de Severo de Antioquía: «Es en nombre de la Iglesia, cuando la Madre de Jesús, la Virgen Madre de Dios, estando presente en el banquete de las bodas, al ver que el vino (es decir la palabra de la verdad que había sido ofrecida a la Sinagoga de los judíos) había faltado, porque sus doctores, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, como vulgares taberneros, habían mezclado con el agua de sus propias doctrinas inconsistentes y humanas […], y como quería inducir a Cristo a la misericordia, en nombre de la Iglesia, la Madre de Jesús dijo: no tienen vino, obligándole casi a dar el vino místico de los misterios. Por esto Jesús le respondió: ¿Qué tiene que ver eso con nosotros, mujer? Mi hora no ha llegado todavía. No ha llegado el tiempo de que derrame el vino perfecto y místico, antes de que yo lleve la cruz y derrame mi sangre, y que el Paráclito venga sobre aquellos que están en la tierra».

Es muy importante el simbolismo del «esposo». Al transformar el agua en vino y proporcionar de este modo maravilloso el vino del banquete nupcial, Jesús asumió el papel que correspondía al novio de Caná. En realidad lo que hizo Jesús fue dejar patente su condición de verdadero esposo de la Iglesia y de la humanidad entera, asumida en la encarnación. Los discípulos, agrupados en derredor de Jesús, nos ofrecen en Caná una imagen viva de la Iglesia esposa.

Los Padres de la Iglesia se han manifestado siempre sumamente sensibles al misterio nupcial que une a Cristo con su Iglesia. El vino de las bodas ofrecido por Jesús en Caná simboliza la donación del Espíritu Santo. Las seis tinajas de piedra, reservadas para las purificaciones rituales, eran símbolo de la ley antigua. El mismo número seis evoca una idea de imperfección. Por eso la transformación del agua en vino acabó simbolizando el paso de la imperfección de la ley a la nueva existencia en el Espíritu. La vinculación del vino a la donación del Espíritu aparece con frecuencia en la literatura patrística.

Para terminar debo destacar la presencia de María en este momento. Ella, que estará presente junto a Jesús en la cruz, cuando llegue la hora de su manifestación suprema, lo está ahora ya en esta primera manifestación de su gloria a los discípulos. El Señor quiere que la primera manifestación de su gloria ante quienes con su fe son las primicias de la Iglesia, dependa en cierta medida de su madre».
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