La cincuentena pascual, imagen del reino de los cielos
En el escrito anterior nos servimos de algunos escritos de Tertuliano (África siglo II); hoy quiero utilizar unas palabras de Eusebio de Cesarea (siglos III-IV), vinculado al pensamiento de la escuela de Alejandría. También él asegura que pentecostés (los cincuenta días) es un tiempo para la alegría: «De este modo, terminado felizmente el tránsito [el paso, la pascua], nos recibe otra fiesta aún más larga, que los hebreos llamaban pentecostés, la cual es imagen del reino de los cielos […] Con razón, pues, representando durante los días de pentecostés la imagen del reposo futuro, nos mantenemos alegres y concedemos descanso al cuerpo como si ya estuviésemos gozando de la presencia del Esposo». Estas palabras de Eusebio conectan perfectamente con lo dicho por Tertuliano; y, por otra parte, nos confirman la existencia de una fuerte sintonía entre las diferentes iglesias y de una exquisita continuidad en la transmisión de las tradiciones litúrgicas.
Para expresar de forma aún más contundente el clima gozoso de la cincuentena, Eusebio establece una imagen de contraste entre la cuaresma, interpretada por él como un «ejercicio», y la cincuentena: «A los padecimientos soportados durante la cuaresma sucede justamente la segunda fiesta de siete semanas, que multiplica para nosotros el descanso». O, como dice un poco más arriba, «imagen del deseado descanso de los cielos».
Todo esto nos ayuda a interpretar lo que nosotros llamamos “tiempo pascual” como un gran día de descanso en comunión con el Resucitado, que aquí se presenta como Esposo de la Iglesia. Pero los alejandrinos saben que todo esto, no es, por supuesto, una hermosa expresión romántica evanescente, irreal; pero tampoco es una realidad completa, actual, consumada. Aquí nos movemos en el ámbito de la provisionalidad, de los símbolos cultuales que anticipan místicamente el futuro escatológico. Por eso los alejandrinos usan la palabra «imagen».
En todo caso, para que la imagen sea verdadera y posea una real consistencia, los alejandrinos apelan a una dimensión existencial y ética: «Celebrando la fiesta del tránsito, nos esforzamos por pasar a las cosas de Dios, como un día los hebreos pasaron de Egipto al desierto […] Realicemos con ahínco el tránsito que lleva al cielo, apresurándonos a pasar de las cosas de acá abajo a las cosas celestes y de la vida mortal a la vida inmortal». Orígenes, por su parte, asegura que sólo celebran verdaderamente la pascua «los que con el pensamiento, con toda palabra y con toda acción, están pasando siempre de las cosas de esta vida a Dios y se apresuran hacia la ciudad celestial».
Estas palabras nos confirman en la idea de que sólo celebramos auténticamente la pascua cuando nuestra vida es un continuo «pasar de este mundo al Padre», un continuo «pasar» de una vida en la mediocridad a una vida en plenitud, de una vida en el egoísmo a una vida en el amor, de una vida sometida a la tiranía del dinero a una vida libre y entregada a los demás, de una vida esclava del pecado a una vida en comunión con Dios y los hermanos. Entonces la pascua se convierte para nosotros en una verdadera liberación.
Hay, finalmente, en las reflexiones de los alejandrinos una preocupación constante por considerar estos cincuenta días como un espacio para adentrarse en la oración, en la comunión con Dios, y para la vida en el Espíritu. En este sentido dice Orígenes que el cristiano vive de verdad pentecostés «cuando sube al cenáculo, como los discípulos de Jesús, para entregarse a la plegaria y a la oración y, de este modo, hacerse digno de la fuerza del Espíritu que viene del cielo». Hay que subir al cenáculo, hay que buscar la compañía de los orantes, de los discípulos, hay que adentrarse en la plegaria, en la contemplación, en el intercambio amoroso con el Padre; hay que experimentar en profundidad el encanto seductor de la convivencia divina en el Espíritu. Por ahí podemos entrever una forma de vivir en plenitud los cincuenta días de la alegría pascual.