Para muchos responsables de la pastoral litúrgica el tiempo pascual, al que yo prefiero llamar “cincuentena pascual”, es
un periodo de tiempo que no reviste una especial relevancia. Sus días representan los últimos coletazos de la pascua. Es como si la euforia de la semana santa y la vigilia pascual nos hubieran dejado exhaustos, sin más recursos para seguir la fiesta. Por eso, cuando se trata de identificar lo que llamamos tiempos fuertes, solo aplicamos esa categoría a la cuaresma y al adviento. El tiempo pascual no viene incluido en esa categoría. Este agotamiento, además, se percibe en el escaso interés pastoral con que se abordan las celebraciones litúrgicas de la cincuentena; todo el interés pastoral, sin embargo, se vuelca en las celebraciones de las primeras comuniones que proliferan durante estos días. Lo cual contribuye inexorablemente a desviar la atención pastoral hacia otros polos de interés que no coinciden precisamente con el enfoque litúrgico y espiritual de la cincuentena.
Estos hechos no dejan de asombrarme.
Porque si hay un espacio de tiempo importante a lo largo del año este es el de la cincuentena. Este es seguramente el de mayor solera, el de mayor arraigo, el más antiguo. Aparece ya mencionado en los escritos del teólogo Tertuliano, africano montanista del siglo II. Lo llama laetissimum spatium; un espacio de tiempo cargado de alegría, porque el Señor ha resucitado y se ha reunido con los suyos; el esposo, que había sido arrebatado por la muerte, la ha vencido y ha venido al encuentro de su esposa, la Iglesia, sumida en la tristeza, y se ha fundido con ella en un abrazo nupcial. La cincuentena, como dicen los Padres de la Iglesia, es un tiempo de convivencia y de intimidad con el Padre, un tiempo en el que la comunidad experimenta el gozo profundo de su presencia.
La cincuentena es como un gran día de fiesta, un gran domingo ininterrumpido y feliz. Comienza en la noche de pascua y termina el día cincuenta, cuando la Iglesia celebra la efusión del Espíritu. La cincuentena no fracciona el triunfo del Señor en una serie de fiestas sucesivas. La cincuentena es unitaria, y en ese marco unitario celebra la glorificación de Cristo y su vuelta gloriosa al Padre. Ahora bien, lo característico de estos días es el gozo profundo por la presencia del Señor. Este gozo festivo lo manifiesta la comunidad eliminando el ayuno y los signos de tristeza, se canta el aleluya y muchas oraciones se hacen de pie. Es tan fuerte este perfil de la cincuentena que muchos de estos rasgos han perdurado hasta nuestros días. Los responsables de la pastoral en las iglesias deberían tomar buena nota de estos rasgos y tomarlos en consideración al organizar las celebraciones litúrgicas de este tiempo, sobre todo la liturgia dominical.
Muy importante también, es la invitación constante de los padres y escritores alejandrinos
a interiorizar nuestras vivencias durante este tiempo; a retirarnos a nuestro cenáculo personal, a nuestra alcoba interior para comunicarnos con el Padre, para saborear su presencia, para gustar su cercanía. Porque la cincuentena es un adelanto del reino de los cielos, porque las promesas mesiánicas se hacen presentes durante estos días.
No lo pongamos en duda. La cincuentena, el tiempo pascual, es un tiempo fuerte, quizás el más fuerte del año litúrgico. Y como tal debemos celebrarlo y vivirlo.