Ante la fiesta del Corpus con reservas

La piedad popular ha rodeado la fiesta del Corpus de un brillo especial, de un fervor popular desbordante que ha logrado calar hasta las mismas entrañas de la tradición católica española. Siempre recuerdo aquello de «tres jueves hay en el año que relumbran más que el sol». Uno de los tres es la fiesta del Corpus.

Este halo de grandeza incuestionable y de colorido que rodea a la fiesta me resulta incómodo y merma la soltura con que yo quisiera contemplarla críticamente. Por otra parte, también me merece un gran respeto la autoría de los textos de oración debidos a la pluma del santo dominico fray Tomás de Aquino. La calidad de los mismos salta a la vista. Observo que el santo, al referirse a la fiesta, en la oración colecta de la misa no sólo habla del «corpus», sino de los «misterios de su cuerpo y de su sangre». Es un matiz que en ningún caso podría escapar al olfato teológico del santo dominico.

Para definir adecuadamente el perfil de esta fiesta hay que conocer el entorno religioso que rodea su institución. Fue instituida primero en Lieja (Bélgica) y después, en 1264, para toda la Iglesia, por el papa Urbano IV. Pero sus raíces se remontan a épocas anteriores, a los siglos XI y XII, en que los teólogos debaten con verdadera virulencia el tema de la presencia real de Cristo en la eucaristía (Berengario). Ante las explicaciones sesgadas de algunos teólogos cuestionando la presencia real, se desata en toda la cristiandad un fuerte movimiento popular reivindicando el posicionamiento tradicional de la Iglesia. A raíz de los enfrentamientos teológicos, se desarrolla una forma de piedad eucarística popular volcada en la adoración de las especies consagradas, sobre todo de la hostia.

Se inicia entonces, ya en el siglo XIII, la costumbre de elevar la hostia en el momento de la consagración y de hacer sonar las campanas de la torre en ese momento; se traslada la reserva eucarística de la sacristía al recinto de la iglesia, se instituye la lamparilla del sagrario, se promueven prácticas de piedad como las cuarenta horas, las visitas al santísimo y posteriormente, ya casi en nuestro tiempo, la adoración nocturna. En este entorno religioso hay que situar el nacimiento de la fiesta del Corpus.

Es sorprendente que en esta época, cuando los fieles casi no participan en la recepción de la eucaristía y cuando el Concilio IV de Letrán manda que comulguen al menos una vez al año, entonces precisamente toma cuerpo un poderoso movimiento promoviendo la piedad eucarística. Una forma de piedad, eso sí, volcada en la adoración del santísimo. No en la participación en el banquete eucarístico, compartiendo los dones consagrados del pan y del vino; no respondiendo al mandato del Señor «tomad y comed» o «tomad y bebed» de los relatos de la última cena, o al «cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1Cor 11, 26). Han sido invertidos lo valores. La eucaristía ha perdido fuerza como objeto de banquete para convertirse de forma casi exclusiva en objeto de adoración.

Además el interés ha venido polarizándose de forma prioritaria en el pan consagrado. De hecho, la elevación de la hostia precedió cronológicamente a la elevación del cáliz, que fue instituida posteriormente y, diríamos, casi por simetría. La adoración solemne, la bendición y las procesiones están centradas exclusivamente en la hostia consagrada. Las famosas custodias están pensadas para ofrecer sólo la hostia a la adoración de los fieles. Para terminar de completar estas sospechas la antigua fiesta del Corpus se enunciaba así en el viejo misal: «In festo sanctissimi Corporis Christi». En cambio, los artífices del nuevo misal, conscientes de la injustificable omisión, definen así la fiesta: «Sollemnitas Sanctissimi Corporis et Sanguinis Christi». La modificación no es banal; está, más bien, cargada de intención y de sentido.

La polarización casi exclusiva de esta forma de piedad eucarística en el pan consagrado, en la hostia, omitiendo sistemáticamente la referencia al cáliz, revela una visión sumamente deformada y parcial del sacramento instituido por el Señor y un olvido de difícil justificación de la eucaristía como banquete, en el que se come y se bebe, en el que se comparten el pan y el vino, por el que entramos en comunión con la totalidad de la vida de Cristo, significada en su cuerpo y en su sangre.

Esa es la visión del «O sacrum convivium», el sagrado banquete, antífona compuesta por Tomás de Aquino. La adoración de las especies sacramentales, costumbre perfectamente asumible y digna del máximo respeto, nunca debiera desvincularse de su referencia al banquete eucarístico. Porque el Señor, presente en los dones consagrados del pan y del vino, es digno de adoración y veneración; pero, por encima de todo, hay que verlo integrado en el símbolo sacramental del banquete para ser comido y bebido.

Por ahí van mis reservas ante la solemnidad del Corpus. La nueva liturgia ha intentado reorientar la fiesta; pero me temo que todo ha quedado en un parche. Porque la fiesta del Corpus está condicionada por su mismo origen. Porque la interpretación de esta fiesta no puede desgajarse, desentenderse, del entorno teológico y espiritual en que nació; porque el contenido de esta fiesta está marcado, desde su nacimiento, por el contexto polémico que dio lugar a su institución.

Ojalá tengan los pastores y responsables de la celebración la habilidad suficiente para poder enfocar y celebrar esta fiesta sin herir la sensibilidad de la gente y, al mismo tiempo, sin traicionar las lineas fundamentales de la pastoral y de la teología renovada de nuestro tiempo.
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