Cuándo una función religiosa es una celebración.

a. El acontecimiento. En todos los casos se parte siempre de la existencia de un hecho importante, generalmente pasado, en torno al cual se instituye la celebración. El ámbito de interés de este acontecimiento es diverso. Puede afectar sólo a una familia, o a una región, o a todo un pueblo, o a un clan tribal, o a toda la humanidad, como ocurre en el cristianismo. De la importancia y magnitud del acontecimiento dependerá, obviamente, la amplitud de la asamblea convocada para celebrar y la envergadura misma de la celebración. El acontecimiento, que está en el origen de la celebración, puede tener carácter profano, como el nacimiento de un hijo, o la firma de la Constitución de un país. Hay, sin embargo, otro tipo de acontecimientos de talante religioso o sagrado. Por supuesto, los grandes arquetipos míticos que están en el origen de las comunidades tribales y que recogen las grandes gestas operadas por los héroes fundadores de la tribu, tienen carácter sagrado e implican a toda la tribu. Finalmente, refiriéndonos al cristianismo hay que decir que el acontecimiento que da lugar a toda celebración cristiana y está en la base de la misma es el acontecimiento pascual de Cristo. Pero éste no es un mito. Se trata, por el contrario, de un evento que se sitúa en la historia y que afecta, de un modo u otro, a toda la comunidad humana. De ahí su carácter universal.
b. La convocatoria. Para poder dar paso a cualquier tipo de celebración es preciso que, de antemano, medie una especie de convocatoria, más o menos expresa, más o menos solemne, con mayor o menor amplitud. Esta convocatoria tiene como objeto cursar una invitación al colectivo interesado para que se reúna y participe en la celebración. La amplitud de la convocatoria, como es natural, depende de la amplitud y dimensiones del colectivo al que va dirigido. Tratándose del cristianismo esta convocatoria, que coincide plenamente con el anuncio misionero, está abierta a todos los hombres. Todos estamos llamados a confesar nuestra fe en Jesús, a reconocerle como Señor, a adherirnos a la comunidad de los creyentes y a reunirnos en asamblea para confesar el señorío de Jesús y celebrar el misterio de su muerte y resurrección.
c. La asamblea. Los que han sido convocados y han secundado positivamente la llamada se reúnen en asamblea. Las proporciones de ésta son diversas según se trate de celebraciones familiares o de otro tipo. La asamblea familiar está dotada de unos ingredientes muy particulares en razón del entorno doméstico en el que se desarrolla la celebración; en razón, también, de los vínculos que unen a los participantes; y en razón, finalmente, del clima cálido y entrañable que se respira en este tipo de eventos. La asamblea cristiana no es otra cosa que la comunidad del pueblo de Dios reunido en iglesia para celebrar los misterios. En todo caso, me parece muy oportuno señalar aquí que nunca nos será posible hablar de celebración sin hablar previamente de la existencia de una comunidad reunida en asamblea. Sin asamblea no hay celebración.
d. Los ingredientes celebrativos. Aunque sea muy de pasada, algo hay que decir aquí sobre el particular. Me refiero al comportamiento de la comunidad una vez que se ha reunido en asamblea. Se trata, ni más ni menos, que del embrión y de la quintaesencia de lo que llamamos celebración en el sentido más estricto. Los comportamientos son diferentes según el tipo de cultura y la sensibilidad de la comunidad celebrante. Siempre nos movemos, en todo caso, en un nivel de expresión simbólica que remite al acontecimiento que ha generado la celebración.
Hay un elemento importante que se repite siempre, sea cual sea la forma y el talante de la celebración. Me estoy refiriendo al discurso inaugural de los actos celebrativos. En él se expresan los motivos que han dado lugar a la celebración, se evoca el acontecimiento que está en la base de la misma, se resalta su importancia y se invita a la asamblea a hacer memoria del mismo. En las celebraciones arcaicas, como ya vimos, se hace una proclamación solemne del mito o de los mitos cuyas grandes gestas van a ser objeto de imitación y de reproducción simbólica mediante el ritual celebrativo. En el entorno cristiano el papel o la función de este discurso inaugural está perfectamente asegurado por la proclamación de la palabra de Dios la cual, siempre, de forma más menos directa o explícita, hace referencia al acontecimiento pascual. Él es el que motiva la celebración cristiana la cual, a su vez, no es sino la imitación ritual del mismo, su conmemoración y su actualización.
Además del discurso o palabra, hay que señalar igualmente la existencia de una rica gama de actitudes, gestos y comportamientos que integran la celebración: gestos de veneración y de respeto, como la postración penitente, la inclinación del cuerpo o de la cabeza; los baños lustrales de purificación o de regeneración, las imposiciones de manos, las unciones, la danza, los banquetes sagrados, las libaciones, etc. Junto a esta serie de actitudes o comportamientos hay que señalar, por una parte, los cantos y el uso de toda clase de instrumentos: el órgano, el violín, las guitarras, los tambores y otros instrumentos; el repique o volteo de campanas, etc. Por otra parte hay que hacer una referencia a toda una serie de objetos utilizados en la celebración y cuya gama es interminable, Me refiero a objetos, como el pan, el vino, el agua, las flores, los manteles, el aceite, el incienso, la ceniza, los ramos de olivo, las palmas, la cera de los cirios, el fuego, los vasos sagrados, el arca del tabernáculo para guardar la reserva de la eucaristía, etc.
Este es el núcleo de la celebración. Cada colectivo utiliza y pone en juego todo este material simbólico o ritual según su sensibilidad y de acuerdo con su idiosincrasia. Las formas culturales, naturalmente, también constituyen un condicionamiento decisivo en el uso de unas u otras formas de expresión. Porque, en última instancia, toda esta gama de gestos y actitudes, interpretados por el discurso verbal y la palabra, hay que entenderla en clave de símbolo y con referencia al acontecimiento fundante del que quieren ser reproducción ritual, proclamación evocadora, memoria y forma simbólica de presencia.
e. Repetición incesante y periódica. Es otra faceta fuertemente atestiguada por los diversos testimonios de celebración que hemos analizado, sobre todo desde la Historia de las Religiones. La repetición periódica del ritual, año tras año, permite al colectivo celebrante incorporarse progresivamente al misterio salvador que celebra; o, en otros casos, garantiza la reproducción cada vez más intensa de los gestos y de las hazañas ejecutadas en el tiempo mítico por vez primera por los héroes fundadores de la tribu. De este modo la comunidad que ejecuta el ritual se ve inmersa en un proceso de retorno a sus orígenes, de contacto con sus propias raíces y de profunda regeneración y purificación.
f. La reproducción simbólica del acontecimiento. Quizás sea éste uno de los aspectos más relevantes de la celebración, sobre todo en el ámbito de la experiencia religiosa. Todos los elementos que integran el acto celebrativo se desenvuelven en la esfera de lo ritual y simbólico. Son formas de expresión que, a través del lenguaje simbólico, reproducen y actualizan gestos y acciones trascendentes que, de suyo, escapan a la captación y al contacto directo del hombre. Por eso decimos que la celebración conmemora el acto salvador, lo imita, lo reproduce y lo hace presente de modo que la comunidad celebrante se ve transportada al contacto real con el misterio que la trasciende y la regenera.
g. Segregación y distanciamiento de lo cotidiano. Tocamos aquí un aspecto muy vinculado al concepto mismo de lo sagrado. La idea de separación y segregación es apuntada comúnmente como un componente de lo sagrado. La celebración nos sitúa en un espacio aparte; en un nivel ajeno a lo cotidiano, que nos aleja del quehacer y de los hábitos de cada día. En ese sentido hemos hablado de gestos y comportamientos especiales, festivos, que escapan a la monotonía de lo ordinario y a la moderación de lo convencional. Esta exigencia de separación afecta, no solo a los gestos y comportamientos, sino también a los condicionantes de tiempo y espacio, al lenguaje, a las personas y a las cosas.