La liturgia expresa la fe de la Iglesia

Lo conocemos de sobra. Es un dicho atribuido a Próspero de Aquitania (primera mitad del siglo V): lex orandi lex credendi. Aunque, para entender correctamente el adagio, hay que recurrir a la frase completa: «de suerte que la ley de la oración establezca la ley de la fe» [ita ut legem credendi lex statuat supplicandi]. Ese es el texto. El sentido de la frase nos obliga a pensar que no es precisamente la fe, en su formulación formal y en su contenido, la que determina nuestra forma de orar; al revés, es nuestro modo de orar, el contenido de nuestra oración, lo que hacemos y decimos en nuestra liturgia, lo que proclamamos de Dios en nuestras plegarias y oraciones, todo eso determina lo que debemos creer. De ese modo la liturgia se convierte en una norma fidei. Por eso he comenzado diciendo que la liturgia, la celebración litúrgica, expresa la fe de la Iglesia, lo que la Iglesia es, cree y confiesa.

Ahora voy a dar un salto en mi reflexión. Siendo este el planteamiento de base, me surgen serios interrogantes cuando asisto a celebraciones en las que los protagonistas, los que moderan y dirigen la liturgia, hacen alarde de creatividad a ultranza, se inventan las oraciones e incorporan elementos simbólicos o rituales de su propia cosecha. Cuando preguntas a los responsables por las motivaciones de fondo que avalan y justifican esos comportamientos, sus explicaciones apenas si revisten entidad específica alguna: nos gusta así, nos dice más, entendemos todo mejor, nos sentimos más a gusto, etc.

No voy a tomar en consideración el recurso a métodos pedagógicos dirigidos a promover la participación activa de los asistentes, el uso de símbolos con carácter didáctico, los juegos mimetizando escenas del evangelio, la incorporación de lecturas dialogadas sustituyendo a las lecturas bíblicas, etc. Todo ello merecería una reflexión específica aparte. Quiero, en cambio, prestar atención al contenido de las plegarias.

Normalmente las oraciones se dirigen a Dios. Invocamos su nombre y proclamamos lo que pensamos de él. Toda oración es una confesión de nuestra fe en Dios, una proclamación de lo que Dios representa para nosotros. Sobre todo, le reconocemos como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Él nos lo ha enviado y nos ha salvado por su Hijo. En él hemos sido constituidos hijos adoptivos suyos.

De un modo especial, es en la plegaria de acción de gracias, en la anáfora, donde expresamos nuestra fe. Por eso, la anáfora, además de acción de gracias y alabanza, es proclamación de nuestra fe [praedicatio fidei], confesión doxológica y agradecida de nuestra fe, anamnesis y memorial de los acontecimientos pascuales y celebración de los mismos. La plegaria eucarística es el elemento central de la eucaristía, su elemento más preciado y venerable. Todas las Iglesias de oriente y occidente han conservado con especial esmero y con respeto estas plegarias; ellas constituyen lo más importante de su tesoro, de su herencia sagrada. Roma ha conservado hasta hoy el Canon de la misa; lo ha conservado intacto, en su pureza original; redactado seguramente en el siglo IV, constituye la joya más preciada del patrimonio litúrgico romano.

La Iglesia, toda la Iglesia, la de oriente y occidente, conserva todo este patrimonio oracional, eucológico -dicho con palabras finas-, como un verdadero tesoro. Este tesoro recoge, plasmado en textos de oración y de alabanza, la forma más sublime de expresar la fe. No es producto de una sola mano, de una sola mente inspirada; el patrimonio litúrgico expresa el modo cómo la Iglesia, las Iglesias, a lo largo de los siglos, han sentido y han vivido la fe, su fidelidad a Jesucristo, su fidelidad al evangelio.

A la luz de estas consideraciones uno se pregunta cómo pueden ahora nuestros responsables y pastores, hacer caso omiso del valor imponderable de los textos de oración que hemos heredado, que pertenecen al patrimonio secular de nuestras Iglesias y que garantizan la legítima expresión de nuestra fe. Como pueden atreverse -sigo preguntándome- a sustituir esos textos venerables por otros de propia cosecha, confeccionados seguramente con un alto celo pastoral, pero también con extrema osadía. Cómo podrá asegurarse que esas plegarias, fruto de una creatividad a ultranza, son expresión de la fe de la Iglesia, de toda la Iglesia; con qué aval y con qué garantía cuentan; con qué respaldo comunitario y eclesial se sostienen; qué proceso de maduración, de sedimentación y de asentamiento han experimentado estos textos de oración hasta cuajar en verdaderas formas consolidadas para expresar la fe de toda la Iglesia. Son preguntas que esperan una respuesta.

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