Los mártires, santos y testigos
Por eso el santo por excelencia es el mártir, el que es capaz de amar hasta la muerte. El que es capaz de dar testimonio de Jesús hasta la entrega de su vida, hasta el derramamiento de la última gota de su sangre. Es natural, por tanto, que el culto a los santos en la Iglesia comenzara con el culto a los mártires. Ellos son los que, de manera eminente y dramática, han vivido hasta el extremo su identificación con el Cristo de la pascua, con el Cristo que muere y resucita. Más aún: el culto a los demás santos —los apóstoles, los confesores, las vírgenes, las santas mujeres— ha surgido en la Iglesia con referencia y como extensión del culto a los mártires. En última instancia, en todo santo verdadero —y lo son todos los que así son reconocidos por la Iglesia— hay un alma de mártir. Habrá podido consumarse o no el martirio en ellos. De lo que no hay duda es de que su amor y entrega a Cristo ha sido lo suficientemente grande como para llevarles a la muerte si hubiera sido necesario. En el Misal de Bobbio se dice respecto a san Martín de Tours: «He aquí un hombre de Dios que puede ser añadido a los apóstoles y contado entre los mártires. Confesor en este mundo, él es ciertamente mártir en el cielo, porque sabemos que Martín no ha fallado al martirio, sino que ha sido precisamente el martirio el que ha fallado a Martín».
Ahora bien: esa identificación con Cristo, el santo de los santos, se realiza a través del misterio eucarístico. La eucaristía es, en efecto, la fuente de toda santidad. Más todavía: el mártir encuentra en la mesa eucarística el impulso vigoroso que le empuja a la donación de su vida por Cristo. No sólo eso. En esa donación que el mártir hace de su vida, la eucaristía encuentra su máximo desarrollo y plenitud. La donación sacrificial de Cristo se consuma en la pasión del mártir.
Esto nos hace comprender por qué la Iglesia celebró desde el principio la memoria de los mártires en el marco del banquete eucarístico. La memoria martyrum no podía celebrarse separada del «memorial del Señor» en la eucaristía. Porque el natale del mártir sólo se entiende como un aspecto del misterio pascual. Por eso la eucaristía se convierte en seguida en el punto de encuentro en el que convergen unitariamente la pasión del mártir y la pasión del Señor, la memoria martyris y la memoria de la pascua.
Como he dicho en otro post, el misterio cristiano es único: el de Cristo y el de sus miembros. Es el misterio del Cristo total. Por eso no es posible celebrar la pasión de Cristo sin celebrar, al mismo tiempo, la pasión de sus miembros. Y al revés. Porque la pasión de los mártires sólo tiene sentido vinculada y en comunión con la de Cristo. Celebrar la pascua de Cristo, como paso de este mundo al Padre, es celebrar el transitus sacer de los mártires. En ellos, la pascua del Señor se prolonga, se desarrolla y culmina. De alguna forma es la pascua de toda la Iglesia, vinculada a la de Cristo y expresada en el gesto de los mártires, la que se hace presente en el memorial eucarístico.
Pero al concepto de mártir hay que darle un sentido amplio. Hay que referirse no sólo a los que están incluidos en las listas del martirologio o del calendario, sino también a tantos mártires anónimos, cristianos de a pie, sinceros y leales, que van desgastando su vida, minuto a minuto, en quehaceres sin lustre, identificados con Cristo y compartiendo con él ese gesto insólito de dar la vida por los otros. También la entrega que estos mártires anónimos van haciendo día a día de su vida está integrada en el gesto sacrificial de Cristo; también estos mártires anónimos prolongan, desarrollan y completan la pascua del Señor, su pascua; también la memoria de estos mártires «no oficiales» hay que celebrarla unida a la memoria del Señor, muerto y resucitado, en la eucaristía.