Lo neurálgico de la semana santa

La semana santa ha llegado hasta nosotros como un conglomerado, ingente y complejo, de ritos, procesiones, tradiciones religiosas populares, actos piadosos como el vía crucis, el sermón de las siete palabras, los ramos, la visita a los monumentos del jueves santo y toda una serie de usos y costumbres tradicionales que se remontan a tiempo inmemorial. Los curas y responsables de la pastoral sudan tinta, sobre todo después de la reforma litúrgica, para poder compaginar adecuadamente los actos litúrgicos, programados en las iglesias, con los actos religiosos y procesiones tradicionales organizados por las cofradías. No siempre es fácil. Hay que facilitar un cauce adecuado a las tradiciones populares, sin que ello merme el interés por las celebraciones litúrgicas.

Pero yo voy a fijarme aquí en el conjunto de celebraciones litúrgicas que dan cuerpo y consistencia a la semana santa. Un conjunto harto complejo y enmarañado. Porque las celebraciones de estos días rompen el protocolo habitual y ofrecen un perfil muy diferente, complicado. De entrada debo decir que este conjunto no se ha construido de la noche a la mañana. Es el resultado de un largo proceso. A lo largo de los siglos la Iglesia ha ido incorporando rituales nuevos, usos y comportamientos litúrgicos nuevos, importándolos casi siempre de otras iglesias y tradiciones litúrgicas. Así han ocurrido las cosas, oteando el proceso histórico a vista de pájaro.

Vamos a comenzar con los días santos. El domingo de ramos es el más festivo, quizás el más folclórico; por aquello del borriquillo, de los ramos y de las palmas. Si a ello añadimos la procesión, el colorido popular adquiere un nivel especial. El jueves santo acapara hoy, sin duda, el mayor interés y el mayor nivel de asistencia. El lavatorio de los pies y la visita a los monumentos contribuyen a dar mayor lustre a este día. La celebración del viernes santo queda ensombrecida, casi eclipsada, por el reclamo de las procesiones. La gente vive estos actos religiosos con una intensa emoción espiritual. La liturgia de la vigilia pascual, a última hora del sábado, queda reservada, a mi juicio, a grupos de élite, bien motivados y sensibilizados. Son grupos minoritarios. La noche de pascua, que debiera ser el momento culminante de toda la semana, en el que debiera concentrarse todo el interés y toda la emoción de la comunidad cristiana, pierde fuelle y se encuentra con una comunidad de fieles desmotivada y exhausta.

Todo esto me hace pensar que, en un momento en que la Iglesia recapacita sobre su futuro y reflexiona sobre la vigencia de sus viejas estructuras frente a las inexorables exigencias de la sociedad posmoderna, en este momento –digo- debiéramos detectar con clarividencia las líneas de fuerza, las genuinas y originales, que dan sentido a estos días de preparación a la pascua y garantizan su peculiar identidad. Quizás debiéramos recuperar hoy las líneas esenciales, limpias y puras, que las primitivas generaciones cristianas de los tres primeros siglos observaron para prepararse a la noche santa de pascua.

A todo ello voy a referirme ahora. Siguiendo el rastro a los primeros documentos que nos informan sobre el comportamiento de la comunidad cristiana durante esos días, es posible diseñar estos trazos. Ante todo debo decir que mis informes se remontan a los siglos segundo y tercero, cuando el comportamiento de las comunidades aparece en toda su pureza original, libre de adherencias y de abultamientos artificiales. Durante estos días que preceden a la noche santa de pascua la comunidad cristiana no se reúne para celebración litúrgica alguna. Eso sí, esos días están marcados por un ayuno intenso, desde el lunes hasta la noche de pascua. Es un ayuno progresivo, in crescendo, que se hace más riguroso y exigente en los dos últimos días. El banquete eucarístico de la noche de pascua marcará la ruptura del ayuno y el comienzo de la fiesta. Yo diría que éste no es un ayuno penitencial, sino de espera impaciente.

La celebración de la vigilia transcurre en un clima de oración y de tensa espera. Es una espera prologada, larga; los fieles escuchan la palabra de Dios, meditan, oran y cantan. Todo culmina en la eucaristía, al amanecer. Es entonces cuando la comunidad siente que el Señor vive, que ha resucitado, que ha vencido a la muerte. Es entonces también cuando los que creen en Jesús y le celebran viven con intensidad el encuentro sacramental cn el resucitado. En ese momento se rompe el ayuno y comienza la fiesta. Una fiesta que se prolongará en un ágape fraterno hasta la mañanada.

Tengo la certeza de que el desarrollo extraordinario que han experimentado las celebraciones de la semana santa ha supuesto, en sus líneas generales, un gran enriquecimiento. Pero quizás ha llegado el momento de coger las tijeras de la poda. Las sucesivas adherencias han creado una tela tan enmarañada que apenas nos dejan ver el bosque. Hay que descubrirlo. Hay que descubrir las líneas fundamentales de la semana santa, las originales, las que la definen en toda su pureza y grandiosidad. Quizás tengamos que depurar el terreno, buscar formas más simples, más puras, más lineales, menos complicadas. Quizás tengamos que inspirarnos en el esquema original, observado en las primeras comunidades cristianas. Quizás tengamos que renunciar a tanto folclore, a tanto espectáculo pseudoreligioso, a tanto bullicio, a tanto recurso sucedáneo, para volver a lo genuino, a lo neurálgico, a lo original.

Volver arriba