“El que me ha visto a mi, ha visto al Padre”
Quinto Domingo de Pascua – Ciclo A (Juan 14, 1-12) 14 de mayo de 2017
Cada vez que nace un niño o una niña, la gente va a visitar a los nuevos padres, que se alegran de una vida nueva que llega al mundo. El comentario que no puede faltar nunca en este tipo de visitas es: “Igualito al papá”... “Tiene la misma nariz de la mamá”... “Cómo se parece al abuelo”... “sacó los mismos cachetes de la abuela”... Las mujeres son más capaces de encontrar estas similitudes que, muchas veces, a los hombres nos parecen exageraciones propias de la sensiblería. No voy a entrar a dirimir quién tiene la razón, pero sí creo que es “normal” que los hijos y las hijas se parezcan a su papá y a su mamá... Eso es lo menos que se puede esperar...
Van pasando los años y, efectivamente, los rasgos físicos, la barriga, las canas, la calvicie, la forma del rostro, la estructura corporal, absolutamente todo se va revelando más claramente parecido. “De tal palo, tal astilla”, solemos decir coloquialmente. Y, ¡oh sorpresa!, no sólo terminamos pareciéndonos en los rasgos físicos, sino que, muchas veces, es sorprendente reconocer similitudes en los movimientos mismos: cómo menea la cabeza, cómo camina, cómo mueve las manos, cómo se sonríe... Y, aún más, no es raro que el hijo o la hija se parezca, o llegue a ser una versión mejorada (o empeorada) de lo que es su padre o su madre en su carácter, en su humor, en su personalidad...
Algo parecido pasa entre Jesús y su Padre Dios: “Solamente por mí se puede llegar al Padre. Si ustedes me conocen a mí, también conocerán a mi Padre; y ya lo conocen desde ahora, pues lo han estado viendo”. (...) “El que me ve a mí, ha visto al Padre” (...) “El Padre, que vive en mí, es el que hace sus propias obras. Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no, crean al menos por las obras mismas”. Jesús hace lo que ve hacer al Padre y nos revela al Padre con toda su vida. Por eso, cuando Felipe le pide que les deje ver al Padre,, Jesús le responde: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces?”
Así como Jesús fue un reflejo claro del Padre para los suyos, nosotros estamos invitados a ser también un reflejo de Dios para este mundo. El testimonio de vida es el mejor canal de evangelización. No se trata tanto de hacer cosas para dar ejemplo, ni de repetir gestos que nos parecen simpáticos, ni de copiar actitudes que nos parecen loables. Es algo que debe ir surgiendo por connaturalidad con el origen de la vida que es Dios. Valdría la pena preguntarnos hoy: ¿Cuánto nos parecemos nosotros a nuestro Padre Dios? ¿Podemos decir, como Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”? Porque, como bien dice Jesús, “Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago; y hará otras todavía más grandes”.
Dios permita que nuestra vida sea, como la de Jesús, un reflejo de la vida de Dios para los que nos rodean. Que aquellos que viven junto a nosotros y conocen nuestra forma de amar, vivir, trabajar y actuar, puedan decir de nosotros lo que dicen los que visitan al niño recién nacido: “Es igualito a su papá”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Profesor Asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
Si quieres recibir semanalmente estos “Encuentros con la Palabra”,
puedes escribir a herosj@hotmail.com pidiendo que te incluyan en este grupo.
Cada vez que nace un niño o una niña, la gente va a visitar a los nuevos padres, que se alegran de una vida nueva que llega al mundo. El comentario que no puede faltar nunca en este tipo de visitas es: “Igualito al papá”... “Tiene la misma nariz de la mamá”... “Cómo se parece al abuelo”... “sacó los mismos cachetes de la abuela”... Las mujeres son más capaces de encontrar estas similitudes que, muchas veces, a los hombres nos parecen exageraciones propias de la sensiblería. No voy a entrar a dirimir quién tiene la razón, pero sí creo que es “normal” que los hijos y las hijas se parezcan a su papá y a su mamá... Eso es lo menos que se puede esperar...
Van pasando los años y, efectivamente, los rasgos físicos, la barriga, las canas, la calvicie, la forma del rostro, la estructura corporal, absolutamente todo se va revelando más claramente parecido. “De tal palo, tal astilla”, solemos decir coloquialmente. Y, ¡oh sorpresa!, no sólo terminamos pareciéndonos en los rasgos físicos, sino que, muchas veces, es sorprendente reconocer similitudes en los movimientos mismos: cómo menea la cabeza, cómo camina, cómo mueve las manos, cómo se sonríe... Y, aún más, no es raro que el hijo o la hija se parezca, o llegue a ser una versión mejorada (o empeorada) de lo que es su padre o su madre en su carácter, en su humor, en su personalidad...
Algo parecido pasa entre Jesús y su Padre Dios: “Solamente por mí se puede llegar al Padre. Si ustedes me conocen a mí, también conocerán a mi Padre; y ya lo conocen desde ahora, pues lo han estado viendo”. (...) “El que me ve a mí, ha visto al Padre” (...) “El Padre, que vive en mí, es el que hace sus propias obras. Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no, crean al menos por las obras mismas”. Jesús hace lo que ve hacer al Padre y nos revela al Padre con toda su vida. Por eso, cuando Felipe le pide que les deje ver al Padre,, Jesús le responde: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces?”
Así como Jesús fue un reflejo claro del Padre para los suyos, nosotros estamos invitados a ser también un reflejo de Dios para este mundo. El testimonio de vida es el mejor canal de evangelización. No se trata tanto de hacer cosas para dar ejemplo, ni de repetir gestos que nos parecen simpáticos, ni de copiar actitudes que nos parecen loables. Es algo que debe ir surgiendo por connaturalidad con el origen de la vida que es Dios. Valdría la pena preguntarnos hoy: ¿Cuánto nos parecemos nosotros a nuestro Padre Dios? ¿Podemos decir, como Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”? Porque, como bien dice Jesús, “Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago; y hará otras todavía más grandes”.
Dios permita que nuestra vida sea, como la de Jesús, un reflejo de la vida de Dios para los que nos rodean. Que aquellos que viven junto a nosotros y conocen nuestra forma de amar, vivir, trabajar y actuar, puedan decir de nosotros lo que dicen los que visitan al niño recién nacido: “Es igualito a su papá”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Profesor Asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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