Munilla y sus otros males mayores
Las manifestaciones del obispo Munilla a la SER el pasado día 13 sobre la “relativa” poca importancia del desastre de Haití, frente a actitudes poco religiosas de la sociedad, siguen produciendo alarma y consternación. Obligado a responder a periodistas el día siguiente, ha pretendido matizarlas, pero, no las ha retirado ni corregido. Tampoco ha pedido excusas. Las ha justificado de una manera intolerable. Hablaba, dice, desde el terreno teológico.
Es aquí donde entramos todos los que, aún sin ser teólogos reconocidos y a tiempo completo, hemos dedicado gran parte de nuestra vida a la Teología, con nuestra reflexión, estudio y difusión. Confieso que me siento aludido y algo ofendido. Porque alguien podría pensar que a los cultivadores de la Teología nos importa mucho más la religión que la vida, el sesgo político de un pueblo que la violenta pérdida de miles de vidas por causas naturales o provocadas. Según Munilla, la laicidad de nuestros pueblos es más lamentable que la pérdida de esas vidas, y de la destrucción total de un país. Y apela a ideas de ultratumba para legitimar el mayor daño imaginable que él, decarada e ignorantemente, atribuye a Dios. Desde su "cátedra" osa responder al eterno e indescifrable enigma del mal, sin ahondar en la verdadera Teología en cuyo nombre dice hablar
Creíamos, esperábamos, que los tiempos de la cruz y la espada habían pasado. Que el asesinato masivo de indios que se resistían a abrazar el Cristianismo por lealtad a sus ancestrales principios era algo histórico. Que la quema de brujas, de teólogos, de herejes, de otros heterodoxos o discrepantes con la Iglesia romana (incluidos temas científicos) se estudiaba como simple anecdotario medieval. Que los “sambenitos” y las excomuniones públicas ya no tenían cabida en la sociedad del siglo XXI. Que los sedicentes jerarcas – con poder divino- ya no podrían determinar las prioridades de valores en nuestra democracia.
Y he aquí que del rescoldo de la misma Iglesia surgen chispas, alguien que nos recuerda lo que algunos sospechábamos o temíamos. La Iglesia romana sigue siendo la misma, la dogmática, la suprema, la única, la infalible, la dictatorial, la que no puede cambiar porque Dios no cambia y ella es su vicaria en la tierra. Por lo menos, Munilla ha sido sincero, leal, consecuente. Repugnantemente leal a “su” Iglesia. No leal a Jesús de Nazaret, quien puso las vidas y la justicia social por encima de la Torá. La compasión y la misericordia, por encima de los sacrificios y de cualquier mandato o teoría espiritual.
De momento, ningún obispo ha salido a desmentir a su “hermano” de Donostia. Probablemente salga alguno de ellos a dar especiosas justificaciones. Pero, insisto, el rescoldo inquisitorial, dogmático, infalible, está ahí. No se apaga. Lo prudente es evitarlo y advertir de su peligro.
Es aquí donde entramos todos los que, aún sin ser teólogos reconocidos y a tiempo completo, hemos dedicado gran parte de nuestra vida a la Teología, con nuestra reflexión, estudio y difusión. Confieso que me siento aludido y algo ofendido. Porque alguien podría pensar que a los cultivadores de la Teología nos importa mucho más la religión que la vida, el sesgo político de un pueblo que la violenta pérdida de miles de vidas por causas naturales o provocadas. Según Munilla, la laicidad de nuestros pueblos es más lamentable que la pérdida de esas vidas, y de la destrucción total de un país. Y apela a ideas de ultratumba para legitimar el mayor daño imaginable que él, decarada e ignorantemente, atribuye a Dios. Desde su "cátedra" osa responder al eterno e indescifrable enigma del mal, sin ahondar en la verdadera Teología en cuyo nombre dice hablar
Creíamos, esperábamos, que los tiempos de la cruz y la espada habían pasado. Que el asesinato masivo de indios que se resistían a abrazar el Cristianismo por lealtad a sus ancestrales principios era algo histórico. Que la quema de brujas, de teólogos, de herejes, de otros heterodoxos o discrepantes con la Iglesia romana (incluidos temas científicos) se estudiaba como simple anecdotario medieval. Que los “sambenitos” y las excomuniones públicas ya no tenían cabida en la sociedad del siglo XXI. Que los sedicentes jerarcas – con poder divino- ya no podrían determinar las prioridades de valores en nuestra democracia.
Y he aquí que del rescoldo de la misma Iglesia surgen chispas, alguien que nos recuerda lo que algunos sospechábamos o temíamos. La Iglesia romana sigue siendo la misma, la dogmática, la suprema, la única, la infalible, la dictatorial, la que no puede cambiar porque Dios no cambia y ella es su vicaria en la tierra. Por lo menos, Munilla ha sido sincero, leal, consecuente. Repugnantemente leal a “su” Iglesia. No leal a Jesús de Nazaret, quien puso las vidas y la justicia social por encima de la Torá. La compasión y la misericordia, por encima de los sacrificios y de cualquier mandato o teoría espiritual.
De momento, ningún obispo ha salido a desmentir a su “hermano” de Donostia. Probablemente salga alguno de ellos a dar especiosas justificaciones. Pero, insisto, el rescoldo inquisitorial, dogmático, infalible, está ahí. No se apaga. Lo prudente es evitarlo y advertir de su peligro.