Caminos que a Roma van. Caminos que de Roma vuelven 14-i-2019
“Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Le sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensibilidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o definitivamente. Recurrir al bosque, a las rutas, a los senderos no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”.
Con tan sugerentes ideas sobre algunas virtudes del “caminar”, ya en el “Umbral del camino”, el sociólogo y antropólogo profesor de Estrasburgo, David Le Breton, abre su Elogio del caminar (Siruela, Madrid, 2000, pp. 15-16), como queriendo indicar desde el comienzo que “caminar” es una forma inteligente de vivir y modo de evadirse –por ese medio- de los reclamos de una pos-modernidad deconstructora y frívola con nada positivas pretensiones de mantener al ser humano en condiciones de masa y objeto y así liberarlo, como si de una liberación redentora se tratara y no de una traición a las esencias de “lo humano cabal”.
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Esta mañana –al revisarme del Sintrón y de una afección de oídos- Elena, mi enfermera, me cuenta la experiencia –la suya e igualmente la de su marido e hijo- al encararse estos días pasados –del 18 de diciembre al 6 de enero- con la urbe-Roma y también con el estilo del papa Francisco. Las dos impresiones han marcado profundamente, según me dice, la peripecia entera de su viaje a Italia, para vivir allí la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes.
Les ha encantado Roma, por su empaque de ciudad monumental; como relicario imponente de culturas diferentes –distintas y distantes- que, cual si de una cita misteriosa se tratara y para quien las mire bien, laten reflejadas en sus milenarias piedras; como testigo fiel que cursa sin pretenderlo –que es como mejor llegan los mensajes- la invitación a mirar y verlo todo, pero traspasando la superficie hasta encontrar bajo las piedras o las fuentes o los circos o las iglesias y bibliotecas, unas trascendencias que sólo allí se pueden observar tan juntas y sobre todo tan persuasivas y proyectivas; como un pasado que, aunque aparentemente quieto y estático, no está muerto ni mucho menos, porque a cada paso y mirada lo reviven los ojos de quienes buscan más allá de las formas escuetas o sondean más al fondo de las apariencias.
En la actual circunstancia, en su propia circunstancia, Roma les ha parecido una ciudad de luz, luminosa y radiante, preciosa, grande, invicta. Todos estos adjetivos los ha dicho Elena para calificar su admiración y respeto por esta ciudad que, al titularse “eterna”, evoca sin duda algo más que retazos –por sublimes o azarosos que pùedan ser- de mera historia humana. Lo de Roma es algo más que “historia”, según yo la percibo.
Y el papa Francisco… Buscaban –me dice Elena-, al ir a Roma, tenerlo a tiro de piedra y lo tuvieron al alcance de la mano, en una inmediatez cuajada de sensaciones y vibraciones humanas, religiosas, proyectivas así mismo para sus vidas, en las que el presente es para ellos -lo sé por observación directa del calibre intelectual y moral de mi enfermera- un tomar el pasado en las manos, observarlo por su envés y su revés –las dos visiones se necesitan para que el mismo, sin perder su sitio y carácter, se vuelva ejemplar-, decirle sí o no según proceda y terminar enfocando –desde el presente- el futuro que se quiere construir, cada cual el suyo como es lógico, pero todos, no a la intemperie de frívolos modernismos, sino a la sombra de los mismos valores que han dejado, históricamente, su pátina de verdad y humanidad en la gran cultura de Occidente; la que en Roma tiene una de sus mejores expresiones..
Tuvieron a la mano al papa Francisco. De cerca lo pudieron ver y oír. Y la impresión recibida la refrenda Elena con los ojos vivos de admiración y, sobre todo, de congratulación por el mensaje que de su figura blanca emerge: de sencillez, de cercanía y de “todo bondad”.
Ilusionados regresan los que ilusionados iban. No se sintieron defraudados, ni mucho menos. Esperanzados vuelven los que esperanzados iban. Dispuestos a repetir en cuanto puedan los que no saben por dónde comenzar para contar este retazo feliz de su propia “historia vivida”. Iban guiados por la esperanza y, al regresar, no pudieron dejar de brindar por mla esperanza.
¿Anécdotas?
Dos principales me cuenta Elena esta mañana.
La de un joven norteamericano que con ellos se viera en Roma, de religión baptista segú n parece y la ingente cantidad de japoneses, principalmente, que andaban por Roma estos días, ansiosos –ellos también, de ver y verse con Roma y el Papa.
Distintas y diferentes religiones, pero un mismo empeño y un mismo entusiasmo, recalca Elena, en todos, como si de una gran familia, sin distancias, se tratara. Nada extraño, me digo yo, ni en el vislumbre de Maikol –el chico norteamericano- que dice esperar lo inesperado de la liturgia papal del 6 de enero, ni en el afán de los japoneses por verse ante una proclamación sincera de una verdad que es de todos –la dimensión religiosa de todo hombre es de todos-, aunque, en Roma, esos días, venga proclamada por el jefe de una religión, como la católica, hecha hoy ya a la idea de que –sin perder ni abdicar de sus propias esencias, que las tiene y se radican en el Evangelio de Jesús- en toda religión ha de haber algo que nos une a todos y nos hermana aunque después cada cual se oriente –eso es la libertad religiosa- como su conciencia mejor o peor le dicte y siempre con las puertas abiertas a la verdad. Y no es una pretendida igualdad de todas las religiones lo que se refleja en ello; es la libertad de la conciencia del hombre en busca de Dios lo que se protege con el respeto a la misma en su obligada tarea de buscar con seriedad y verdad al Dios verdadero.
Elena está contenta de su viaje y, más que contenta, feliz por haberlo realizado con los ojos abiertos y por haber sabido procesar en su interior lo que sus ojos y sus pasos descubrieron estos días al caminar.
Una riqueza para ella y un placer y regusto para quienes, como yo, tienen la suerte de recibirlo de sus labios.
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Caminos que a Roma van… Caminos que de Roma vienen…
Los caminos –dicen quienes alaban el caminar- deben hacerse yendo y viniendo por ellos, no yendo solamente ni regresando tan sólo. “Se hace camino al andar” el camino proclama veraz mi gran poeta filósofo, pero también se hace al regresar por el mismo camino al puesto de salida, porque, si al marchar por un camino con buen ánimo y buen pié –como pondera el autor del Elogio del caminar- se consigue todo eso que recogen las frases de cabecera, lo más importante es el final: caminar es, a menudo, un rodeo para encontrarse con uno mismo. Al regresar sin haberse atascado, se llevan a los orígenes y a las raíces los recuerdos del camino. Y eso es vivir y ayudar a vivir.
Todos los caminos del hombre –mientras o en cuanto son caminos hacia la verdad, la justicia, el amor, la libertad, el trabajo bien hecho o la profesión bien cumplida, la racionalidad, la poesía, la religión o cualquier otro escenario del quehacer humano- son caminos hacia la vida y el vivir. Con una finalidad tan sólo, exigencia de la propia vida: hacerla y llenarla. “La vida, que me es dada y en la cual me encuentro, no me es dada hecha sino por hacer”, dicen a una nuestros grandes pensadores del s. XX, Ortega y Marías (cfr. Harold Raley, La visión responsable, Espasa-Calpe, Madrid, 1977, pag. 179).
Se nos entrega vacía pero con un sagrado deber de llenarla; en libertad por supuesto, pero con la responsabilidad que exige ir por ella, por la vida, con las antenas abiertas a todo lo que –dentro de las posibilidades de cada cual- pide y reclama la dignidad suprema del hombre. Con libertad pero sin trampas.
Gracias, Elena, por el recuento de vuestro “caminar” a Roma y al Papa. Y por esa lección de vida que me acabas de dar al recontarlo.
Elogio del caminar. “Caminar” es, a veces, un rodeo para encontrarse, o re-encontrarse quizás mejor, con uno mismo.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Con tan sugerentes ideas sobre algunas virtudes del “caminar”, ya en el “Umbral del camino”, el sociólogo y antropólogo profesor de Estrasburgo, David Le Breton, abre su Elogio del caminar (Siruela, Madrid, 2000, pp. 15-16), como queriendo indicar desde el comienzo que “caminar” es una forma inteligente de vivir y modo de evadirse –por ese medio- de los reclamos de una pos-modernidad deconstructora y frívola con nada positivas pretensiones de mantener al ser humano en condiciones de masa y objeto y así liberarlo, como si de una liberación redentora se tratara y no de una traición a las esencias de “lo humano cabal”.
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Esta mañana –al revisarme del Sintrón y de una afección de oídos- Elena, mi enfermera, me cuenta la experiencia –la suya e igualmente la de su marido e hijo- al encararse estos días pasados –del 18 de diciembre al 6 de enero- con la urbe-Roma y también con el estilo del papa Francisco. Las dos impresiones han marcado profundamente, según me dice, la peripecia entera de su viaje a Italia, para vivir allí la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes.
Les ha encantado Roma, por su empaque de ciudad monumental; como relicario imponente de culturas diferentes –distintas y distantes- que, cual si de una cita misteriosa se tratara y para quien las mire bien, laten reflejadas en sus milenarias piedras; como testigo fiel que cursa sin pretenderlo –que es como mejor llegan los mensajes- la invitación a mirar y verlo todo, pero traspasando la superficie hasta encontrar bajo las piedras o las fuentes o los circos o las iglesias y bibliotecas, unas trascendencias que sólo allí se pueden observar tan juntas y sobre todo tan persuasivas y proyectivas; como un pasado que, aunque aparentemente quieto y estático, no está muerto ni mucho menos, porque a cada paso y mirada lo reviven los ojos de quienes buscan más allá de las formas escuetas o sondean más al fondo de las apariencias.
En la actual circunstancia, en su propia circunstancia, Roma les ha parecido una ciudad de luz, luminosa y radiante, preciosa, grande, invicta. Todos estos adjetivos los ha dicho Elena para calificar su admiración y respeto por esta ciudad que, al titularse “eterna”, evoca sin duda algo más que retazos –por sublimes o azarosos que pùedan ser- de mera historia humana. Lo de Roma es algo más que “historia”, según yo la percibo.
Y el papa Francisco… Buscaban –me dice Elena-, al ir a Roma, tenerlo a tiro de piedra y lo tuvieron al alcance de la mano, en una inmediatez cuajada de sensaciones y vibraciones humanas, religiosas, proyectivas así mismo para sus vidas, en las que el presente es para ellos -lo sé por observación directa del calibre intelectual y moral de mi enfermera- un tomar el pasado en las manos, observarlo por su envés y su revés –las dos visiones se necesitan para que el mismo, sin perder su sitio y carácter, se vuelva ejemplar-, decirle sí o no según proceda y terminar enfocando –desde el presente- el futuro que se quiere construir, cada cual el suyo como es lógico, pero todos, no a la intemperie de frívolos modernismos, sino a la sombra de los mismos valores que han dejado, históricamente, su pátina de verdad y humanidad en la gran cultura de Occidente; la que en Roma tiene una de sus mejores expresiones..
Tuvieron a la mano al papa Francisco. De cerca lo pudieron ver y oír. Y la impresión recibida la refrenda Elena con los ojos vivos de admiración y, sobre todo, de congratulación por el mensaje que de su figura blanca emerge: de sencillez, de cercanía y de “todo bondad”.
Ilusionados regresan los que ilusionados iban. No se sintieron defraudados, ni mucho menos. Esperanzados vuelven los que esperanzados iban. Dispuestos a repetir en cuanto puedan los que no saben por dónde comenzar para contar este retazo feliz de su propia “historia vivida”. Iban guiados por la esperanza y, al regresar, no pudieron dejar de brindar por mla esperanza.
¿Anécdotas?
Dos principales me cuenta Elena esta mañana.
La de un joven norteamericano que con ellos se viera en Roma, de religión baptista segú n parece y la ingente cantidad de japoneses, principalmente, que andaban por Roma estos días, ansiosos –ellos también, de ver y verse con Roma y el Papa.
Distintas y diferentes religiones, pero un mismo empeño y un mismo entusiasmo, recalca Elena, en todos, como si de una gran familia, sin distancias, se tratara. Nada extraño, me digo yo, ni en el vislumbre de Maikol –el chico norteamericano- que dice esperar lo inesperado de la liturgia papal del 6 de enero, ni en el afán de los japoneses por verse ante una proclamación sincera de una verdad que es de todos –la dimensión religiosa de todo hombre es de todos-, aunque, en Roma, esos días, venga proclamada por el jefe de una religión, como la católica, hecha hoy ya a la idea de que –sin perder ni abdicar de sus propias esencias, que las tiene y se radican en el Evangelio de Jesús- en toda religión ha de haber algo que nos une a todos y nos hermana aunque después cada cual se oriente –eso es la libertad religiosa- como su conciencia mejor o peor le dicte y siempre con las puertas abiertas a la verdad. Y no es una pretendida igualdad de todas las religiones lo que se refleja en ello; es la libertad de la conciencia del hombre en busca de Dios lo que se protege con el respeto a la misma en su obligada tarea de buscar con seriedad y verdad al Dios verdadero.
Elena está contenta de su viaje y, más que contenta, feliz por haberlo realizado con los ojos abiertos y por haber sabido procesar en su interior lo que sus ojos y sus pasos descubrieron estos días al caminar.
Una riqueza para ella y un placer y regusto para quienes, como yo, tienen la suerte de recibirlo de sus labios.
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Caminos que a Roma van… Caminos que de Roma vienen…
Los caminos –dicen quienes alaban el caminar- deben hacerse yendo y viniendo por ellos, no yendo solamente ni regresando tan sólo. “Se hace camino al andar” el camino proclama veraz mi gran poeta filósofo, pero también se hace al regresar por el mismo camino al puesto de salida, porque, si al marchar por un camino con buen ánimo y buen pié –como pondera el autor del Elogio del caminar- se consigue todo eso que recogen las frases de cabecera, lo más importante es el final: caminar es, a menudo, un rodeo para encontrarse con uno mismo. Al regresar sin haberse atascado, se llevan a los orígenes y a las raíces los recuerdos del camino. Y eso es vivir y ayudar a vivir.
Todos los caminos del hombre –mientras o en cuanto son caminos hacia la verdad, la justicia, el amor, la libertad, el trabajo bien hecho o la profesión bien cumplida, la racionalidad, la poesía, la religión o cualquier otro escenario del quehacer humano- son caminos hacia la vida y el vivir. Con una finalidad tan sólo, exigencia de la propia vida: hacerla y llenarla. “La vida, que me es dada y en la cual me encuentro, no me es dada hecha sino por hacer”, dicen a una nuestros grandes pensadores del s. XX, Ortega y Marías (cfr. Harold Raley, La visión responsable, Espasa-Calpe, Madrid, 1977, pag. 179).
Se nos entrega vacía pero con un sagrado deber de llenarla; en libertad por supuesto, pero con la responsabilidad que exige ir por ella, por la vida, con las antenas abiertas a todo lo que –dentro de las posibilidades de cada cual- pide y reclama la dignidad suprema del hombre. Con libertad pero sin trampas.
Gracias, Elena, por el recuento de vuestro “caminar” a Roma y al Papa. Y por esa lección de vida que me acabas de dar al recontarlo.
Elogio del caminar. “Caminar” es, a veces, un rodeo para encontrarse, o re-encontrarse quizás mejor, con uno mismo.
SANTIAGO PANIZO ORALLO