Mujer-Mujer 17-I-2019

“Pese a los campeones del ‘masculinismo’ (decir feminismo parece impropiedad, según notaba el malogrado Jiménez Ocaña), la mujer es toda femenina desde la punta del cabello hasta la planta de los pies; y, en ella, lo más deliciosamente femenino es el cerebro, que representa, ante todo, órgano de atracción y de reproducción; al revés del hombre, cuya sesera constituye vulgar herramienta de trabajo. Ello no obsta para que haya muchas mujeres de esclarecido talento y capaces de altísimas empresas. Pero ¿son verdaderas mujeres?”.
Ramón y Cajal –pues él es quien elabora el anterior pensamiento en sus Charlas de café (Aguilar, Madrid. 1948. cap. II. Sobre el amor y las mujeres, pp. 51-52)-, es consciente de hallarse ya “en una época de feminismo militante y bullicioso” (que alude en la pag. 93 de la citada edición del libro), de legítimas reivindicaciones por tanto del derecho de toda mujer a la igualdad, a la tolerancia y sobre todo al respeto de todo lo que en ella hay de humano. Anotemos que Cajal, en este sugerente y precioso libro, no expresa tanto sus conquistas intelectuales o técnicas de gran científico como las apreciaciones a que su infinita curiosidad interesada por lo humano llevaba a opinar sobre cuanto le rodeaba o pasaba sobre su cabeza. Y si su ciencia le mereció el Premio Nóbel de Medicina (1906), su buen sentido y agudeza no desmerecen en otros campos del saber. No es sin tino lo que dice en este libro.
Es posible que ese interrogante final del párrafo elegido pueda desazonar a laos actuales feminismos lacayos de antropologías aventureras. A mí, no. Creo que un “feminismo sin mujer” no puede nunca ser un “feminismo a favor de la mujer”, y más bien es el peor apoyo imaginable para las legítimas aspiraciones femeninas a la igualdad, a la tolerancia y al respeto máximo que se les debe.

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Galdós, en El terror de 1824, define magistralmente, por boca del sedicioso Patricio Sarmiento, la doble condición y factura de los seres humanos -hombre o mujer, tanto da: la de los “hechos a medida” y la de los “fabricados en serie”.
Ese cap. XXI de tan aleccionador Episodio bien puede generalizarse y ser referido a todo hombre o mujer que –siendo conscientes del deber sagrado de “hacerse” cada cual a partir de unos datos de propio cuño y raíz- no se resignan a quedarse en vegetal, piedra o masa y pujan –en su vida concreta- por ser el hombre o mujer que cada uno está llamado a ser, por imperativos antropológicos de elemental solicitud.

Antepongo este preludio antropológico a las reflexiones que hoy me progongo sobre el perfil humano de una mujer, que, habiendo nacido mujer, se pasó la vida luchando con sus armas de mujer empeñada en conseguir ser una “mujer” de cuerpo y alma enteros hasta su muerte. Sin complejo alguno y sin desánimo; con entereza y verdad; sin soberbia pero con el legítimo orgullo de ser mujer; y sin tentaciones jamás de echarse al monte de unos feminismos tan empeñados en construir mujeres de diseño y no mujeres de verdad. Su lucha femenina fue de de una dedicación seria, constante, empeñada y sobre todo fiada siempre de la validez de sus posibilidades de mujer en la sociedad de su tiempo y en la circunstancia en que le tocó vivir.
Ana María García Armendáriz es la mujer a que me refiero. Navarra, nacida en Uztarroz y fallecida en Pamplona el posado 1 de enero, a los 90 años de vida plena y llena; sin alardes feministas, como digo, de ninguna clase y sin complejos inhibidores o depauperantes, consiguió ser todo lo que puede ser una mujer, incluso en tiempos en que “ser mujer” no tenía a su favor el viento de las propagandas, como ahora.
Se hizo ella misma de la mano de una vocación –llamemos la “vocación” capacidades y valores humanos- de feminidad rebosante y pletórica, sin asomo, ni lejano siquiera, ded pretender, ni ser “mujer de diseño”, ni meterse en moldes de “prêt-à-porter”, ni resignarse nunca a ser de “los fabricados en serie”.

En su honor, y en la certeza –ella lo ha demostrado- de que se puede ser mujer sin abdicar en nada de lo que física, psíquica, etica y estéticamente, intelectual y culturalmente, puede ser una mujer, si se lo propone y lucha por ello, hasta en tiempos tan híbridos y confusos como los actuales, van estas impresiones sobre Ana Mari. No se merece menos, creo yo, una luchadora tan efectiva, como ella, por la esencia de la mujer, por la dignidad y libertad de ser mujer, por los valores de entrega siendo mujer y como mujer, por su sensibilidad ante “lo otro” como quiera que sea, por su elegancia física, psíquica y moral, hasta por su lógica coquetería femenina que no le faltaba a su tiempo, por su entereza de mujer en los momentos duros, por su autonomía personal, por su rebeldía para saber decir “no” en las ocasiones de tensión.
Que por eso y más, si para los suyos fue un valor siempre en alza, para cualquiera que la haya conocido, como a mí me ha sucedido, Ana Maria es y seguirá siendo una “mujer-bandera”, dicho esto en el mejor sentido de las palabras “mujer” y “bandera”. Por doquiera que pasó, ni ella arrastró complejos por ser mujer, ni quienes la trataron se tuvieron a menos por tener que vérselas con una mujer; ni los de abajo, ni los de arriba; ni los de la derecha ni los de la izquierda.
No necesitó nada más que su autenticidad de mujer para triunfar. Sin alardes repito; sin falsías; sin tener que abdicar pora nada de sus atributos femeninos…. Como tampoco necesitó más que eso para conseguir hacer de su vida un perenne ser y saber estar en su personal circunstancia, para, desde ella, mostrar con holgura y verdad una vida entera de mujer.
¿Un mirlo blanco, Ana Mari? Ni creo ni he creído nunca en los “mirlos blancos”. Para mí, todos los mirlos son negros y de pico amarillo. Porque la única historia que conozco de “un mirlo blanco”, la de la obrita de Alfred de Musset, a parte de ser un cuento muy bien contado, va por otros caminos.

Era navarra Ana Mari. Sin alardes tampoco, pero era navarra y, como tal, sincera y valiente; no de las llamadas “de armas tomar”, ni de las que llama Ortega “mujer de presa” (cfr. Esquema de Salomé, en El Espectador, III, Obras. Alianza Editorial Madrid, 1998, pp. 260-363). Era sencillamente mujer y no necesitaba más para abrirse paso como mujer.
La conocí en San Sebastián siendo ya inspectora provincial de enseñanza primaria. Un cargo con el que posteriormente vino a Madrid, ya en otras funciones superiores dentro del mismo plano de la educación primaria. Eran los años sesenta-setenta del siglo pasado, años, como se sabe, de intensos hervores tanto ideológicos como políticos, dentro y fuera de España, Si “Mayo del 68” supuso en Occidente un vuelco deconstructor y anarquista de los valores más típicos de una Europa que necesitada, para lamerse las heridas de las guerras mundiales, aferrase a sus raíces mejor que revolucionarse hasta abdicar de ellos, en España el positivo espíritu de la Transición de la dictadura a la democracia invitaba a las “dos Españas” en liza secular a hablar y escucharse para –sin quitar a nadie ni sus ideas ni sus ilusiones- iniciar juntos, como debe ser, los caminos de libertad-nunca fáciles- que se auguraban en aquella circunstancia de la Historia patria.
En esa circunstancia, accedió Ana Mari a cargos públicos -concejala en el ayuntamiento de Madrid en varias legislaturas. Y lo hizo siempre con la cabeza alta, echando siempre por delante su condición de mujer y sin que su perfil humano y católico sin fisuras ni condescendencias, desdijera nada –todo o contrario- bajo alcaldes como el socialista Tierno Galván o el conservador Alvarez del Manzano. Y –más tarde- lo mismo que había llegado, se volvió a su casa, sin amarguras ni resabios, con la sonrisa y la paz en su semblante, y con esa elegancia tan femenina y tan verdadera y sincera lo mismo cuando se gana que cuando se pierde….

No tengo dudas –en este punto- en personalizar en ella esa frase de Cajal que rememoro al comienzo de las reflexiones: “La mujer es toda femenina desde la punta del cabello hasta la planta de los piés”, con todo lo que esas palabras implican; y aún lo completaría con el punto que les sigue; “y, en ella, lo más deliciosamente femenino es el cerebro”

Podría decir de Ana Mari otras muchas cosas más.
Habré de ir cerrando las reflexiones y conformarme, sin embargo, tan sólo con dejar aquí constancia de dos o tres de sus consignas personales y de vida- Las acabo de ver escritas de su puño y letra en su manoseado listín de teléfonos y direcciones de amigos y conocidos. Creo que las tres, a modo de consignas vitales como digo, sirven para abundar en las ideas de elogio a su perfil de mujer que no rehusó nunca ni ser mujer ni de apadrinar con rostro y hechuras de mujer todos los escenarios vitales –personales o colectivos- en que se vió metida o envuelta a lo largo de su fecunda y prolongada vida.

- “En la última etapa de la vida, debemos conseguir que la misma sea una experiencia placentera y serena, de benevolencia, de autonomía, de participación, sabiduría y acercamiento a Dios”.
Es una idea –como deja apuntado ella misma- que toma de Enrique Rojas Marcos, posiblemente de ese libro en que trata de reflejar los ecos del fin de siglo. De hecho en estos valores rebozó Ana Mari los últimos tiempos de su vida.

- “No hay ninguna tiranía política que no haya querido dirigir el campo moral”.
Ignoro de dónde tomó esta verídica idea; no me extrañaría que fuera fruto de su experiencia vivida. Pero, ¡qué gran verdad!. Manejar, controlar, manipular, tomar al asalto (porque no hay ningún derecho a ello) y meter la ideología del tirano –anotemos que en democracia o mejor con medallones de “demócrata de toda la vida” colgados al pecho se dan tiranos- en el alma del ciudadano y sobre todo de los niños ha sido y sigue siendo afición favorita de todo el que, de cualquier modo,
- Y la tercera dice así. “Solidaridad es hacer mía la causa del otro”.
De esta sí que no dudo de que sea en verdad el lema definitorio de su vida. Eso fue toda su vida: hacer suya la causa del otro, sea cual sea ese otro y hasta sea cual sea la causa de que se trate. En este punto de mis reflexiones yo me halagaría de glosar esta consigna de Ana Mari con esa frase que una vez, hace años, oí decir y que anoté enseguida porque me pareció no sólo humana y cristiana al cien por cien, sino pintiparada para glosar esta tercera consigna; pintiparada además para estos tiempos en que las migraciones de gentes en ruina total están llamando a las puertas del mundo que se titula “civilizado” en demanda precisamente de “solidaridad”. Decía aquella frase; “Ámame ahora que soy negro; porque cuando sea blanco me amarán todos”. Todo un poema de belleza y de verdad bien conjuntadas.

Ana Mari. Gracias por tu vida de “mujer-mujer”. Este feminismo es el que me gusta y convence.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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