Perfiles dominicales - Liberación (27-I-2019)
“Hoy se cumple lo que acabáis de oír” (dice hoy el evangelio de san Lucas, 4, 14-21). Lo que acababan de oír aquellos judíos, en aquella sinagoga, de labios de Jesús de Nazareth, era el augurio de la vieja profecía que anunciaba la liberación del hombre del abuso de su libertad y los anexos desordenados que le habían seguido -y que aún se siguen- para las relaciones del hombre consigo mismo, con los otros hombres, y, por supuesto, con el Dios que, tras hacerlo libre, nunca se desdijo ni cesó de ser fiel a su palabra.
Era la “Buena Nueva” de un “Nuevo Orden” que se brindaba, en libertad así mismo, al hombre caído pero nunca desahuciado; reincidente pero con oportunidades siempre y a pesar de todo; pertinaz incluso aunque sin cerrársele jamás del todo las posibilidades de volverse.
La oferta que se hace -en un grafismo de metáfora vibrante e ilusionante- tiene nombres propios: de esperanza activa para los “pobres”; de libertad para los “cautivos” -presas de sí mismos- y los “oprimidos” –presas de los otros-; y de luz para los “ciegos”, los de alma sobre todo.
Esta oferta y programa de liberación tienen vigencia todavía. La “historia humana” no ha terminado aún. “Hoy es siempre todavía”, como –eterno buscador de Dios- consigna en uno de sus Cantares el gran Antonio Machado, el de las poesías de las mayores y mejores trascendencias.
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Sobre este cañamazo de fondo –la Buena Nueva de un Orden Nuevo, de universales proyecciones en tiempos y espacios-, que este domingo se pone a los ojos del creyente cristiano como oferta ilimitada de liberación, dos notas quiero dibujar con perfiles y realces de actualidad; por la razón sencilla de que hacérseme patentes de un cristianismo a la altura, a la medida y al aire de nuestro tiempo.
Con la primera de ellas, evocaría esa recomendación, casi mandato, dirigido a quienes se fían de Dios. No estéis tristes –se les manda en la 1ª de las lecturas. No sintáis ni temor ni pesadumbre. No tengáis miedo. Dios es toda una fortaleza y mantiene la palabra dada.
A la segunda le podría este titular: Iglesia de siempre con modos de ahora. Es decir: evocaría una Iglesia siempre “la misma”, pero nunca “lo mismo”. Y no es un juego de palabras.
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“No estéis tristes”. “No tengáis miedo”. Pienso que no es una recomendación; es un mandato.
La tristeza encoge y el miedo generalmente acoquina. Para quienes la fe es algo razonable, no se ven razones para ninguna de las dos cosas
El Evangelio –por doquiera que se le mire- es una continua llamada a la esperanza por un lado –la Palabra de Dios no pasa, y de Dios, al final, nadie se rie-; y también a la rebeldía por otro -la sana rebeldía de saber decir que “no”, como enseña Camus en El hombre rebelde, que es obligado –como señal de honradez- ante la mentira que quiere pasar por verdad, la injusticia que se inventa la justicia o el desamor empeñado en llamar amor al mero contacto de dos epidermis.
Ni los complejos van con la fe religiosa, el de superioridad porque es soberbia, el de inferioridad porque es darse por vencido antes de luchar o sin luchar.
Ni es cosa tampoco de vivir en la inopia, soñando imposibles: que el sino de la Iglesia de Cristo ha de ser el mismo –por lógica- que el de Jesús de Nazareth. Y quien lea los Evangelios sin doblez ni beaterías ha de ver inmediatamente que el camino de Jesús no fue un camino de rosas precisamente, sino una carrera de obstáculos; y que la oposición le vino de fuera y de dentro; de las fuerzas llamadas “vivas” de aquel pueblo otrora escogido, que no supo ver ni el momento ni la hora y se puso de perfil o en contra, a la espera de algo que encajase mejor en sus moldes egocentristas, y también de los propios, de los más cercanos, que comían a su mesa el mismo pan, pero no repugnaban las “dos barajas” si de medrar iba el juego.
Bien lo advierte –en una carta abierta a los católicos de su tiempo- el Nóbel de Literatura François Mauriac. No es ni cómodo ni seguramente rentable de tejas abajo ser o llamarse hombre de fe o creyente en Dios en tiempos líquidos o gaseosos como los de ahora. Más aún, si ser inconformista o ser rebelde merece nombres de “facha” o “carca” de parte de los fervientes de lo llamado “políticamente correcto”, que no es siempre –ni mucho menos- lo del “honeste vivere”, “neminem laedere” y “suum cuique tribuere” del Digesto romano (a mi ver, una objetiva piedra de toque para tiempos revueltos). Pero es el camino de una forma de libertad y, aunque pocos o cada vez menos, hay a quienes les convence y compensa este “ir contra la corriente” si en el envite se juegan lo que uno considera valores o principios de primera necesidad vital.
Preocupados sí; pero no intimidados, no menos aún acomplejados.
+++++
Siempre la misma, pero nunca lo mismo.
Cuando hace muchos años –muchos ya- leía por primera vez, como cierre del cap. VIII de las lecciones que Ortega y Gasset diera fuera de la universidad, por los azares del tiempo, en los años 1929-30, que “la modernidad nace de la cristiandad” (Ver Qué es filosofía? 2ª edic. Revista bde Occidente, Madrid, 1960, pag. 187), inicialmente lo miré como una broma o humorada. Enseguida me convencí de que no había tal cosa y que el pensamiento de Ortega, más serio y fundado de lo que algunos suponen, reflejaba lo que en verdad pensaba y muy bien sabía razonar. De hecho, no dudé más tarde en abrir con esa frase e idea la Introducción a la tesis doctoral que, sobre el estatuto radical –aunque medieval- de la persona jurídica, defendí hace más de cuarenta años en la Facultad de Derecho de la U. Complutense (cfr. Persona jurídica y ficción, Eunsa Pamplona 1975, p. 17).
Es verdad que –después de aquello- la Iglesia –a raíz sobre todo de la Reforma- se encerró en sí misma, en una actitud –que durará siglos- de autodefensa, que J. Marías –en sus percepciones del ser y estar de la misma en la coyuntura del Vaticano II- deplora y que bien puede calificarse como de “psicología de ciudad sitiada”, es decir, de insano temor a ver enemigos en todas partes y de una consiguiente tendencia a adoptar, ante todo, ante las sombras incluso, una “política” religiosa de “anatema” y “excomunión”, de “asedio y contraofensiva” (cfr. J. Marías. Meditaciones sobre la sociedad española, Alianza Editorial Madrid 1966, El temor a la libertad, pags. 170-175)
Pero esa Iglesia que se pasó varios siglos temerosa y confusa nunca renegó de sus raíces ni de sus esencias. Y -como tantos otros hombres y mujeres hicieron con total cordura y buen tino, tras la hecatombe de las dos Guerras mundiales del s. XX y de las enormes decepciones que aquellas “sombras del siglo XX” produjeron en la gente seria y responsable del tiempo- la Iglesia, a partir ya de Pío XII, de los Papas del Concilio y ded más tarde, hasta la hora presente, se propuso hacer examen de conciencia, decidió auto-criticarse, mirarse por dentro y por fuera, ponerse en hora consigo misma -para renovarse- y con el mundo de su tiempo –para estar en su sitio y no ambicionar poderes que, por su divina misión, no le corresponden (Ver, al respecto, Pablo VI, Alocución de clausura del concilio Vaticano II, el 7-XII-1965, Vaticano II. BAC Madrid 1965, pp. 813-819. No tiene desperdicio este discurso, para quien desee saber lo que se quiso que fuera ese Concilio para la Iglesia de ahora).
A la luz del evangelio de hoy, “Ahora se cumple lo que acabáis de oír”, unas breves anotaciones sirvan para rubricar este otro apunte del encabezamiento. La Iglesia, siempre la misma pero nunca lo mismo. Ayer y hoy; mañana y al otro día, siempre renovándose para no traicionarse.
El mensaje del Evangelio es, por elementales razones de lógica profunda, intemporal. Nace sin fronteras ni de tiempos ni de espacios o lugares. Su destino es, por igual, el mundo de ayer, de hoy y de mañana.
No siendo, sin embargo, los hombres del s. XXI del todo iguales a los del primer siglo cristiano; ni éstos del todo iguales a los del tiempo de los godos o los otomanos; ni los de Africa igual a los de Oceanía o Alaska, porque la circunstancia o las circunstancias y las situaciones mandan y ajustan en cada momento las medidas del “yo”, por iguales razones de lógica vital, asiste a la Iglesia –portadora y portavoz del mensaje- el deber de ser “la misma” pero sin ser “lo mismo”. Diría incluso que solo será “la misma” en la medida en que trate de adaptarse a las sucesivas-nuevas circunstancias y situaciones del hombre al que debe procurar los medios para su liberación espiritual y moral.
Un adaptarse –naturalmente- que no sea ni relativizarse ni dejar de llamar a las cosas por su nombre.
Un adaptarse –además- no de cualquier manera, sino de forma tal que, como enseña Gracián al contrastar sustancia y modos (cfr. Oráculo manual y arte de la prudencia, 14), se evite el riesgo común de que la sustancia la dedterioren los malos modos, porque “todo, hasta la justicia y la razón, lo gaste un mal modo”.
Añadiría, para completar la idea, lo de Antonio Machado en su breve pero denso Proverbio: “Hoy es siempre todavía”. El “hoy” ha de ser el “siempre” de un “ayer” esencial que –desde un “ahora” responsable y fiel- se proyecte inequívocamente hacia un “mañana”, tan moderno por ser de nuestro tiempo y tan auténtico al no prestarse a perder, por eso, ni un ápice de su autenticidad radical. Sirve para el mensaje de Jesús y su perenne actualidad la letrilla del poeta. Está en el Evangelio que hoy se recita y comenta
Liberación. “Hoy se cumple lo que acabáis de oír”. Sin miedos ni complejos. Y en estado permanente de renovación y poda de malos modos. Lo piden el Evangelio y el buen sentido.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Era la “Buena Nueva” de un “Nuevo Orden” que se brindaba, en libertad así mismo, al hombre caído pero nunca desahuciado; reincidente pero con oportunidades siempre y a pesar de todo; pertinaz incluso aunque sin cerrársele jamás del todo las posibilidades de volverse.
La oferta que se hace -en un grafismo de metáfora vibrante e ilusionante- tiene nombres propios: de esperanza activa para los “pobres”; de libertad para los “cautivos” -presas de sí mismos- y los “oprimidos” –presas de los otros-; y de luz para los “ciegos”, los de alma sobre todo.
Esta oferta y programa de liberación tienen vigencia todavía. La “historia humana” no ha terminado aún. “Hoy es siempre todavía”, como –eterno buscador de Dios- consigna en uno de sus Cantares el gran Antonio Machado, el de las poesías de las mayores y mejores trascendencias.
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Sobre este cañamazo de fondo –la Buena Nueva de un Orden Nuevo, de universales proyecciones en tiempos y espacios-, que este domingo se pone a los ojos del creyente cristiano como oferta ilimitada de liberación, dos notas quiero dibujar con perfiles y realces de actualidad; por la razón sencilla de que hacérseme patentes de un cristianismo a la altura, a la medida y al aire de nuestro tiempo.
Con la primera de ellas, evocaría esa recomendación, casi mandato, dirigido a quienes se fían de Dios. No estéis tristes –se les manda en la 1ª de las lecturas. No sintáis ni temor ni pesadumbre. No tengáis miedo. Dios es toda una fortaleza y mantiene la palabra dada.
A la segunda le podría este titular: Iglesia de siempre con modos de ahora. Es decir: evocaría una Iglesia siempre “la misma”, pero nunca “lo mismo”. Y no es un juego de palabras.
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“No estéis tristes”. “No tengáis miedo”. Pienso que no es una recomendación; es un mandato.
La tristeza encoge y el miedo generalmente acoquina. Para quienes la fe es algo razonable, no se ven razones para ninguna de las dos cosas
El Evangelio –por doquiera que se le mire- es una continua llamada a la esperanza por un lado –la Palabra de Dios no pasa, y de Dios, al final, nadie se rie-; y también a la rebeldía por otro -la sana rebeldía de saber decir que “no”, como enseña Camus en El hombre rebelde, que es obligado –como señal de honradez- ante la mentira que quiere pasar por verdad, la injusticia que se inventa la justicia o el desamor empeñado en llamar amor al mero contacto de dos epidermis.
Ni los complejos van con la fe religiosa, el de superioridad porque es soberbia, el de inferioridad porque es darse por vencido antes de luchar o sin luchar.
Ni es cosa tampoco de vivir en la inopia, soñando imposibles: que el sino de la Iglesia de Cristo ha de ser el mismo –por lógica- que el de Jesús de Nazareth. Y quien lea los Evangelios sin doblez ni beaterías ha de ver inmediatamente que el camino de Jesús no fue un camino de rosas precisamente, sino una carrera de obstáculos; y que la oposición le vino de fuera y de dentro; de las fuerzas llamadas “vivas” de aquel pueblo otrora escogido, que no supo ver ni el momento ni la hora y se puso de perfil o en contra, a la espera de algo que encajase mejor en sus moldes egocentristas, y también de los propios, de los más cercanos, que comían a su mesa el mismo pan, pero no repugnaban las “dos barajas” si de medrar iba el juego.
Bien lo advierte –en una carta abierta a los católicos de su tiempo- el Nóbel de Literatura François Mauriac. No es ni cómodo ni seguramente rentable de tejas abajo ser o llamarse hombre de fe o creyente en Dios en tiempos líquidos o gaseosos como los de ahora. Más aún, si ser inconformista o ser rebelde merece nombres de “facha” o “carca” de parte de los fervientes de lo llamado “políticamente correcto”, que no es siempre –ni mucho menos- lo del “honeste vivere”, “neminem laedere” y “suum cuique tribuere” del Digesto romano (a mi ver, una objetiva piedra de toque para tiempos revueltos). Pero es el camino de una forma de libertad y, aunque pocos o cada vez menos, hay a quienes les convence y compensa este “ir contra la corriente” si en el envite se juegan lo que uno considera valores o principios de primera necesidad vital.
Preocupados sí; pero no intimidados, no menos aún acomplejados.
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Siempre la misma, pero nunca lo mismo.
Cuando hace muchos años –muchos ya- leía por primera vez, como cierre del cap. VIII de las lecciones que Ortega y Gasset diera fuera de la universidad, por los azares del tiempo, en los años 1929-30, que “la modernidad nace de la cristiandad” (Ver Qué es filosofía? 2ª edic. Revista bde Occidente, Madrid, 1960, pag. 187), inicialmente lo miré como una broma o humorada. Enseguida me convencí de que no había tal cosa y que el pensamiento de Ortega, más serio y fundado de lo que algunos suponen, reflejaba lo que en verdad pensaba y muy bien sabía razonar. De hecho, no dudé más tarde en abrir con esa frase e idea la Introducción a la tesis doctoral que, sobre el estatuto radical –aunque medieval- de la persona jurídica, defendí hace más de cuarenta años en la Facultad de Derecho de la U. Complutense (cfr. Persona jurídica y ficción, Eunsa Pamplona 1975, p. 17).
Es verdad que –después de aquello- la Iglesia –a raíz sobre todo de la Reforma- se encerró en sí misma, en una actitud –que durará siglos- de autodefensa, que J. Marías –en sus percepciones del ser y estar de la misma en la coyuntura del Vaticano II- deplora y que bien puede calificarse como de “psicología de ciudad sitiada”, es decir, de insano temor a ver enemigos en todas partes y de una consiguiente tendencia a adoptar, ante todo, ante las sombras incluso, una “política” religiosa de “anatema” y “excomunión”, de “asedio y contraofensiva” (cfr. J. Marías. Meditaciones sobre la sociedad española, Alianza Editorial Madrid 1966, El temor a la libertad, pags. 170-175)
Pero esa Iglesia que se pasó varios siglos temerosa y confusa nunca renegó de sus raíces ni de sus esencias. Y -como tantos otros hombres y mujeres hicieron con total cordura y buen tino, tras la hecatombe de las dos Guerras mundiales del s. XX y de las enormes decepciones que aquellas “sombras del siglo XX” produjeron en la gente seria y responsable del tiempo- la Iglesia, a partir ya de Pío XII, de los Papas del Concilio y ded más tarde, hasta la hora presente, se propuso hacer examen de conciencia, decidió auto-criticarse, mirarse por dentro y por fuera, ponerse en hora consigo misma -para renovarse- y con el mundo de su tiempo –para estar en su sitio y no ambicionar poderes que, por su divina misión, no le corresponden (Ver, al respecto, Pablo VI, Alocución de clausura del concilio Vaticano II, el 7-XII-1965, Vaticano II. BAC Madrid 1965, pp. 813-819. No tiene desperdicio este discurso, para quien desee saber lo que se quiso que fuera ese Concilio para la Iglesia de ahora).
A la luz del evangelio de hoy, “Ahora se cumple lo que acabáis de oír”, unas breves anotaciones sirvan para rubricar este otro apunte del encabezamiento. La Iglesia, siempre la misma pero nunca lo mismo. Ayer y hoy; mañana y al otro día, siempre renovándose para no traicionarse.
El mensaje del Evangelio es, por elementales razones de lógica profunda, intemporal. Nace sin fronteras ni de tiempos ni de espacios o lugares. Su destino es, por igual, el mundo de ayer, de hoy y de mañana.
No siendo, sin embargo, los hombres del s. XXI del todo iguales a los del primer siglo cristiano; ni éstos del todo iguales a los del tiempo de los godos o los otomanos; ni los de Africa igual a los de Oceanía o Alaska, porque la circunstancia o las circunstancias y las situaciones mandan y ajustan en cada momento las medidas del “yo”, por iguales razones de lógica vital, asiste a la Iglesia –portadora y portavoz del mensaje- el deber de ser “la misma” pero sin ser “lo mismo”. Diría incluso que solo será “la misma” en la medida en que trate de adaptarse a las sucesivas-nuevas circunstancias y situaciones del hombre al que debe procurar los medios para su liberación espiritual y moral.
Un adaptarse –naturalmente- que no sea ni relativizarse ni dejar de llamar a las cosas por su nombre.
Un adaptarse –además- no de cualquier manera, sino de forma tal que, como enseña Gracián al contrastar sustancia y modos (cfr. Oráculo manual y arte de la prudencia, 14), se evite el riesgo común de que la sustancia la dedterioren los malos modos, porque “todo, hasta la justicia y la razón, lo gaste un mal modo”.
Añadiría, para completar la idea, lo de Antonio Machado en su breve pero denso Proverbio: “Hoy es siempre todavía”. El “hoy” ha de ser el “siempre” de un “ayer” esencial que –desde un “ahora” responsable y fiel- se proyecte inequívocamente hacia un “mañana”, tan moderno por ser de nuestro tiempo y tan auténtico al no prestarse a perder, por eso, ni un ápice de su autenticidad radical. Sirve para el mensaje de Jesús y su perenne actualidad la letrilla del poeta. Está en el Evangelio que hoy se recita y comenta
Liberación. “Hoy se cumple lo que acabáis de oír”. Sin miedos ni complejos. Y en estado permanente de renovación y poda de malos modos. Lo piden el Evangelio y el buen sentido.
SANTIAGO PANIZO ORALLO