Santos de altar y de calle - Santos laicos y otros santos.-
“Después de ello, apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del Trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos” (Apocalipsis, 7).
Esta visión profética, del apóstol Juan desterrado en Patmos por el emperador Domiciano, se refiere al reino de Dios y trasciende la temporalidad de los pasos -problemáticos siempre, a veces dramáticos, sin faltar los de sangre y tragedia- de la Iglesia peregrina en la tierra. La visión es de apoteosis y muestra –en escenificación imaginaria y simbólica, pero viva y fiable- la esperanza cristiana tatuada en el cuerpo y alma de los “mejores hijos de la Iglesia” (Prefacio de esta fiesta), que son todos los hombres y mujeres que, con aureola o sin ella, se han esforzado por hacer de su fe un referente, real y no ficticio, de seguimiento del mensaje de Jesús, llevado a la vida de cada uno con todo su dinamismo y en todas sus expresiones. Es el perfil de un “santo” en el argot cristiano.
Fiesta cristiana de Todos los Santos. De vieja y nueva tradición. De hondo calado y universal sentido. De arraigo y peso específico en el santoral de la Iglesia.
De sabor moderno también, porque democratiza, pone al alcance de cualquiera, algo tan propio y selecto en un hombre o mujer de buen temple y cuño como la fidelidad –“more humano”, es decir, en escenarios de acoso y derribo, cayendo y alzándose- a unas creencias libremente aceptadas en serio compromiso de vida individual y social, y traducidas en santidad de vida, diríamos al brindar hoy por todos ellos en esta fiesta.
¿Qué es un “santo”? ¿A qué tipo de personas refiere la Iglesia este nombre, o qué pensamos al oír pronunciar la palabra “santo”?.
Hay “santos” que se pueden llamar de altar. Diríamos los oficialmente proclamados “santos”; los destinados a llevar aureola de “santo” en la cabeza; los que –por así decir- consiguieron medalla en los juegos olímpicos de las virtudes humanas y cristianas (que no andan lejos ni reñidas al ser modos correlativos de virtuosismo). Vamos, los primeros en el “ranking” de las cercanías y aproximaciones del hombre a lo divino.
Hay otros “santos” que llamaríamos de zapato y calcetín. Hombres y mujeres que, sin aureola oficial de santos, lo son porque han querido y empeñado en poner su “currículo” al servicio de su conciencia y no al revés. Si la conciencia del hombre es el hombre mismo que, consciente y libre, sencillamente, sin alharacas ni aspavientos, sin levantar a su paso olas de admiración o sin actuar heroísmos vistosos, tropezando y levantándose como hombres y mujeres que son, hacer a diario de su fe cristiana un compromiso de fidelidad y de responsabilidad con sus creencias es tarea de “santo”, aunque nadie se lo llame ni vaya en el elenco de los canonizados.
Pueden darse incluso “santos” llamados laicos. Los que responderían a la pleitesía debida a ese “Dios laico” que reivindica Ortega y Gasset, en su ensayo titulado “Dios a la vista” –un verdadero prodigio del saber estar ante Dios de un hombre que, no siendo ni presumiendo ser ni cristiano ni católico, nunca cierra su puerta a lo divino. Lo hace, además, con el buen sentido y, hasta la gracia, del hombre que nunca se cierra a la verdad, venga de donde venga.
“Hay épocas –dice- de ‘odium Dei’, de gran fuga lejos de lo divino, en que esta enorme montaña de Dios llega casi a desaparecer del horizonte. Pero al cabo vienen sazones en que, súbitamente, con la gracia intacta de una costa virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora de ahora es de este linaje y procede gritar desde la cofa; ¡Dios a la vista!... No se trata de beatería ninguna; no se trata siquiera de religión. Sin que ello signifique escatimar respeto alguno a las religiones, es oportuno rebelarse contra el acaparamiento de Dios que suelen ejercer. El hecho, por otra parte, no es extraño; al abandonar las demás actividades de la cultura el tema de lo divino, sólo la religión continúa tratándolo, y todos llegan a olvidar que Dios es también un asunto profano… La religión consiste en un repertorio de actos específicos que el ser humano dirige a la realidad superior: fe, amor, plegaria, culto. Pero la realidad divina tiene otra vertiente, en la cual se prenden otros actos mentales perfectamente ajenos a la religiosidad. En ese sentido cabe decir que hay un Dios laico, y este Dios, o flanco de Dios, es lo que ahora está a la vista” (Ver Obras Alianza Editorial, Madrid, 1998, vol, II, pp. 493-4).
Sin ponerme a precisar ahora este lenguaje, sugerente y hasta correcto si se le matiza bien (ese Dios laico o profano al que se refiere Ortega es el Dios revelado en el Evangelio del Dios cristiano, el Dios hecho hombre), admitamos que también pueden darse “santos laicos”, hombres y mujeres de los venidos “de toda nación, raza, pueblo y lengua”, que, ajenos sin culpa a la Buena Nueva del Evangelio, llevan a su vida el instinto humano y natural de “lo divino”; esa nostalgia de Absoluto que, como señala George Steiner, anida en la entraña misma de “lo humano”; o esa “increíble necesidad de creer” que Julia Kristeva consigna como prioridad espiritual del hombre.
Verdad es, por lo demás, que “santos laicos” no pueden llamarse ni el yihadista que mata en el nombre de Dios, al ser un malvado, ni tampoco el experto en dar patadas a un balón o el artista en conducir un Fórmula uno, por no ser Dios ni un maestro en dar patadas a nada ni un diseñador de coches de competición. Ni héroes ni santos serían todos estos; solamente muy bien dotados en estas artes lúdicas. “Santos de pacotilla” podrían llamarse sii hubiera empeño en adaptarles el calificativo de “santos”
En la sociedad postmoderna en que vivimos, en la que mencionar en público el nombre de Dios parece quemar los labios o ser delito, necesitamos con urgencia “santos”, aunque fuere de los “santos laicos” en su sentido auténtico antes dicho. Necesita sobremanera esta sociedad, que en tantas cosas muestra ser la sociedad de los “odios” a gogó -si quiere que amainen las furias del odio- que la gente honrada –hasta la que pudiera llamarse atea o agnóstica- no siga instalada en el “odium Dei”. Empeñada en echar a Dios cada vez más lejos de sus “cosas”.
Sin Dios, como ya presagiara Voltaire en más de una ocasión, el peligro de que se robe, se falsee, se desprecie, se mate con la facilidasd o naturalidad con que se toma un vino o una cerveza o se relativice todo hasta ser todo cosa de los ojos que lo miran, se crece hasta volverse una plaga.
Si a Ortega, como vemos, no se le caían los anillos por mencionar a Dios, ni sentía complejos por dar a la religión y a Dios –incluso al “Dios cristiano” como él dice- lo que a la religión y a Dios es debido, ¿será propio de gente normal (se trate de “intelectuales” o picapedreros), ese prurito –tan conflictos interiores no resueltos- de quitarlo hasta de los labiods como si los quemara?
Santos normales quiere Dios y no furris o tarados. Que no es santo el que no puede ser malo; sino el que, pudiendo serlo y a veces siéndolo, lucha, en nombre del “Dios cristiano” y hasta del “Dios laico”, por ser auténtico en los terrenos propios de su vocación y proyecto de vida, cumplidor de sus deberes, lealmemnte y sin trampas, para con el Dios –cristiano o laico- que alimenta sus creencias y moviliza su conciencia.
Giovanni Papini tuvo tiempos de huida de Dios y hasta de “odium Dei”. En sus pasos por salir –como él dice- de los sótanos de su alma plena de orgullo y se decidió a respirar “l’aria divina dell’assoluto”, a satisfacer sus ansias de absoluto, un santo cristiano, un gran santo –San Agustín- le vino al pelo como patrón de su propio estilo humano.
Y la Introducción a obra su “Sant’Agostino” (Firenze 1929) la cierra con unas frases tan soberbias y atinadas para nuestro caso que no me privo de reproducirlas hoy como final de estas reflexiones. Trata el converso Papini de expresar lo que quiere o pretende al escribir el libro. “Non ho nascosta o velata nessuna delle colpe di Agostino giovane, a differenza di certi panegirista di buona volontà ma di poco senno, i quali si studiano di ridurre quasi a nulla la pecaminosita dei cionvertiti e dei santi, non pensando che proprio nel esser riusciti a salire del letamaio alle stelle consiste la loro, gloria e si manifesta la potenza della Grazia, Più profunda fu la bassura e tanto maggiore è la luce dell’altura”.
He preferido reproducir tan bello texto en su original por no maltratar la bella expresión de su contenido. La verdad y la graneza de los “santos” está que, siendo y sabiendo lo que son en luces y en sombras, han luchado y conseguido que las sombras cedan el paso a las luces. En eso está la idea de fondo del texto. Y hacen mal quienes, por enaltecer a un “santo” tratan de ocultar o disfrazar la verdad de sus defectos cuando han sido esos defectos o esas caídas e incluso esas infidelidades y has traiciones lo que patenta verdaderamente su su madera de “santo”.
Día de Todos los Santos. Un día especial para pensar y reflexionar. Y si se piensa y se reflexiona dejando un espacio para llevarse un buñuelo o un “huesido de santo” a la boca, puede ser un día completo.
Esta visión profética, del apóstol Juan desterrado en Patmos por el emperador Domiciano, se refiere al reino de Dios y trasciende la temporalidad de los pasos -problemáticos siempre, a veces dramáticos, sin faltar los de sangre y tragedia- de la Iglesia peregrina en la tierra. La visión es de apoteosis y muestra –en escenificación imaginaria y simbólica, pero viva y fiable- la esperanza cristiana tatuada en el cuerpo y alma de los “mejores hijos de la Iglesia” (Prefacio de esta fiesta), que son todos los hombres y mujeres que, con aureola o sin ella, se han esforzado por hacer de su fe un referente, real y no ficticio, de seguimiento del mensaje de Jesús, llevado a la vida de cada uno con todo su dinamismo y en todas sus expresiones. Es el perfil de un “santo” en el argot cristiano.
Fiesta cristiana de Todos los Santos. De vieja y nueva tradición. De hondo calado y universal sentido. De arraigo y peso específico en el santoral de la Iglesia.
De sabor moderno también, porque democratiza, pone al alcance de cualquiera, algo tan propio y selecto en un hombre o mujer de buen temple y cuño como la fidelidad –“more humano”, es decir, en escenarios de acoso y derribo, cayendo y alzándose- a unas creencias libremente aceptadas en serio compromiso de vida individual y social, y traducidas en santidad de vida, diríamos al brindar hoy por todos ellos en esta fiesta.
¿Qué es un “santo”? ¿A qué tipo de personas refiere la Iglesia este nombre, o qué pensamos al oír pronunciar la palabra “santo”?.
Hay “santos” que se pueden llamar de altar. Diríamos los oficialmente proclamados “santos”; los destinados a llevar aureola de “santo” en la cabeza; los que –por así decir- consiguieron medalla en los juegos olímpicos de las virtudes humanas y cristianas (que no andan lejos ni reñidas al ser modos correlativos de virtuosismo). Vamos, los primeros en el “ranking” de las cercanías y aproximaciones del hombre a lo divino.
Hay otros “santos” que llamaríamos de zapato y calcetín. Hombres y mujeres que, sin aureola oficial de santos, lo son porque han querido y empeñado en poner su “currículo” al servicio de su conciencia y no al revés. Si la conciencia del hombre es el hombre mismo que, consciente y libre, sencillamente, sin alharacas ni aspavientos, sin levantar a su paso olas de admiración o sin actuar heroísmos vistosos, tropezando y levantándose como hombres y mujeres que son, hacer a diario de su fe cristiana un compromiso de fidelidad y de responsabilidad con sus creencias es tarea de “santo”, aunque nadie se lo llame ni vaya en el elenco de los canonizados.
Pueden darse incluso “santos” llamados laicos. Los que responderían a la pleitesía debida a ese “Dios laico” que reivindica Ortega y Gasset, en su ensayo titulado “Dios a la vista” –un verdadero prodigio del saber estar ante Dios de un hombre que, no siendo ni presumiendo ser ni cristiano ni católico, nunca cierra su puerta a lo divino. Lo hace, además, con el buen sentido y, hasta la gracia, del hombre que nunca se cierra a la verdad, venga de donde venga.
“Hay épocas –dice- de ‘odium Dei’, de gran fuga lejos de lo divino, en que esta enorme montaña de Dios llega casi a desaparecer del horizonte. Pero al cabo vienen sazones en que, súbitamente, con la gracia intacta de una costa virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora de ahora es de este linaje y procede gritar desde la cofa; ¡Dios a la vista!... No se trata de beatería ninguna; no se trata siquiera de religión. Sin que ello signifique escatimar respeto alguno a las religiones, es oportuno rebelarse contra el acaparamiento de Dios que suelen ejercer. El hecho, por otra parte, no es extraño; al abandonar las demás actividades de la cultura el tema de lo divino, sólo la religión continúa tratándolo, y todos llegan a olvidar que Dios es también un asunto profano… La religión consiste en un repertorio de actos específicos que el ser humano dirige a la realidad superior: fe, amor, plegaria, culto. Pero la realidad divina tiene otra vertiente, en la cual se prenden otros actos mentales perfectamente ajenos a la religiosidad. En ese sentido cabe decir que hay un Dios laico, y este Dios, o flanco de Dios, es lo que ahora está a la vista” (Ver Obras Alianza Editorial, Madrid, 1998, vol, II, pp. 493-4).
Sin ponerme a precisar ahora este lenguaje, sugerente y hasta correcto si se le matiza bien (ese Dios laico o profano al que se refiere Ortega es el Dios revelado en el Evangelio del Dios cristiano, el Dios hecho hombre), admitamos que también pueden darse “santos laicos”, hombres y mujeres de los venidos “de toda nación, raza, pueblo y lengua”, que, ajenos sin culpa a la Buena Nueva del Evangelio, llevan a su vida el instinto humano y natural de “lo divino”; esa nostalgia de Absoluto que, como señala George Steiner, anida en la entraña misma de “lo humano”; o esa “increíble necesidad de creer” que Julia Kristeva consigna como prioridad espiritual del hombre.
Verdad es, por lo demás, que “santos laicos” no pueden llamarse ni el yihadista que mata en el nombre de Dios, al ser un malvado, ni tampoco el experto en dar patadas a un balón o el artista en conducir un Fórmula uno, por no ser Dios ni un maestro en dar patadas a nada ni un diseñador de coches de competición. Ni héroes ni santos serían todos estos; solamente muy bien dotados en estas artes lúdicas. “Santos de pacotilla” podrían llamarse sii hubiera empeño en adaptarles el calificativo de “santos”
En la sociedad postmoderna en que vivimos, en la que mencionar en público el nombre de Dios parece quemar los labios o ser delito, necesitamos con urgencia “santos”, aunque fuere de los “santos laicos” en su sentido auténtico antes dicho. Necesita sobremanera esta sociedad, que en tantas cosas muestra ser la sociedad de los “odios” a gogó -si quiere que amainen las furias del odio- que la gente honrada –hasta la que pudiera llamarse atea o agnóstica- no siga instalada en el “odium Dei”. Empeñada en echar a Dios cada vez más lejos de sus “cosas”.
Sin Dios, como ya presagiara Voltaire en más de una ocasión, el peligro de que se robe, se falsee, se desprecie, se mate con la facilidasd o naturalidad con que se toma un vino o una cerveza o se relativice todo hasta ser todo cosa de los ojos que lo miran, se crece hasta volverse una plaga.
Si a Ortega, como vemos, no se le caían los anillos por mencionar a Dios, ni sentía complejos por dar a la religión y a Dios –incluso al “Dios cristiano” como él dice- lo que a la religión y a Dios es debido, ¿será propio de gente normal (se trate de “intelectuales” o picapedreros), ese prurito –tan conflictos interiores no resueltos- de quitarlo hasta de los labiods como si los quemara?
Santos normales quiere Dios y no furris o tarados. Que no es santo el que no puede ser malo; sino el que, pudiendo serlo y a veces siéndolo, lucha, en nombre del “Dios cristiano” y hasta del “Dios laico”, por ser auténtico en los terrenos propios de su vocación y proyecto de vida, cumplidor de sus deberes, lealmemnte y sin trampas, para con el Dios –cristiano o laico- que alimenta sus creencias y moviliza su conciencia.
Giovanni Papini tuvo tiempos de huida de Dios y hasta de “odium Dei”. En sus pasos por salir –como él dice- de los sótanos de su alma plena de orgullo y se decidió a respirar “l’aria divina dell’assoluto”, a satisfacer sus ansias de absoluto, un santo cristiano, un gran santo –San Agustín- le vino al pelo como patrón de su propio estilo humano.
Y la Introducción a obra su “Sant’Agostino” (Firenze 1929) la cierra con unas frases tan soberbias y atinadas para nuestro caso que no me privo de reproducirlas hoy como final de estas reflexiones. Trata el converso Papini de expresar lo que quiere o pretende al escribir el libro. “Non ho nascosta o velata nessuna delle colpe di Agostino giovane, a differenza di certi panegirista di buona volontà ma di poco senno, i quali si studiano di ridurre quasi a nulla la pecaminosita dei cionvertiti e dei santi, non pensando che proprio nel esser riusciti a salire del letamaio alle stelle consiste la loro, gloria e si manifesta la potenza della Grazia, Più profunda fu la bassura e tanto maggiore è la luce dell’altura”.
He preferido reproducir tan bello texto en su original por no maltratar la bella expresión de su contenido. La verdad y la graneza de los “santos” está que, siendo y sabiendo lo que son en luces y en sombras, han luchado y conseguido que las sombras cedan el paso a las luces. En eso está la idea de fondo del texto. Y hacen mal quienes, por enaltecer a un “santo” tratan de ocultar o disfrazar la verdad de sus defectos cuando han sido esos defectos o esas caídas e incluso esas infidelidades y has traiciones lo que patenta verdaderamente su su madera de “santo”.
Día de Todos los Santos. Un día especial para pensar y reflexionar. Y si se piensa y se reflexiona dejando un espacio para llevarse un buñuelo o un “huesido de santo” a la boca, puede ser un día completo.