« Anda, tu fe te ha curado »



El paternal designio de Dios no cambia. Lo profetizó Jeremías en los oráculos denominados «Libro de la consolación», del que está tomada la primera lectura dominical de hoy (cf. Jer 31,7-9). El profeta nos pone a la vista un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado y humillado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, a causa también de la devastación de Jerusalén y del Templo, y como consecuencia, en fin, de la deportación a Babilonia.

Un mensaje de alegría, éste del profeta Jeremías, para el «resto» de los hijos de Jacob, a quienes se anuncia un futuro de esperanza, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino recto y fácil, sin treguas ni sobresaltos. Las personas menesterosas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada, la parturienta, etc., experimentarán la fuerza y la ternura del Señor, fuentes ambas de misericordia: Dios es un padre para su pueblo elegido, y padre dispuesto a cuidar de él como su primogénito (cf. Jr 31,7-9).

Bien se le alcanza a Jeremías que la salvación de Dios es dimensión interior y no política, suave y nunca tremendista, cordial y jamás periférica. Disfruta por eso el profeta de la dulce amistad con Dios, entiende el pecado como ruptura maloliente de esa amistad tan pura, y es, en resumen, el mejor anunciador de la Nueva Alianza, basada fundamentalmente en la relación íntima del alma con Dios, y en la entrega de la vida, con abnegación y sufrimiento, al servicio divino. Todo lo cual hace de Jeremías una imagen viva del «Siervo Sufriente» anunciado por Isaías y lo convierte, por tanto, en una especie de imagen anticipada de Cristo.



La sagrada Liturgia culmina el vaticinio jeremíaco echando mano del Salmo 125: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres». Salmo, este, dirigido a los repatriados que luchaban con las dificultades de la restauración: el regreso del destierro babilónico prefigura el advenimiento de la era mesiánica. Salmo en el que se invoca a Dios y se le pide que haga volver «a nuestros cautivos como torrentes en el Négueb», que, casi siempre secos, se llenan bruscamente en invierno y fertilizan la tierra. Porque es Dios quien llama, convierte, ayuda y da plenitud. Y lo hace por medio de su divino Hijo.

De esta bella idea se ocupa la segunda lectura (Hb 5,1-6). La carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que nos sorprende, porque aporta algunas cualidades del Hijo encarnado. Debe ser –dice- una persona metida en «compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza» (5,2) y asimismo —todavía mucho más fuerte— «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (5,7).

Un elemento esencial de nuestro ser hombre es, para Hebreos, la compasión, o sea con-sufrir o sufrir-con los demás: es esta la verdadera humanidad. No el pecado, no; porque el pecado nunca es solidaridad, sino al contrario: su negación. El pecado es vivir la vida para sí mismo, en lugar de darla. Es un monumento de inhibición, de egoísmo y gallofa interior. La verdadera humanidad es, más bien, participar realmente en el sufrimiento del ser humano, condolerse, animar a base de comportar cruces y desgracias ajenas.

Significa también ser un hombre de compasión, o sea de estar en el centro de la pasión humana, de llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: Dios, ¿dónde estás tú en este mundo? (cf. Jer 2,8). Justamente lo que Jesús de Nazaret hizo en la tierra cuando por ella pasó «haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Cumplidamente lo corrobora el fragmento evangélico de hoy (Mc 10,46-52).



Durante el camino, Jesús ha intentado por encima de todo que sus discípulos llegaran a ver y comprender lo relativo a su persona y a su obra, la cual, por cierto, no queda limitada a sus discípulos, qué va. Se dirige también al mendigo ciego, cuyo seguimiento a Jesús permite saber que sus ojos han quedado abiertos para percibir no ya sólo el mundo que le rodea, sino también todo lo que atañe a la persona de Jesús.

El paternal designio de Dios –he dicho antes- no cambia. Y es que a través de los siglos y de las numerosas y complejas vicisitudes de la historia, apunta siempre a la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Ello implica su predilección por todos los que están privados de libertad y de paz, por cuantos han visto violada su dignidad de personas humanas, por los que la mala suerte ha querido, evidentemente sin ellos pretenderlo, que vivan oprimidos y desharrapados dentro de ese latifundio planetario de la mendicidad.

No hay más que alzar la vista por encima de los muros de la patria nuestra para reconocer que hay otros lares peores incluso que los de aquí: desdichadamente, la pobreza no conoce excepciones en el planeta. Tampoco los farallones de injusticias, enfermedades, guerras y violencia se libran del zarpazo. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el ciego Bartimeo, que «mendigaba sentado junto al camino» (Mc 10,46) a las puertas de Jericó.

Precisamente por ese camino pasa Jesús Nazareno. Lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que se encamina el Mesías por nosotros. Es el camino de su éxodo que es también el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz.

Ocurre luego que el Señor Jesús encuentra en ese camino a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se hacen un único camino. « ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v.47), grita el ciego con confianza. Replica Jesús: « ¡Llamadlo! », y añade: « ¿Qué quieres que te haga? » (v.51). Porque resulta que Dios es luz y creador de la luz. Y el hombre es hijo de la luz, está hecho para ver la luz, pero la pérdida de su vista le ha obligado a mendigar.

El Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros, pasa junto a él: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. « ¿Qué quieres que te haga? ». Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien hable; quien se ponga de pie; quien encuentre el valor de pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de la voz misma de su hijo la libre voluntad de volver a ver la luz, esa luz para la que lo ha creado. « Rabbuní, ¡que vea! » (v. 51). Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te ha salvado” (v.52). Y al instante recobró la vista y lo seguía por el camino» (Mc 10, 51-52).

Bellísima jaculatoria esta del «Hijo de David, ten compasión de mí» que yo no acierto a imaginarme sin emoción ni llanto incontenido en Bartimeo. Toca esta súplica el tierno corazón de Cristo, que se detiene, lo manda llamar y lo cura. El momento decisivo fue, así, el encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel hombre que sufría. Aquel hombre presa del dolor y de la indiferencia ajena.

Se encuentran uno frente al otro: Dios, deseando curar; y el hombre, anhelando ser curado. Libertades y voluntades ambas, convergentes, llamadas a encontrarse: « ¿Qué quieres que te haga? », le pregunta el Señor. «Que vea», responde el ciego. «Vete, tu fe te ha curado». Con estas palabras se realiza el milagro. Alegría de Dios, alegría del hombre.

Pero Bartimeo, una vez recobrada la vista «lo sigue por el camino» -narra el evangelio-, es decir, se convierte en su discípulo y sube con el Maestro a Jerusalén para participar con él en el gran misterio de la salvación. Evoca este relato, en sus aspectos fundamentales, el itinerario del catecúmeno hacia el sacramento del bautismo, que en la Iglesia antigua se llamaba también «iluminación».

La fe es un camino de iluminación: parte de la humildad de reconocerse necesitados de salvación y llega al encuentro personal con Cristo, que llama a seguirlo por la senda del amor. Según este modelo se presentan en la Iglesia los itinerarios de iniciación cristiana, que preparan para los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

En los lugares de antigua evangelización, donde se suele bautizar a los niños, se proponen a los jóvenes y a los adultos experiencias de catequesis y espiritualidad que permiten recorrer un camino de redescubrimiento de la fe de modo maduro y consciente, para asumir luego un compromiso coherente de testimonio.

Redescubriendo el valor del bautismo estamos, en la base misma del compromiso misionero de todo cristiano, porque vemos en el Evangelio que quien se deja fascinar por Cristo no puede menos de testimoniar la alegría de seguir sus pasos. En este otoñal octubre, dedicado especialmente a la misión –baste recordar el Domund-, comprendemos mucho mejor que, precisamente en virtud del bautismo, poseemos una vocación misionera connatural.

Las circunstancias que rodean al mendigo invidente Bartimeo ponen de manifiesto que los ciegos aparecen como los representantes de la miseria y desesperanza humanas. Bartimeo se ha forjado su propia idea sobre el «Nazareno», su procedencia no le crea ningún obstáculo y le habla lleno de confianza.

Para los lectores cristianos, el ciego pasa a ser el modelo del creyente y discípulo que ante nada retrocede y que sigue a Jesús en su camino de muerte. Para Marcos, no obstante, tiene también importancia especial que Jesús no rechace el título de Mesías y ni siquiera el de «Hijo de David», más peligroso todavía políticamente hablando. Porque es el Mesías, sí, aunque no como los judíos esperaban.



El suyo es reino de paz, según lo testifica a los sabios la entrada real y pacífica de Jesús en Jerusalén sobre un pollino. La curación era sólo un signo de la fe salvadora. Así como la fe ha curado al ciego, le ha «salvado» con ayuda de Jesús, así también la fe, que conduce a la unión con Jesús y a su seguimiento por el camino de la muerte, proporciona la verdadera salvación a todo cristiano en busca de luz (Schnackenburg, R. El Evangelio según San Marcos).

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