Ascensión del Señor

(“Ascensión del Señor”, Antonio de Lanchares, 1609). Liturgia Hispano-Mozárabe

Celebra hoy la Iglesia la «solemnidad de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, cuando cuarenta días después de la Resurrección fue elevado al cielo en presencia de los discípulos, sentándose a la derecha del Padre, hasta que venga en su gloria a juzgar a vivos y muertos» (Martirologio Romano). San Lucas la refiere dos veces. Una, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando «a la vista de ellos, o sea los discípulos, fue levantado al cielo» (1,1-11:9); y la otra, cuando en su evangelio precisa que, «mientras los bendecía (a los discípulos), fue llevado hacia el cielo» (24,50-53:51).

La sagrada liturgia ofrece algún detalle más a la interpretación del Misterio: no contenta con lo referido por san Lucas, añade un interesante pormenor aducido por san Pablo en la Epístola a los Efesios: «Sentándole -dice el Apóstol- a su diestra en los cielos» (1,17-23:20).

Hay todavía otro matiz no exento de interés para la sagrada liturgia, para la Iglesia e incluso para la teología (de la ascensión, claro). Se trata de un matiz relativo al momento solemne de elevarse Jesús al cielo a la vista de los Apóstoles. Lo refleja el salmista al exclamar en el Salmo 46, [Sal 47 (46)]: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas» (Sal 46,6). El salmo 47 (46) es un himno escatológico, el primero de los «salmos del Reino (cf. Sal 93s), el cual amplifica la aclamación «Yahveh es Rey». El Rey de Israel sube al Templo con un cortejo triunfal, en medio de las aclamaciones rituales (Sal 33,3+). Su imperio se extiende a todos los pueblos, que vendrán a sumarse al pueblo elegido. Y bien, la sagrada liturgia aplica de lleno este pasaje como estribillo a cantar durante el momento de la solemne ascensión del Señor al cielo.

La teología, por su parte, nos viene luego a precisar quién es el que asciende. Porque la referencia lucana del fue elevado (levantado) al cielo denota que hay una fuerza que tira de Cristo hacia arriba. ¿Cómo entender, pues, ese subir al cielo, o ese ser elevado al cielo, si quien asciende es el Hijo de Dios, el cual es, con el Padre, un solo Dios: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero? El Hijo de Dios encarnado al que llamamos Cristo, no por encarnarse dejó de ser Hijo de Dios. Ahora bien, al haberse encarnado, sus actos humanos todos son, por ser antes divinos, actos asimismo redentores e infinitos. Trasladado este análisis biográfico al Misterio de la Ascensión nos da como consecuencia el canto del salmo: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas» (Sal 46,6).

Más aún: con la ascensión del Señor se consuma la encarnación del Verbo que ha glorificado en sí a la naturaleza humana que había asumido para redimirla (cf. Oración para después de la comunión). La presencia de Cristo glorificado a la derecha del Padre es de intercesión sacerdotal por nosotros todos. Él nos enviará el Espíritu que actuará siempre con nosotros en la labor de anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos (cf. Evangelio). Él, por tanto, es el autor de la santidad y de la gracia que se nos da en los sacramentos (cf. Prefacio para después de la ascensión). El Señor volverá al fin de los tiempos para dar plenitud a lo que ha comenzado a incoarse en su ascensión: nuestra entrada definitiva en la casa del Padre (cf. 1.ª oración).

El Pastor de almas Agustín de Hipona abunda en la faceta pastoral de este Misterio: «La resurrección del Señor es nuestra esperanza; su ascensión, nuestra glorificación. Hoy celebramos la solemnidad de la Ascensión. Si, pues, celebramos como es debido, fiel, devota, santa y piadosamente, la ascensión del Señor, ascendamos con él y tengamos nuestro corazón levantado» (Sermón 261,1). «Nuestro Señor Jesucristo ha subido hoy al cielo; suba con él nuestro corazón…Como él ascendió sin apartarse de nosotros, de idéntica manera también nosotros estamos ya con él allí, aunque aún no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que tenemos prometido. El ha sido ensalzado ya por encima de los cielos; no obstante, sufre en la tierra cuantas fatigas padecemos nosotros en cuanto miembros suyos» (Sermón 363 A,1).

Como el humo del incienso en la incensación…

Se va Jesús, sí, asciende en su condición gloriosa de Hijo de Dios, pero continúa de otra manera presente y actuante, más allá de los límites del espacio y del tiempo; es la novedad del Resucitado. Ahora es el tiempo de su Espíritu en el discípulo para vivir en todo lugar con Jesús, actuar desde Jesús, y llevar a Jesús al mundo.

La ascensión de Jesús es el triunfo de la humanidad, porque la humanidad está unida a Dios para siempre, y glorificada para siempre en la persona del Hijo de Dios. Cristo glorioso jamás permitirá ser separado de su Cuerpo. Estamos ya unidos a Él en su vida celestial porque ha ido por delante de nosotros como Cabeza nuestra. Además, Cristo nos confirma el derecho de estar con Él y desde su trono de gracia infunde constantemente la vida ‑su propia vida‑ en nuestras almas.

No sólo tomamos parte nosotros ‑la Iglesia‑ en la vida de la Cabeza glorificada, sino que Cristo Cabeza comparte plenamente la vida peregrinante de su Cuerpo y la dirige y canaliza hacia su recto fin en la gloria celestial. En el misterio de la Ascensión, Jesús cumple el papel sacerdotal que le ha asignado el Padre: interceder por sus miembros, «pues vive siempre para interceder en su favor» (Heb 7,25). Separado de sus discípulos (cf. Lc24,50s; Hch 1,2.9) y de nosotros el día de su Ascensión, no se trata de un abandono, pues Él permanece para siempre con ellos —y con nosotros— de una forma nueva. Jesús mismo les dijo: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre» (Lc 24,48s).

El Señor atrae la mirada de los Apóstoles —nuestra mirada— hacia el cielo para indicarles cómo recorrer el camino del bien durante la vida terrena. Sin embargo, él permanece en la trama de la historia humana, está cerca de cada uno de nosotros y guía nuestro camino cristiano: acompaña a los perseguidos a causa de la fe, está en el corazón de los marginados, se halla presente en aquellos a los que se niega el derecho a la vida, aboga por los menesterosos.

Al abrirnos el camino del cielo, pues, el Señor nos permite saborear ya en esta tierra la vida divina. Un autor ruso del siglo XX, en su testamento espiritual, escribió: «Observad más a menudo las estrellas. Cuando tengáis un peso en el alma, mirad las estrellas o el azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan, ... deteneos a mirar el cielo. Así vuestra alma encontrará la paz» (N. Valentini - L. Žák (ed.), Pavel A. Florenskij. Non dimenticatemi. Le lettere dal gulag del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, Milán 2000, p. 418).

La teología de las Ascensión viene a poner de relieve que en Cristo nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une con el Cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto, en volutas de humo, el suave aroma de su consunción, así, cuando elevamos al Señor nuestra fervorosa plegaria llena de confianza en Cristo, esta penetra los cielos, llega al Trono de Dios y es por Él escuchada, bendecida y santificada.

Escribe san Agustín comentando el salmo 85 unas consideraciones que vienen aquí muy oportunas: «Dios -empieza diciendo- no puede dar ningún don mayor a los hombres que hacer que su Verbo, por el cual creó todas las cosas, fuese Cabeza de ellos y adaptarlos a Él como miembros, a fin de que fuese Hijo de Dios e hijo del hombre; un solo Dios con el Padre y un solo hombre con los hombres. Por tanto, cuando hablamos a Dios suplicando, no separamos al Hijo de la plegaria; y cuando ruega el Cuerpo del Hijo, no aparta de sí a su Cabeza; y así es el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el único Salvador de su Cuerpo, el cual pide también por nosotros y en nosotros y también oramos nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como nuestra Cabeza; y nosotros oramos a Él como nuestro Dios. Reconozcamos en Él nuestra voz, y su voz en nosotros» (In Ps. 85,1). 

Como fiesta específica del retorno de Cristo al Padre, fijada en el día cuadragésimo después de la Pascua, la Ascensión irrumpe a finales del siglo IV. Es, por tanto, de gran antigüedad. Los primeros testimonios en Oriente son Gregorio de Nisa en el 388, y Juan Crisóstomo; en Occidente, por contra, Cromacio de Aquileya y Filastrio de Brescia, sin duda, posteriores a los orientales. Agustín llama todavía a esta fiesta Quedragesima Ascensionis: sus sermones reflejan la costumbre litúrgica de Hipona y Cartago. Los formularios eucológicos del Sacramentarium Leonianum: son los más antiguos de la liturgia romana [eucología es el conjunto de oraciones de un formulario litúrgico]. Tal vez el visigótico Liber Commicus conserva el primitivo sistema de lecturas de la misa en España [Liber Comicus Liber Comitis  (del latín liber-«libro» y comes-«compañero») es un leccionario que contiene pasajes para ser leídos en voz alta durante el oficio divino y la misa]. Las últimas dos lecturas (Hch 1,1-11; Lc 24,36-53) son comunes también a la liturgia bizantina. Parece que con la reforma carolingia el uso de las mismas se generalizó (V. Saxer: DPAC I, 388).

Los Apóstoles, después de la Ascensión, regresaron a Jerusalén “con gran alegría”

Resurrección y ascensión son el mismo misterio: se trata de la gloria de Cristo tras su peregrinación terrena. Más aún: muerte, resurrección, ascensión ocurren en el mismo «instante de Dios», desprendidos de la cronología que marca nuestro reloj de la tierra mientras vamos de camino.

Dice san Juan que Él es nuestro abogado: nos defiende siempre de las asechanzas del diablo, de nosotros mismos, de nuestros pecados (cf. 1 Jn 2,1-2). Y san Lucas, que los Apóstoles, después de haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén «con gran alegría» (24,52). ¿Por qué, si era una despedida y las despedidas suelen ser tristes? Porque, animados de fe, comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús permanece por siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos. Es justamente lo que hoy acontece también entre Jesús y nosotros. La Ascensión, por eso, bien pudiera ser conocida y vivida y denominada como solemnidad de la esperanza.

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