Domingo de la Santísima Trinidad
Ningún misterio cristiano, de los muchos que atesora la Revelación, admite ser comparado con el de la Santísima Trinidad. No es que sea solo insuperable, es que tampoco resulta ni remotamente igualable. Y ello por densidad conceptual, exigencia expositiva o rigor analítico. Este modo de hablar puede que se antoje tanto más curioso cuanto que ningún misterio cristiano goza de tanta recurrencia en las almas, que a él acuden, en él se encierran, de él dan testimonio, con él, en fin, acrecientan y afinan su fe.
Al principio de la Misa, por ejemplo, el celebrante saluda valiéndose de san Pablo: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros» (2 Co 13,13). Ella, la Trinidad adorable, acude, pues, a nuestros labios cuando nos adentramos en lo más sublime que un cristiano puede ofrecer a Dios cada día, es decir, la Santa Misa. Ella, la Trinidad insondable, preside nuestras oraciones, nos acompaña al hacer la señal de la cruz, endereza nuestros pasos desde que empezamos a pisar la dudosa luz del día hasta que los acantilados del crepúsculo anuncian que la noche se echa encima. La Trinidad infinita y Misterio de los misterios concluye fórmulas de alabanza al Cielo mediante doxologías trinitarias. Ella, en suma, bendice a los fieles al término de la Misa cuando el sacerdote despide a la asamblea.
El de la Santísima Trinidad, además de cristiano, es el Misterio de los misterios y, como tal, imposible de exponer ni comprender debidamente. Sólo cabe abismarse, adorar, aceptar desde la fe. Es lo que distingue a la cristiana de las otras religiones. Y no sólo eso. Preside también los ciclos litúrgicos todos. Eleva el recogimiento en la vida sacramental. Señorea en las fórmulas bautismales. Sublima la actividad del espíritu. Aviva la vida de la gracia. Da luz y sentido a toda la vida contemplativa, desde la ascesis hasta la mística: esto en la Jornada pro orántibus se pone muy de manifiesto, pues, como bien dice san Agustín, «no existe materia donde con mayor peligro se desbarre ni se investigue con más fatiga, o se encuentre con mayor fruto» (La Trinidad 5, 4.5).
« ¿Quién será capaz de comprender la Trinidad omnipotente? –se pregunta el de Hipona para proseguir y concluir-. ¿Y quién no habla de ella, si es que de ella habla? Rara el alma que, cuando habla de ella, sabe lo que dice. Y contienden y se pelean, mas nadie sin paz puede ver esta visión» (Conf. 13, 11,12).
Al alma dócil, tierna, sencilla, le fascinan las sendas de la humildad y del amor. El Pastor de almas y estudioso de la Trinidad, Agustín de Tagaste, no duda en afirmar: «Ves la Trinidad si ves el amor […] Cuando amamos el amor, por el hecho de amar, ya amamos algo que ama. ¿Y qué ama el amor para que sea amado el amor? El amor que no ama no es amor. Si se ama a sí mismo, es menester amar ya alguna cosa para que se ame el amor» (La Trinidad 8, 8,12).
Tal vez no esté de sobra recordar que la Trinidad, más que comprendida, pide ser acogida; y más que estudiada, amada y adorada; y más que sentida, propiamente presentida y atisbada. También pudiera uno interrogarse de esta guisa: ¿es que sentir, al menos por esta vez, no es ya un modo de comprender? Y estudiar, pero en quietud orante, ¿no es ya, por ventura, una manera de amar? ¿Y no es adorar, en resumidas cuentas, el mejor modo de sentir y presentir?
La Trinidad tiene que tocar lo más íntimo de la sensibilidad moderna, llegar hasta la fibra más delicada y sutil del yo, renovar lo genuinamente humano por ser ella, justo, energía enteramente divina. Olvidarla, siendo así, desentenderse de su benéfico influjo por creerla demasiado lejana, relegarla a los fríos espacios de la razón, sería como vagar por los extraños recovecos del pensamiento, resignarse a no contar con la más hermosa flor en el jardín de la convivencia, privar del aire fresco, en resumen, al íntimo y vital espacio del entorno religioso.
Nunca debe ser enfocada la Trinidad como utopía, a la manera en que uno analiza lo abstracto. Si decimos que la Trinidad es comunidad de amor, y que por tal se nos da, habrá entonces que sacar la necesaria consecuencia de aprender unos y otros a ser comunidad de comunión unidos al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo. Más aún: convivir en paz, repartir con largueza, compartir por desinterés, será la inequívoca señal de que, en quienes así conviven y reparten y comparten, reina la Trinidad con su misterioso equilibrio entre unión y asociación, infinita entrega y divino amor, dinamismo y quietud.
Trinidad e interioridad. Hablar de la Trinidad santísima vale tanto como adentrarse en la interioridad compartida. La interioridad se hace imprescindible para el sereno y vital diálogo con Dios. Exige abrir marcha por el diálogo ad intra que las tres personas adorables mantienen entre sí, pero a la vez, supone continuar por el que, como ejercicio de las operaciones ad extra, entablan esas mismas personas-Trinidad con su criatura el hombre. Creado éste «a imagen de Dios», ¿no habrá, por tanto, que poner las cosas en su sitio y empezar entendiéndolo más bien como creado a imagen de la Trinidad santísima?
Gracias a la Trinidad nunca podremos decir que lo mejor en convivencia sea la retirada de uno al Aventino, el repliegue a un silencio interior opaco y estéril. Hay silencios que educan, y los hay que aturden. El silencio trinitario siempre fue sonoro; y la compañía de los Tres, dulce; y su actividad, incesante; y su mancomunada vida, el mayor de los deleites, la más sublime sabiduría que de su divina y simplicísima esencia quepa extraer.
Escribe don José Ortega y Gasset que «los discípulos preguntaron una vez al sabio maestro de la India cuál era el gran brahmán; es decir, la mayor sabiduría. El maestro no respondió. Creyendo los discípulos que estaba distraído, reiteraron la pregunta. Pero el maestro calló también. Otra vez y otra insistieron los discípulos, sin obtener mejor respuesta. Cuando se hubieron cansado de preguntar, el maestro abrió la boca y dijo: “¿Por qué habéis repetido tantas veces vuestra pregunta, si a la primera os respondí? Sabed que la mayor sabiduría es el silencio”» (Obras completas. Revista de Occidente, Madrid 1966, 7ª ed., p. 625).
Dejó ya dicho san Hilario, por su parte, que Dios «está solo, mas no es solitario» (no está aburrido, vamos): Deus solus, sed non solitarius. Es social en su interioridad. Es el «Trespersonas». En Dios hay tres centros vectoriales de relación social (que, en frase un tanto abusiva e inexacta, sujeta por lo menos a interpretaciones equívocas, llamamos personas). La palabra «persona», pues, debe matizarse cuando la predicamos de Dios. «Decimos tres personas –declara explícitamente san Agustín—para no guardar silencio, no para decir lo que es la Trinidad» (La Trinidad 5, 9,10).
Trinidad y eclesialidad.- La Iglesia es, según afirma certeramente el cardenal Henri de Lubac, misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo, en suma, la Iglesia de la Trinidad, puesto que todos los procesos de salvación, obra de las tres divinas personas, se cumplen en su maternal regazo, pero la salvación no es suya, sino que viene del Padre, del Hijo y del Espíritu (Meditación de la Iglesia, Madrid 1980). Diré más, la Iglesia de la Trinidad y la Iglesia de la Unidad; que una y otra se reclaman. Son como dos facetas de un solo concepto.
«La unidad –llegó a escribir santa Isabel de la Trinidad siguiendo a Ruysbroeck- es el trono de la Trinidad» (Obras completas: Manuscrito “B”, Agosto 1906. Día segundo, p. 209). El hecho religioso –las religiones, con su variado mosaico de monoteísmos y politeísmos-- ¿no está pidiendo a gritos, por parte del cristianismo, un análisis más riguroso de la realidad unitrina? Supondría esto, por de pronto, hablar inteligente y serenamente de la Trinidad en el diálogo interreligioso: por parte del cristianismo para decir a los cuatro vientos la razón de su fe en el Dios Trespersonas, y desde las religiones no cristianas para que nos digan en qué y por qué no es posible admitir, según ellos, la Trinidad.
«La unidad de los cristianos –escribió en su día el cardenal Lercaro- no es más que un símbolo eficaz de la unidad de las Personas divinas en la Trinidad santa. Ése es un aspecto de la fe cristiana muy estimado en la teología tradicional y que encuentra en el patrimonio de las Iglesias de Oriente una expresión vivida» (Concilium 5 [1965] 152-157). Y es que la vida deviene en vida compartida cuando discurre sin franquicias, incesantemente donada a los demás. Algo curioso en nuestros días, cuando al desgaste de cristianos entregados, sensibles a la miseria tercermundista, se opone a veces el espíritu alicorto y cicatero de quienes prefieren palparse el bolsillo y dar las espaldas antes que mirar al entorno, negados a la comunicación con los demás, es decir a compartir, de puro no querer comunicar lo que tienen. «El supremo principio de este misterio [el de la unidad de la Iglesia] es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR 2: BAC 252, p.730).
Queden aquí estas consideraciones en el Domingo de la Santísima Trinidad. Al fin, el misterio trinitario pertenece a «aquellas cosas que no se expresan como se piensan ni se piensan como son» (La Trinidad 5, 3,4), pues «más se aproxima a Dios el pensamiento que la palabra, y más la realidad que el pensamiento» (Ib. 7, 4,7). De ahí la plegaria final de san Agustín en su De Trinitate: «Ante ti está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa» (Ib. 15, 28,51:cf. mi artículo «Dios Trinidad, vida compartida. Reflexiones desde san Agustín»: Religión y Cultura 46 [2000] 273-299).
Cuesta creer que a la sociedad extrovertida y proteica de esta hora posmoderna y confundidora le interesen ni mucho ni poco tales reflexiones trinitarias. Siempre hay candidatos para la vanidad, para la pérdida de tiempo, para la materia cuántica o para convertir en percheros hasta los cuernos de la luna. Claro que yo encuentro más costoso todavía suponer que, desentendida de tales reflexiones o deliberadamente omitidas por ella y en ella, pueda la susodicha sociedad ordenar el carrusel de sus fantasmas.