Domingo de la compasión
Basta con tirar de agenda para que sepamos que hoy es el día mundial del medio ambiente. Toda una invitación a ponerse la pilas y darse una vuelta con ánimo de aprender y ganas de sonreír por el reciente documento papal Laudato Si’. No faltan cualificados expertos que ya lo han bautizado como la Encíclica «verde». Una manía, si es que no frivolidad, esa de acudir sin rigor a los colores. Mas como en cosa de gustos no es fácil que la quiniela saque siempre los 14, y para gustos están los colores, y para colores las flores, uno tiende más a la enjundia que a la estética. Y celebra, cómo no, que en la Laudato Si’ quepa san Francisco de Asís todo entero. De ese modo nadie me negará que el documento de marras constituya, en la biografía del papa Francisco, la mejor definición documental de su nombre.
Por contenido litúrgico, sin embargo, uno quisiera ver en este de hoy (05/06/16: X Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C) el Domingo de la compasión, palabra hermana y sinónimo cierto de la misericordia, con lo que nos meteríamos de hoz y coz en el Año Jubilar que estamos celebrando, donde ambos términos abundan para dar y tomar y no parar.
Compasión viene de compadecer, verbo que, a su vez, nos lleva a la expresión padecer-con. La compasión, por de pronto, denota lástima, o sea sentimiento de tristeza causado por el dolor ajeno. Pero también entraña compañía, ternura, cercanía íntima y amor fraterno a raudales. Y esto, claro es, antes de aplicárselo a cualquier criatura con la que estamos llamados a ser con-dolientes y con-sufrientes y con-secuentes, reclama primero, por imperativo de lógica, partir del arquetipo de dicha conducta, el cual no puede ser otro que Dios. Por eso solemos cantar, acogidos a la fe del salmista, que Dios es compasivo y misericordioso. Y vaya que si lo es.
El rostro compasivo y misericordioso de Dios es, en efecto, Jesús de Nazaret, a quien por su obra de redención magnánima, generosa, divina en la cruz, llamamos Cristo, en quien se dan cita contemporáneamente el sacerdote, la víctima y el altar. Una compasión que en el mensaje de este domingo nos llega por los tres episodios litúrgicos proclamados, relativos ellos respectivamente a Elías, a Jesús y a san Pablo. Por eso canta hoy el salmo 30 (29), como queriendo aglutinar la acción de cada uno de los tres, y respetando siempre sus propias diferencias: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado», que sería un poco lo equivalente a “Te ensalzaré, Señor, porque conmigo has sido compasivo”. Tantos ciegos y tullidos y menesterosos desfilan por el evangelio con el consabido grito de "¡Jesús, Hijo de David: ten compasión de mí!".
El profeta Elías (1 R 17, 17-24), después de un pintoresco ceremonial para reanimar en nombre de Dios, tomó al niño y se lo entregó a su madre, diciendo: «Mira, tu hijo vive». Era tanto como afirmar: tu hijo vivo es la prueba fehaciente de la compasión de Dios contigo. Y vive, porque la compasión de Dios está contigo. Dios se ha hecho compasión (de misericordia) contigo resucitando a tu hijo. La reacción de la madre tampoco deja de tener su interés: «Ahora sí que he conocido bien que eres un hombre de Dios, y que es verdad en tu boca la palabra de Yahveh». Es el milagro lo que ha conducido a esa pobre mujer a descubrir en Elías al profeta, al hombre de Dios. Compasión, pues, delegada en Elías por quien es en sí mismo El compasivo y misericordioso. Buen prólogo litúrgico del fragmento evangélico elegido para hoy por la sagrada liturgia.
El evangelio de este domingo (Lc 7, 11-17), del inolvidable san Lucas, el evangelista de la misericordia –conviene tenerlo presente-, nos emplaza «en una ciudad llamada Naín», camino de la cual iba Jesús con sus discípulos, y justo en el momento en que «sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda». Puntualiza san Lucas que «al verla el Señor, le dio lástima». O sea, tuvo compasión de aquella pobre mujer. Y, una vez hecho el milagro, esto otro: «y Jesús se lo entregó a su madre». La reacción de los lugareños rebosa también elocuencia: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros». Como si pretendieran asegurar que Dios había usado con ellos de compasión al suscitar a Jesús de Nazaret, providencialmente presente en el duro trance de un entierro para significar que el Dios compasivo, de quien Jesús es el rostro misericordioso, ha obrado el milagro de la compasión.
Más de una vez comentó san Agustín el episodio con tintes aplicados a sí mismo: al fin y al cabo, su madre Mónica también era viuda. Y él, Agustín, por quien su madre oraba sin cesar y tanto lloraba cada día, era, en esos momentos previos a la conversión, como el hijo muerto de la viuda de Naín. Predicando el sermón 98,4, y aquí sin autobiografía por medio, no dejó sin embargo de acudir a la misericordia y a la compasión. «Conmovido de misericordia por las lágrimas de la madre viuda y privada de su único hijo –explica el santo- , hizo lo que habéis oído, diciendo: Joven, yo te lo ordeno, levántate (Lc 7,14). Resucitó el difunto, comenzó a hablar y se lo entregó a su madre» (Sermón 98,4).
El tercer personaje al que la sagrada liturgia recurre hoy para ilustrar la fuerte dosis de compasión que planea en el mensaje dominical es san Pablo escribiendo a los Gálatas (1,11-19). Desvela el autor de la carta a sus destinatarios poniendo precisamente de relieve su vocación apostólica, producto ella también, sin duda alguna, de la compasión: «Cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia se dignó revelar a su Hijo en mí para que yo lo anunciara a los gentiles».
Vocación apostólica, pues, fruto de la divina compasión, hecha pura misericordia para todo el pueblo gentil en aquel vaso de elección llamado Pablo. De ahí su previo esclarecimiento a los Gálatas: «El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo». Entra de medio a medio aquí el carácter gratuito de la vocación, la fuerza incoercible de la misión, y la consecuencia indeclinable de la compasión.
Pablo nos da pie también a nosotros para concluir que nuestra vocación cristiana es hija de la compasión de Dios. Y el salmista viene de nuevo al quite para terciar entre el desahogo paulino y nuestra resuelta voluntad de hacer propia y bien asumida la enseñanza litúrgica del día. El salmo 30 (29) es conclusivo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado». Y me has librado, Señor, claro que sí, porque conmigo has sido misericordioso y compasivo. Buenos materiales estos, faltaría más, para seguir construyendo la Iglesia en el presente Año Jubilar de la Misericordia. Iglesia de la misericordia. Iglesia de la compasión. ¡Y pensar que en el cristianismo hay tantos cristianos, no pocos, con esta asignatura todavía pendiente!