Iglesia de mártires



Naturalmente que una Iglesia que se olvidara de sus mártires, más que madre sería madrastra. No se concibe, pues, que haya católicos por ahí disconformes con que el Papa nos recuerde de vez en cuando a los mártires siendo así que se trata de seguidores de Cristo que, venidos de la gran tribulación, en la magna sala del Festín eterno van a ocupar los primeros puestos sin riesgo a que los acomodadores se equivoquen, o a que los ujieres pidan el carné para saber si son católicos, ortodoxos, luteranos o anglicanos. Los mártires no tienen apellidos. Son mártires, y basta.

Las historias de la Iglesia antigua nos tenían acostumbrados a manejar cifras milenarias, y ahora resulta que los siglos XX y XXI las utilizan punto menos que astronómicas. Peor aún, se nos dice y vuelve a decir que ninguna religión iguala, hoy por hoy, al cristianismo en número de mártires. Cuando te largan, por ejemplo, que Oriente Medio, de no remediarse la cosa a tiempo, puede acabar muy pronto despoblado de cristianos huidos de aquellas tierras benditas por miedo a la muerte, se te pone un nudo en la garganta que te deja sin respiración.

Tuvo que ser san Juan Pablo II, que sabía un ratito largo de persecuciones desencadenadas por los más implacables y sanguinarios genocidas del siglo XX –Hitler y Stalin, es decir, nazismo y comunismo-- quien tomara cartas en el asunto empezando a beatificar a destajo. Y no sólo eso, él fue quien, tras el jubileo del año 2000, dispuso que la Basílica de San Bartolomé –en la Isla Tiberina- fuera un lugar de memoria de aquellos fieles que dieron su vida por la fe. En octubre de 2002 tuvo lugar una Misa ecuménica por los mártires y se le encargó a este templo la custodia de un icono de los mártires.

La Basílica de San Bartolomé, con la tumba del Apóstol, tiene, pues, un especial significado en la conservación de la memoria de los mártires. Significado ecuménico, desde luego, destacado de un tiempo a esta parte con la célebre fórmula de Francisco El ecumenismo de la sangre. Ya Benedicto XVI visitó esta Basílica en 2008, bien es cierto que sin el repunte ecuménico-sangriento aportado después por Francisco.

La Comunidad de San Egidio nació en Roma en 1968, tras el Concilio Vaticano II. Centran su carisma la comunicación del evangelio y la caridad. Realizan su labor principal en Roma, es verdad, pero sus miembros también están presentes en distintas ciudades de Italia y hasta en varios países del mundo. Oración, comunicación del Evangelio, solidaridad con los pobres, diálogo y ecumenismo son los pilares de su labor evangelizadora. Su palmarés pacificando pueblos y naciones, prodigándose en cercanía ecuménica y abriendo el corazón a la caridad, que en estos momentos se traduce en abrir corredores humanitarios para emigrantes y refugiados, es ciertamente alto y su reconocido prestigio es ya internacional.



De lo dicho sale a la superficie que la ceremonia de ayer tarde en la mencionada Basílica –Santuario de los Nuevos Mártires la denominó Andrea Riccardi en su saludo al Papa-- guarda estrecha relación con el inminente viaje de Francisco a Egipto. Cualquier observador medianamente perspicaz comprende el talante ecuménico del viaje, durante el cual Francisco estará acompañado por su santidad Bartolomé I, patriarca de Constantinopla, y su santidad Teodoro II, papa de los copto-ortodoxos, tan duramente probados por el ISIS en los últimos tiempos. Si a ello añadimos que mantendrán un diálogo intenso con el Gran Imán de la Universidad Al Azhar, Ahmad Al-Tayyib, jefe de los sunitas, facción moderada del islam, pues verde y con asas. La visita ayer del Papa a la Basílica de San Bartolomé, que conserva las memorias de 32 Nuevos Mártires católicos, ortodoxos y protestantes que han muerto recientemente por su fe, lo explica todo.

El programa discurrió a caballo entre lo puramente ecuménico y martirial y centrado en la Palabra de Dios, proclamada a dos bandas: el Evangelio de San Juan y el Apocalipsis. Hubo luego una oración de los fieles, durante la cual se pidió por los secuestrados en Siria, Yemen, Congo, Mali. Asimismo, por los cristianos coptos degollados en Libia, y también los asesinados por oponerse a la corrupción. Sin olvidar a los catequistas o «a las mujeres asesinadas en el silencio por defender la justicia y la paz, cuyos nombre son conocidos solo por Dios». A «los católicos, ortodoxos, evangélicos y anglicanos que dieron testimonio de unidad con el martirio». Y «a los cristianos muertos en la soledad y de los campos de concentración». A cada citación/petición, una persona relacionada con el escenario geográfico encendía una vela en un lucernario. Salvo mejor cómputo, hasta 22 velas llegué a contar yo al final de la ceremonia. También se rezó «para que sea desarmada la violencia blasfema de quien asesina en nombre de Dios».

El propio Francisco fue recorriendo y haciendo lo propio con la luz –en este caso de velones-- por las capillas laterales de la Basílica, dedicadas a los mártires modernos en los distintos continentes. Y siempre al son de una música típicamente oriental, a cargo de un coro parecido al de las grandes letanías de la liturgia bizantina.

Francisco, además, escuchó atentamente los tres testimonios de personas cercanas a mártires contemporáneos, cuyas reliquias-memoria se conservan en San Bartolomé. Fueron, por este orden: Karl, el hijo de Paul Schneider, pastor de la Iglesia Reformada alemana asesinado en 1939 en el campo de Buchenwald porque había definido los objetivos del nazismo como «incompatibles con las palabras de la Biblia». Siguió Roselyne Hamel, hermana del padre Jacques Hamel, asesinado en Rouen (Francia) el 26 de julio del año pasado; y Francisco Hernández Guevara, amigo de William Quijano, un joven de El Salvador asesinado en septiembre de 2009 porque, con las «Escuelas de la Paz» de la Comunidad de San Egidio, daba a los adolescentes del barrio en el que vivía una alternativa a las maras.



«Hemos venido como peregrinos a esta Basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina, donde la historia antigua del martirio se une a la memoria de los nuevos mártires, de tantos cristianos asesinados por las absurdas ideologías del siglo pasado y asesinados también hoy porque eran discípulos de Jesús». Así empezó Francisco su homilía, como siempre llena de titulares, de cuyo hermoso contenido me place destacar aquí, por ejemplo:

«La Iglesia es Iglesia si es Iglesia de mártires».

«La causa de toda persecución es el odio del príncipe de este mundo hacia cuantos han sido salvados y redimidos por Jesús con su muerte y con su resurrección».

 «El origen del odio es porque nosotros hemos sido salvados por Jesús, y el príncipe de este mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días».

 «El mártir puede ser pensado como un héroe, pero la cosa fundamental del mártir es que fue un ‘agraciado’: es la gracia de Dios, no el coraje lo que nos hace mártires».

 «La Iglesia necesita también de aquellos que tienen la valentía de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte».

 «Estaba en Lesbos, saludaba a los refugiados y encontré un hombre de 30 años con tres niños que me ha dicho: “Padre yo soy musulmán, pero mi esposa era cristiana. A nuestro país han venido los terroristas, nos han visto y nos han preguntado cuál era la religión que practicábamos. Han visto el crucifijo, y nos han pedido tirarlo al suelo. Mi mujer no lo hizo y la degollaron delante de mí. Nos amábamos mucho”».

 «Los pueblos generosos que los acogen, tienen que llevar adelante este peso, porque los acuerdos internacionales parecen ser más importantes que los derechos humanos. Y este hombre no tenía rencor. Él era musulmán y tenía esta cruz de dolor llevada sin rencor. Se refugiaba en el amor hacia su mujer, agraciada con el martirio».

 «Se puede realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos orar así: «Oh Señor, haznos dignos testimonios del Evangelio y de tu amor; infunde tu misericordia sobre la humanidad; renueva tu Iglesia, protege a los cristianos perseguidos, concede pronto la paz al mundo entero. A ti Señor la Gloria y a nosotros la vergüenza».

Francisco no dejó de insistir en el argumento nodular de la tarde: «Pensemos en la crueldad que se ensaña sobre tanta gente. La explotación de tanta gente. La gente que arriba sobre barcazas, pero que no se queda en los países generosos como Italia y Grecia que los acogen. Si en Italia se acogiese a dos emigrantes por municipio, habría puesto para todos. Que esta generosidad desde Sicilia, Lesbos y el Sur contagie también al Norte. Somos una civilización que no hace hijos, pero que también cerramos la puerta a los migrantes. Esto se llama suicidio».

Era el de ayer un día significativo (exactamente cuatro años atrás habían sido secuestrados los obispos ortodoxos de Alepo Boulos Yazigi y Gregorios Ibrahim, de los cuales no se ha vuelto a tener noticias, como, por lo demás, tampoco del jesuita italiano, padre Paolo Dall'Oglio. A pocos días de su viaje a Egipto, Francisco subrayó que «todos estos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testigos que llevan adelante a la Iglesia; aquellos que testimonian que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo, y lo testimonian con la coherencia de vida y con la fuerza del Espíritu Santo recibido como don».

Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, adelantaba en el saludo al Papa la intencionalidad del acto: «Nuestra oración esta tarde acompaña y prepara su próximo viaje a Egipto, tierra de mártires y también de diálogo». Entre el pequeño grupo de obispos y arzobispos, sobresalía un cardenal, ¡sólo uno!: su eminencia Ernest Simoni, que de sacerdote pasó 28 años de trabajos forzados en Albania, y a quien Francisco, en un precedente encuentro, llegó a definir también como «un mártir». ¡Lástima que el resto de eminentísimos remitiese todo el acto al color de su púrpura! ¿Y si Francisco, a su regreso de Egipto, se trajese como regalo la liberación de los dos obispos ortodoxos de Alepo? Las utopías a veces se hacen realidad.

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