Lecciones patrísticas (I)
«Padres de la Iglesia se llaman con toda razón -dice san Juan Pablo II con ayuda del Lirinense- aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos».
Sabido es que a raíz del Concilio Vaticano II se fueron inaugurando en Roma Institutos Teológicos especializados en disciplinas de raíz teológica, cursadas hasta entonces globalmente en las aulas de la Pontificia Universidad Gregoriana, de la Universidad Lateranense y demás centros superiores de la Urbe.
La fundación del Instituto Patrístico Augustinianum data del 14 de febrero de 1969. Un año más tarde, el 4 de mayo de 1970, san Pablo VI acudió personalmente a la solemne inauguración del Instituto, en cuyas clases se estudia desde entonces Patrología, Patrística, o Historia de la Literatura Cristiana Antigua, según predomine el criterio histórico, el teológico o el literario.
Con el correr de los años se ha venido asimismo a saber de la cercanía que los papas del Concilio y posconcilio tuvieron con esta materia, hasta entonces impartida punto menos que como apéndice de Historia de la Iglesia y poco más.
San Juan XXIII, por ejemplo, se las tuvo que ver de joven con el argumento, muy lejos entonces de la fuerza expansiva traída más tarde por la renovación conciliar. Dicen sus biógrafos que fue profesor de Historia de la Iglesia y de la Patrística, encomendadas ambas por aquellos años, en realidad, al profesor de Historia de la Iglesia, que, evidentemente, en Patrística hacía lo que podía.
No era poco eludir la férrea vigilancia de algunos sabuesos curiales prontos a descubrir a sospechosos de modernismo, y Roncalli, por de pronto, había tenido en el cantamisa, como padrino de altar, nada más y nada menos que a don Ernesto Buonaiutti. El cerco del inquisidor de turno de aquella época, cardenal Gaetano de Lai, que el bueno de don Angelo hubo de soportar, fue de los que hacen época. Ya de Papa, y en plan confidencial, no tendrá inconveniente en reconocer para su formación sacerdotal el protagonismo patrístico, ni en hablar a sus íntimos de la sapientia cordis de los Padres.
Precisamente al hilo de esta sapientia cordis abundó san Pablo VI el día de la inauguración del antedicho Instituto: habló de los Padres, desde luego, pero subrayó sobre todo su condición de testigos de la fe. Dijo también que habían sido, además, teólogos iluminados ilustrando y defendiendo el dogma católico, y los primeros en dar forma sistemática a la predicación apostólica.
Destacó más adelante qué pudo significar para ellos, en cuanto pastores, que catequesis, teología, Sagrada Escritura, liturgia, vida espiritual y pastoral se uniesen en una unidad vital, y de qué modo tuvieron por lo demás una sobreabundante riqueza de espíritu cristiano, derivada de su personal santidad, por lo cual en su escuela la Fe no se limita a puras lucubraciones intelectuales, sino que fácilmente se enciende también de sentido místico.
Relevante papel de igual modo el de la Patrística durante el pontificado de san Juan Pablo II. Merece la pena constatarlo echan do mano a la Carta Apostólica Patres Ecclesiae (2.I.1980), publicada con ocasión del XVI centenario de la muerte de San Basilio.
«Padres de la Iglesia se llaman con toda razón -dice al principio san Juan Pablo II con ayuda del Lirinense- aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos» (Ga4,19; V. Lirinensis, Commonitorium I, 3).
Son de verdad «Padres» de la Iglesia, porque ella, a través del Evangelio, recibió de ellos la vida (1Co 4,15). Y son también sus constructores, ya que por ellos —sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir, sobre Cristo— (1Co3,11) fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras primordiales. La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores, entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano.
Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día (Ef 2,21), debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras.
Guiada por tal certidumbre, la Iglesia nunca deja de volver sobre los escritos de esos Padres —llenos de sabiduría y perenne juventud— y de renovar continuamente su recuerdo. De ahí que, a lo largo del año litúrgico, encontremos siempre, con gran gozo, a nuestros Padres y siempre nos sintamos confirmados en la fe y animados en la esperanza. Nuestro gozo es todavía mayor cuando determinadas circunstancias nos inducen a conocerlos con más detenimiento y profundidad. Eso es lo que sucede ahora al conmemorar este año el XVI centenario de la muerte de nuestro Padre San Basilio, obispo de Cesarea.
San Juan Pablo II, por otra parte, pronunció un discurso memorable durante su visita al Augustinianum. Bien lo recuerdo: fue el 7 de mayo de 1982, por la tarde. Uno estaba entonces entre aquellos profesores del Claustro que subieron al proscenio del Aula Magna para saludar de uno en uno al Papa. Y recuerdo que le fui presentado como el profesor más joven por el presidente del Instituto, P. Agostino Trapè, director de mi tesis doctoral.
1. «[…] Quiero confirmar con mi bendición la ferviente actividad de vuestro Instituto, que “responde de lleno – como dijo Pablo VI en el discurso inaugural- a las necesidades actuales de la Iglesia”, porque “forma parte de aquella escalada a las fuentes cristianas sin la cual no sería posible actuar la renovación…preconizada por el Concilio Vaticano II” (Paolo VI, Allocutio ad sodales Ordinis Sancti Augustini, cum Institutum Patristicum Augustinianum praesens inauguravit, die 4 maii 1970)» […].
«Dado, pues, que en los Padres existen constantes que constituyen la base de toda renovación, consentidme que me entretenga un poco con vosotros sobre la importancia, más aún sobre la necesidad de conocer los escritos, la personalidad, la época. De ellos nos llegan algunas fuertes lecciones, entre las cuales quisiera destacar las siguientes:
a) El amor hacia la Sagrada Escritura. Los Padres estudiaron, comentaron, explicaron al pueblo las Escrituras haciendo de ellas el alimento de su vida espiritual y pastoral, más aún la forma misma de su pensamiento […].
b) La segunda gran lección que los Padres nos dan es la firme adhesión a la Tradición. El pensamiento corre enseguida a san Ireneo, y justamente. Pero él no es sino uno de tantos. El mismo principio de la necesaria adhesión a la Tradición lo encontramos en Orígenes , en Tertuliano, en san Atanasio, en san Basilio. San Agustín, una vez más, expresa el mismo principio con palabras profundas e inolvidables: “Yo no creería en el Evangelio si no me indujese a ello la autoridad de la Iglesia católica” (San Agustín, Contra ep. Man., 5, 6).
c) La tercera, gran lección, es el discurso sobre Cristo salvador del hombre. Se podría pensar que los Padres, entendiendo ilustrar el misterio de Cristo, y a menudo a defenderlo contra desviaciones heterodoxas, hayan dejado en la oscuridad el conocimiento del hombre. En cambio, a quien mira bien al fondo aparece lo contrario. Miraron con entendimiento de amor el misterio de Cristo, pero en el misterio de Cristo vieron iluminado y resuelto el misterio del hombre».
Sirva de colofón a estas reflexiones patrísticas de los Papas del Concilio y del posconcilio, aquí sucintamente resumidas por quien esto escribe, el memorable texto de Orígenes acerca de las Sagradas Escrituras, entendidas como pozo de agua viva. Se me antoja un texto de singular hermosura espiritual, digno de piedra blanca. Dice así:
«Prestemos atención,
porque a menudo también nosotros estamos alrededor del pozo de agua viva,
es decir, alrededor de las Escrituras divinas
y erramos en ellas.
Tenemos los libros y los leemos,
pero no captamos su sentido espiritual.
Por eso, se precisan las lágrimas
y la oración incesante,
para que el Señor abra nuestros ojos,
puesto que también aquellos ciegos
que estaban sentados en Jericó,
si no hubiesen clamado al Señor,
no habrían sido abiertos sus ojos».
(Orígenes, Homilías sobre el Génesis, Hom. VII, 6: [Biblioteca Patrística 48], Ed. Ciudad Nueva, Madrid 1999, p. 196).