Presencia de san Agustín en la «Ad salutem humani generis»
«Testimonio el más solemne de la Iglesia a los méritos de su gran Doctor, monumento el más bello de los erigidos a su memoria en este XV centenario de su muerte» (Card,¡. Laurenti).
Una encíclica que refleja, como es lógico, el pálpito eclesial de una época de cambio y, en consecuencia, todavía inestable para la teología.
Es en el pontificado de Pío XI (1922-1939), Papa de entreguerras, cuando, más o menos vueltas las turbulentas aguas del modernismo a su cauce, el movimiento de los estudios históricos, interrumpido durante largos años, empieza a reorganizarse. Maestros como Martin Grabmann y Étienne Gilson le imprimen inusitado empuje. De puramente deductiva, la teología cambia poco a poco a inductiva: no basta ya con acudir a santo Tomás, será preciso además retroceder hasta las fuentes verdaderas, o sea la Sagrada Escritura, los Santos Padres y la Sagrada Liturgia.
Junto a Carl Anton Baumstark, iniciador de las liturgias comparadas, cumple citar a estudiosos de la talla de A. Vonier, A. Stolz, O. Casel y discípulos de María Laach. Saltan a la fama patrólogos jóvenes y simpatizantes de la nueva teología: Y. Congar, H. De Lubac. J. Danielou, H.-I. Marrou, Jungmann, H. Rahner, R. Guardini, Von Balthasar, M. Pellegrino, etc.
La escolástica neotomista, no obstante, continúa incondicionalmente apoyada por Pío XI. Baste recordar su encíclica Studiorum ducem (1923). Y luego por Pío XII en la Humani generis (1950), que supone un duro revés para las nuevas aspiraciones, comparable, según algunos, al de la Pascendi de san Pío X contra los modernistas. Pero no produce los frutos esperados, al menos en teología; porque en filosofía ya es otra cantar con Maritain, Sertillanges, Marèchal y J. Pieper.
A la vista de tan pobres resultados es cuando empiezan a registrarse tímidos intentos, que no pasarán entonces del mero ensayo, de renovar la teología recurriendo a la tradición platónica y agustiniana, o dicho con lenguaje filosófico: a la perspectiva personalista y existencialista.
El jesuita polaco-alemán Eric Przywara define a Newman -madrugador del movimiento- como «el verdadero y único Agustín redivivo de los tiempos modernos» a la vez que subraya las diferencias entre su doctrina de la fe y la del inmanentismo modernista que algunos discípulos de M. Blondel le venían atribuyendo. Los aires fenomenológicos de Max Scheler -filósofo de Juan Pablo II- se ponen de moda en las aulas germanas. La corriente teológica alternativa se afianza con la traducción de obras magistrales de K. Adam, de P. Lippert, y de R. Guardini, entre otros.
Pero vengamos al año 1930. El Primado de España, cardenal Segura, publica el 25 de marzo una carta pastoral sobre san Agustín «perfecto ejemplar del sacerdote dedicado por entero a la gloria de Dios y al bien de las almas», en la que recoge el rumor «de una próxima encíclica acerca del eximio Padre de la Iglesia san Agustín con motivo del XV centenario de su muerte (RelCult 10,1930,426).
En Roma se pide que tampoco pase inadvertido el 50º aniversario de la Academia de Santo Tomás. Se programa, pues, para la octava pascual, del 23 al 30 de abril, una Settimana Agostiniana-Tomista, conmemorativa de ambos acontecimientos, bajo el lema De philosophia S. Augutini, praesertim secundum suum respectum ad philosophiam S. Tomae considerata. Un título, como se puede apreciar, muy conforme con la orientación neotomista de la Aeterni Patris.
Entre los ponentes, ilustres agustinólogos como E. Gilson, M. Grabmann, Ch. Boyer, y A. Casamassa, junto a reconocidos miembros de la citada Academia, a saber: B. Xiberta, G. Théry, G. de Parigi, Garrigou-Lagrange, los cardenales Lépicier y Laurenti, así como el anciano secretario del centro, S. Talamo; es decir, la vieja guardia del neotomismo.
El martes 22 de abril por la tarde salta la noticia: acaba de hacerse pública la encíclica Ad salutem humani generis, conmemorativa del XV centenario de la muerte de san Agustín y firmada el 20, fiesta de la Pascua de Resurrección (AAS 22 [1930], 201-234). Cuatro días después, Pío XI designa a Lépicier su legado en el Congreso Eucarístico que tendrá lugar, con idéntico motivo agustiniano, en la ciudad de Cartago.
El 30 realza con su presencia la clausura de la Semana, a la que asisten 15 cardenales, embajadores ante la Santa Sede, superiores generales y la crema de la intelectualidad universitaria y seminarística de la Urbe. Laurenti pronuncia una interesante conferencia titulada S. Agostino e S. Tommaso, que abre aludiendo inmediatamente a «la magnífica encíclica publicada, testimonio el más solemne de la Iglesia a los méritos de su gran Doctor, monumento el más bello de los erigidos a su memoria en este XV centenario de su muerte» (Acta Hebdomadae Agustinianae-Thomisticae, Taurini-Romae 1931,201).
El famoso patrólogo agustino Casamassa, cuya mano maestra se adivina detrás del documento, escribe en el prólogo al segundo volumen de la Miscellanea Agostiniana de ese año centenario que «ninguna exposición más autorizada, ninguna síntesis más límpida y comprensiva podía hacer de introducción» (MiA, II, p. V).
San Agustín es aquí la figura central y el neotomismo del Aquinate su telón de fondo. Las notas ascienden a 82, de las cuales 57 son agustinianas, 13 de Sagrada Escritura, 7 de Santos Padres, 6 de Papas, y 1 de Newman, aquella en que se refiere la decisiva influencia agustiniana en la conversión del célebre cardenal inglés. Explícitas de santo Tomás, ninguna; inexistentes asimismo las conciliares; e irrelevantes a fin de cuentas las patrísticas.
La Aeterni Patris contabiliza bíblicas, patrística y papales en número mayor, lo que no deja de sorprender teniendo en cuenta que la Ad salutem humani generis fue escrita para conmemorar a un autor ante todo Padre de la Iglesia; es decir, de «aquellos santos varones que resplandecieron como astros brillantísimos en el cielo de la Iglesia». La encíclica, por tanto, continúa respirando en la atmósfera de la precedente Aeterni Patris, de acuerdo con los cánones morales y escolásticos de la época.
Además de las consabidas introducción y conclusión, la encíclica está articulada en dos partes de muy desigual extensión, pues la primera -Las enseñanzas del Doctor- duplica con mucho a la segunda -Los ejemplos del Santo-. Pío XI hace suyo el célebre texto de León XIII y añade otros dos de análoga factura elogiosa, estratégicamente colocados en el documento, eso sí, ya que el uno sirve de prólogo a la primera parte y el otro de epílogo a la segunda. Los coleccionistas de la frase redonda pueden espigar algunas en estas páginas: desde la de tenor bíblico con que se abre la serie - «lámpara sobre el candelabro»- hasta la que sigue alumbrando en la conclusión: «lumbrera esplendidísima de sabiduría».
Ad salutem humanigeneris es una encíclica que acusa, como es lógico, el pálpito eclesial de una época. El lector algo avisado podrá detectar sin mayor esfuerzo el movimiento misionero de un pontificado en el que santa Teresita del Niño Jesús fue declarada patrona de las misiones y en Roma fue construido el Colegio Internacional de Propaganda Fide.
Hay especial recuerdo para la doctrina agustiniana de la realeza de Cristo: El Papa cita incluso la encíclica Quas primas (1925) con la cual instituyó la fiesta de Cristo Rey. Insiste en la necesidad de la educación católica, entonces muy lejos de los actuales colegios mixtos; alude a la expansión eclesial, y desde temas tan agustinianos como los de historia, providencia, autoridad y obediencia a las leyes justas se percibe una implícita referencia a la política de los totalitarismos. El de la naturaleza y la gracia le consiente denunciar desde sus conclusiones el permisivismo moral, ya en aquellas fechas desencadenado y lampante.
Pide oraciones por quienes están en el error, especialmente por los sacerdotes, y se pronuncia sin nombrarlos sobre ciertos «escritores de nuestros días, frívolos o disolutos» que añoran la religión del paganismo grecorromano estigmatizada por Agustín y encuentran en ella, dice, «un ideal de belleza, de suavidad y de armonía».
La Regla de San Agustín figura como dada a las monjas, según la sentencia tradicional entonces en boga. La unidad de la Iglesia y la autoridad jerárquica, en fin, enfocadas quedan a través de un ecumenismo en clave de conversión -de hecho se cita el caso de Newman, «vuelto al único redil de Cristo»-, más conforme con el aforismo teológico Extra Ecclesiam nulla salus, por ejemplo, que con el espíritu del Vaticano II, en cuyo decreto Unitatis redintegratio 3 se dice que hay elementos eclesiales salvíficos que se dan fuera de la Iglesia católica.
La encíclica, en suma, responde a un clima escolástico de alternancia en los elogios a san Agustín y santo Tomás, el mismo que predominó durante la ya citada semana Agustiniano-Tomista. De ahí la dificultad al pretender conciliar ambos sistemas. Es cuanto se desprende del homenaje que renombrados especialistas de habla francesa rindieron a san Agustín aquel año centenario (cf. Cahiers de la Nouvelle Journée, 17, París 1930).
M. Blondel, por ejemplo, que firma un excelente trabajo sobre la fecundidad siempre renovada del pensamiento agustiniano (pp. 3-20), tiene que admitir con Gilson que, a causa de la incompatibilidad de los mismos puntos de partida, ambos sistemas son doctrinas históricamente inconciliables en el orden filosófico, pero agrega que el método agustiniano, no por ser más concreto es menos inteligente, intelectual y científico -como pretendía Gilson-, que el tomasino-aquinatense.
Blondel propone conciliarlos y no enfrentarlos, aunque dicha concordia resulte difícil de conseguir: «Son dos voces que, habiendo crecido disonantes al principio, se resuelven por fin en la armonía del Te Deum incesante de la doctrina católica» (p.19). Elogio, éste, de aquel tiempo de entreguerras, cuyo espíritu escolástico todavía predominaba , mientras el patrístico y agustiniano, eso sí, empezaba ya a romper moldes.
Otra época que la de León XIII, sin duda. Pero también distinta de la que vendrá unos decenios más tarde con el Concilio Vaticano II. No sin antes haber aguantado, ciertamente, la fuerte borrasca desatada con la Humani géneris de Pío XII, que provocará exilios y condenas de ilustres figuras rehabilitadas años más tarde por san Juan XXIII.