San Ireneo de Lyon, doctor de la Iglesia

«Oído el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con mi Autoridad Apostólica, lo declaro Doctor de la Iglesia con el título de “Doctor unitatis” (Doctor de la unidad)» (Papa Francisco, acerca de san Ireneo).

 «A su regreso (de Roma a Lyon), san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se conclu­yó hacia el año 202-203, quizá con el martirio» (Benedicto XVI: Audiencia general, 28.III.2007).

De todos los campos teológicos, podemos descubrir algo en él: paulino, joánico, asiático, tributa­rio de san Justino, de Teófilo Antioqueno. El P. Orbe solía decir que es «el individuo de teología más rica y coherente, el de reflexión más compleja y unitaria».

San Ireneo de Lyon

La Oficina de Prensa de la Santa Sede anunciaba el viernes 21 de enero de 2022 que el papa Francisco había declarado a san Ireneo de Lyon doctor de la Iglesia con un breve Decreto que dice así:

«San Ireneo de Lyon, venido de Oriente, ha ejercido su ministerio episcopal en Occidente: Él fue un puente espiritual y teológico entre cristianos orientales y occidentales. Su nombre, Ireneo, expresa esa paz que viene del Señor y que reconcilia, reintegrando en la unidad. Por estos motivos, luego de haber oído el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con mi Autoridad Apostólica, lo declaro Doctor de la Iglesia con el título de Doctor unitatis” (Doctor de la unidad). Que la doctrina de tan grande Maestro pueda alentar siempre más el camino de todos los discípulos del Señor hacia la plena comunión» (Vatican News).

Natural de Esmirna (hoy Izmir, Turquía), don­de había nacido  hacia el 135-140, siendo de joven alumno de san Policarpo, discípulo a su vez del apóstol san Juan, san Ireneo es el último de los discípulos de los Apóstoles y el primero de los teólogos. Su cultura eclesiástica responde al Asia Menor. Y su escuela, a Papías, Melitón, Milcíades, Rodón y Claudio Apolinar, entre otros.

«No sa­bemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la co­munidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontra­mos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para lle­var una carta de la comunidad de Lyon al papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Po­tino, de noventa años, que murió a causa de los malos tra­tos sufridos en la cárcel. De este modo, a su regreso, san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se conclu­yó hacia el año 202-203, quizá con el martirio» (Benedicto XVI: Audiencia general, 28.III.2007).

El trato con Policarpo y Papías, aunque de éste último contrajera el milenarismo, le franqueó el corazón del clero lionés, que acertó a ver en él a un hombre de fe con la prudencia, la riqueza doctrinal y el celo misio­nero del buen pastor. Defendió de los asaltos heréticos la sana doctrina exponiendo con claridad las verdades de la fe en Contra las herejías y La exposición de la predicación apostólica, el más antiguo «catecismo de la doctrina cristiana».

Ello explica que sea considerado el cam­peón de la lucha contra las herejías y quien primero sistematizó la enseñanza apostólica. No se olvide que los últimos años de Cómodo y los nueve primeros de Septimio Severo fueron de paz en la Iglesia: tiempo que le habría permitido perfeccionar las instituciones jerárquicas, sacramenta­les y litúrgicas. Entre las dificultades que hubo de vencer, destaca la fecha de la Pascua. De ahí que sea hoy conocido como el Pacificador, y así lo entendiera Eusebio subrayando su arbitraje en el contencioso pascual.  

A finales del siglo II, en efecto, la celebración de la Pascua dio pie a un conflicto disciplinar en la Iglesia: Oriente y Occidente veían en ella el cogollo de las solemnidades litúrgicas, pero discrepaban en la fecha. Coincidían en que el Salvador comió la Pascua el 14-del mes judío de Nisán, correspondiente al 14 de la luna de marzo. Los asiáticos se atenían a esta norma, cayese dicho 14 cuando cayese, apoyados en los apóstoles Juan y Felipe y en las Iglesias de Asia que  habían hecho de ella una tradición.

Papa Francisco

Los occidentales, en cambio, celebraban la Pascua en domingo, por entender que se trata del día de la semana que recuerda sobremanera la  resurrección del Señor, auténtica Pascua en el sentido de tránsito de la muerte a la vida. Fijaron así las cosas en el domingo inmediato al 14 de Nisán. Se basaban en la tradición de Pedro y Pablo, llamando cuartodecimanos a los asiáticos y reprochándoles el tinte judaico de su tradición. En realidad, late de fondo, si bien se mira, la hostilidad desencadenada entre el espíritu cerrado del judaísmo y el aperturista de Pablo y su mensaje.

Ya cuando el papa Aniceto habían surgido duras diferencias, superadas gracias al bondadoso Policarpo y al mismo Aniceto. Pero en el 191, como Asia no cedía, el papa Víctor amenazó con la excomunión. Sólo el anciano Ireneo, que había aceptado al acu­dir de Oriente a Occidente (Lyon) la costumbre occidental, sin olvido de la asiática, como es natural, tiró de carta a Roma poniendo sobre aviso de la extravagante amenaza: hoy la conservamos fragmentaria gracias a Eusebio de Cesarea. Como Pedro había cedido frente a Pablo, episodio del que informa la epístola a los Gálatas, también aquí él nuevo Pedro (Víctor) cedió ante el nuevo Pablo (Ireneo).

Se suele ver en san Ireneo al corifeo de los antignósticos de su época, bien que sin excesivas condescendencias al buen hacer teológico. Se le cree punto menos que incipien­te. pero su especialista Orbe, no obstante, le concede capital importancia en la historia de la teología. No es técnica, ni adopta el orden escolar de los autores de la época. Es más bien sencilla, tan frondosa y esencial a veces que desconcierta al lector. Nuestro Doctor prefiere parafrasear los artículos todos del Símbolo, lo mismo en el Adversus Haereses que en Epideixis, otra gran obra suya llegada a nosotros sólo en versión armenia.

Dice sobre la existencia de Dios que se-manifiesta a todos desde la reflexión de las cosas creadas. Y en lo relativo a los atributos divinos, que irradian especiales destellos: omnisciencia, omnipotencia, eternidad, absoluta perfección e inefabilidad. Acentúa la Trinidad en numerosas fórmulas. Frente a los gnósticos, defiende la consubstancialidad del Padre y del Hijo, y afirma las consiguientes características de la perikhóresis y de la communicatio idiomatum, temas todos, es curioso, que más adelante han de servir para levantar el gran alcázar de la doctrina agustiniana de la Trinidad (cf. Rahner – Vorgrimler, Diccionario Teológico, Herder, Barcelona 1966, 552).

Ireneo es difuso acerca de la creación, especialmente cuan­do demuestra contra los gnósticos que Dios creó todo ex nihilo y libremente. Muestra que el hombre fue creado en justicia original, con libre albedrío, causa luego de su caída, y que en Adán todos caen heredando la muerte. No obstante la caída, permanecen en él la libertad de albedrío y la inmortalidad del alma.

De la redención afirma que Cristo vino a redimirnos de esta mala heredad. Sigue la teoría paulina de la recapitulatio omnium in Christo. Al ocuparse de la Encarnación, dice de la Virgen María no sólo el paralelo Eva-María, ya trabajado por Justino, sino que por su fe y su obediencia, para nosotros facta est salutis y advocata de Eva y sus descendientes.

Es el primero en hablar del Bautismo de los niños. Tocante a sus efectos aborda la inhabitación del Espíritu Santo en el alma justa. De la penitencia habla con abundancia respecto a las mujeres que no querían, por pudor, la exomologesis. Sobre la Eucaristía escribe no sólo de la Institución, como perenne y universal sacrificio a ofrecer por la Iglesia, sustituyendo a los antiguos, sino también de la Transubstanciación.

Admite el milenarismo y propugna la resurrección de la carne mediante la de Cristo (V,31,2), la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros (V,7,1;13,4), la Eucaristía (V,2,2),la Encarnación (V,14,1), la creación (V,3,2), la justicia divi­na (V,32,1), la eternidad de las penas en el NT (IV,28,2) y la eternidad del premio, que es la visión beatifica o paternal de Dios (IV, 20,5).

Por ser Pedro y Pablo, sus fundadores, príncipes de los Apóstoles, la Iglesia de Roma goza de potentior principalitas. Y las demás necesse est con­venire con ella. Enseña, pues, una infalibilidad de todas las Iglesias juntas, pero también de la romana, ella sola.

Atacó en todos los frentes, sobremanera desde el antropológico con la Historia salutis. Acude a la tradición anterior hebrea y eclesiástica, aunque le iluminan tanto o más las contemporáneas y posteriores. Escribe como si improvisara y nunca lo hace. Se basa en los primeros capítulos del Génesis, y desde el principio, al abordar la creación del hombre, hace jugar un papel principal a los dos Testamentos.

Para definir al hombre no es preciso ir a la filosofía, sino a los planes del Creador, que podemos entrever en el Génesis. Los días primeros de la creación tipifican los terrenos de la Iglesia, y lo que Dios hace con el barro, se seguirá en los integrantes del Cuerpo de Cristo. Examina largamente temas como el polvo, el barro, el cuerpo, el plasma, la psiqué.

Si la antropología gnóstica se reduce a la pneumatología, en torno al Anthroopos espiritual, y la de Orígenes es psicología, dispensación de la Salud a intelectos puros (de no haber mediado primero el desorden habría sido Salud dispensada fuera de la materia…), la de san Ireneo se basa en la carne. Su anthroopos es el plasma.

La economía se resuelve en modelar el barro humano a imagen y semejanza de Dios. El alma no entra per se en la noción del hombre, sino en cuanto instrumento del Espíritu en beneficio del cuerpo material. Su antropología es pura  sarkología. Pero nadie como él acertó a unir los dos extremos al parecer incompatibles -Espíritu y materia- para construir sobre e­llos la Historia Salutis.

Si Tertuliano en De anima nos dejó más cantidad de antropología, no fue lo mismo en calidad, fuerte de san Ireneo. De todos los campos teológicos, podemos descubrir algo en él: paulino, joánico, asiático, tributa­rio de san Justino, de Teófilo Antioqueno. El P. Orbe solía decir, en fin, que es el individuo de teología más rica y coherente, el de reflexión más compleja y unitaria.

P. Antonio Orbe, S.I.

Puente espiritual y teológico entre cristianos orientales y occidentales, su nombre, además, expresa esa paz que viene del Señor y reconcilia reintegrando en la unidad. De ahí el egregio título de Doctor de la unidad que el papa Fracisco, afinando, le ha otorgado en su Decreto. Construyó puentes y derribó muros, sí señorEnhorabuena a patrólogos y ecumenistas.

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