"En ese sermón, anunciaba un resurgir de la Cultura Católica" La 'Segunda Primavera' del cardenal Newman
"Dejó dicho san Juan Pablo II que Newman había sido uno de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, un clásico en el pleno sentido de la palabra"
"Las universidades católicas y buen número de centros superiores protestantes de los Estados Unidos han utilizado las teorías newmanianas como cimiento de sus programas de estudios"
"Testimonió con toda su fuerza de intelectual y creyente sobre la profunda compatibilidad entre las exigencias de la fe y las de la razón, anticipándose con ello a muchos de los principales rasgos del Vaticano II"
"Testimonió con toda su fuerza de intelectual y creyente sobre la profunda compatibilidad entre las exigencias de la fe y las de la razón, anticipándose con ello a muchos de los principales rasgos del Vaticano II"
Escribir de John Henry Newman horas antes de su canonización no deja de ser apasionante, sobre todo tratándose de argumentos como el del título. Newman predicó, en efecto, un celebérrimo sermón en 1852 sobre el renacer del catolicismo en Inglaterra, titulado «La Segunda Primavera» (The Second Spring). Anunciaba en él un resurgir de la Cultura Católica,que habría de afectar no sólo a los intelectuales, sino también al conjunto de la población a través de la construcción de iglesias y colegios y el regreso de los católicos romanos a la vida política, económica y social. Los hechos terminaron dándole la razón.
Inglaterra no tardó en conocer una copiosa sucesión de brillantes escritores católicos y artistas, como Gerard Manley Hopkins, Ronald Knox, Evelyn Waugh, Caryll Houselander, Martin D’Arcy, Hilaire Belloc, G.K. Chesterton, Christopher Dawson, Graham Greene y J.R.R. Tolkien. Es, sin duda, el mejor y el más famoso de sus sermones.
Predicado durante el primer sínodo en Oscott, una vez restaurada la jerarquía católica en Inglaterra, los obispos que asistieron al acto pudieron oír, comentando el Ct 2,10-12: «El pasado ya ha caducado; el pasado está muerto». Y a continuación: «El pasado ha vuelto, el muerto vive». Y en fin: Los católicos ingleses han sobrevivido, aunque «aislados del populoso mundo que los rodea, y apenas adivinados, como si los envolviera una bruma o el crepúsculo, como fantasmas que saltaran de un lado a otro, por los encumbrados protestantes, los señores de la Tierra» (John McCloskey, «Las polémicas de Newman. En el segundo centenario de su nacimiento»: Aceprensa [Madrid, España] en agosto de 2001).
Partió Newman, pues, aquel inolvidable 13 de julio de 1852, del Cantar de los Cantares. El cardenal Wiseman escuchó el sermón entre lágrimas, y hubo quienes, como Lord Macaulay, se lo aprendieron de memoria. La pieza oratoria pasó a los anales de la literatura clásica, comparable por efectos y resonancias a nada menos que El genio del Cristianismo, de Chateaubriand.
Esta renovación de la visión teológica, por otra parte, suele asociarse a nombres como Henri de Lubac, Romano Guardini, Jean Daniélou, Lousi Bouyer, y Hans Urs von Balthasar, así como a los papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI. Demostró Newman con ello que se podía actualizar la fe de nuestro tiempo profundizando en el Evangelio y en la Iglesia de los Primeros Padres, reparando la división abierta por la Ilustración entre la exegesis Bíblica, la teología y la espiritualidad cristiana.
Profundo admirador suyo, Benedicto XVI ha continuado este trabajo en su libro Jesús de Nazaret, por ejemplo. La inmersión en los Padres de la Iglesia fue, precisamente, lo que arrastró a Newman hacia la Iglesia católica mediante el Movimiento de Oxford. Tan pronto como entró en comunión con Roma (1845), fue capaz de abrazar su biblioteca de escritores patrísticos con estas palabras: «Ahora vosotros sois míos y yo soy enteramente vuestro».
Este renacer patrístico fue el semillero de numerosas ideas y actitudes influyentes en el Vaticano II. Hasta cierto punto, por tanto, es posible ver en Newman al precursor de aquel magno Concilio -no en vano es considerado el perito invisible del Concilio-, e incluso aplicar «La Segunda Primavera» a la Iglesia del Vaticano II, a los nuevos movimientos eclesiales, calificados por san Juan Pablo II de «segundo Pentecostés». Incluso cabría extender lo que digo a la llamada Primavera del papa Francisco.
San Juan XXIII convocó el Vaticano II no para cambiar la fe de la Iglesia, sino a fin de mejorar la forma en la que se expresaba y comunicaba a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Este fue el trabajo de Newman. De ahí que sus escritos se nos antojen hoy particularmente útiles para responder al reto de la Nueva Evangelización, y al de re-convertir de modo pacífico nuestro cansado continente a una fe cristiana joven y vibrante.
Triunfalismo y cautela terciaban seguidamente ante lo mucho que aún quedaba por hacer. La primavera resultará -decía él- «incierta, llena de ansiedad, de esperanza y de temor, de alegría y sufrimiento, —de brillantes promesas y esperanzas en ciernes- pero, además, de intensas sacudidas, fríos chaparrones y súbitas tormentas». Así fue.
Pero ella dio pie a que aflorase el gran doctor eclesiástico, o sea quien nos «enseña no sólo mediante su pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, Newman entonces pertenece a los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo ilumina nuestro pensamiento» (J. Ratzinger, Elogio del cardenal Newman).
Dejó dicho san Juan Pablo II que Newman había sido uno de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, un clásico en el pleno sentido de la palabra. Desempeñó su labor como pastor anglicano durante catorce años como vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de intelectuales ingleses de la época. Su talla intelectual y su pasado anglicano hicieron de él un puente para la comprensión del diálogo con la Iglesia y la sociedad de Inglaterra, ofreciendo todavía hoy a través de sus numerosos escritos interesantes sugerencias. Puente, digo, no un muro como algunos se empeñan ahora.
Vivió cuando el racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno, logrando en un mundo con semejantes atavíos, una síntesis memorable entre fe y razón (Carta de Juan Pablo II al revdmo. Vincent Nichols, arzobispo de Birmingham, con ocasión del II centenario del nacimiento del cardenal Newman (Vaticano, 22.01.2001) [http://www.vatican.va]). No en vano Newman es citado en la encíclica Fides et Ratio, n. 74, junto a otros pensadores, pero no por avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo por «proponer ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe».
Se interesó en sus obras por el saber teológico y humanista: filosofía, patrística, dogmática, moral, exégesis, pedagogía, ecumenismo e historia. Y para transmitir con eficacia su pensamiento utilizó varios géneros literarios: el discurso, el tratado, la novela, la poesía, y la autobiografía.
A nada que uno lo intente, comprobará que se anticipó describiendo el actual fenómeno de las religiones cuando en muchas partes del mundo occidental, Europa sobre todo, el mero hecho de sacar a relucir en una conversación el tema de la religión podía dar pie a olvidos lamentables e incluso a romper una estrecha y vieja amistad.
Las universidades católicas y buen número de centros superiores protestantes de los Estados Unidos han utilizado las teorías newmanianas como cimiento de sus programas de estudios. Su Apología, escrita de un tirón en no más de seis semanas, para defenderse de las acusaciones de mentiroso, hipócrita y taimado, le reportó críticas universalmente favorables y las ventas del libro alcanzaron cifras enormes. No sólo, pues, su reputación se vio restaurada y acrecentada, sino que desaparecieron también sus continuos apuros económicos.
Los tres puntos básicos de sus ideas religiosas hacia 1833 eran: el principio del dogma, una Iglesia visible con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible, y su opinión negativa sobre la Iglesia de Roma. Mantuvo fidelidad de por vida a los dos primeros. Del tercero, en cambio, se fue distanciando hasta que en 1845 renunció a él. Como quiera que al ir recuperando el ciclo completo de las verdades cristianas empezara a dar la impresión de estar difundiendo la doctrina de la Iglesia de Roma, no se hizo esperar el reproche de «papismo», acusación la más nociva de las posibles en la Inglaterra de la época.
Teniendo esto en cuenta, optó por dedicar tres tractos a la cuestión de la Iglesia romana sosteniendo en ellos que la Iglesia anglicana estaba situada en la Via Media entre los reformadores protestantes y los seguidores de Roma, que la única Iglesia visible se había dividido en tres ramas -la griega, la romana y la anglicana-, y que la verdad revelada debía hallarse íntegra antes de la división, en la doctrina de la antigüedad. No se le ocultaba, claro es, la dificultad de su teoría: hasta entonces la Vía Media había existido sólo en el papel, nunca había pasado a la práctica.
Publicada La Iglesia de los Padres en 1840, muchos tractarianos comenzaron el éxodo hacia Roma. Para retenerlos dentro de la Iglesia anglicana mostrándoles que era genuinamente católica, Newman escribió el Tracto 90, último y más famoso de los tractos: pretendía con él probar que los Treinta y nueve artículos anglicanos eran compatibles con la doctrina católica. Tan dura fue la reacción protestante, sin embargo, que la Junta de directores de colegios de Oxford condenó a nuestro aristócrata del Espíritu por desleal, y éste empezó a ser blanco de insidias entre los liberales oxonienses y los de la tendencia evangélica en general.
Testimonió con toda su fuerza de intelectual y creyente sobre la profunda compatibilidad entre las exigencias de la fe y las de la razón, anticipándose con ello a muchos de los principales rasgos del Vaticano II. En esta fase de la historia de la Iglesia, dominada por la puesta en práctica de las enseñanzas y directrices conciliares, Newman, pues, aún puede ser guía fiable y referencia adecuada, particularmente en el combate de la fe contra el ateísmo y sus «preámbulos»: escepticismo, agnosticismo, «liberalismo» o modernismo y protestantismo.
Tachados los anglicanos del Movimiento de Oxford de revolucionarios que pretendían reintroducir principios, devociones y tradiciones católicas en una Low Church, ala protestante del anglicanismo a ello tenazmente contraria, Newman renunció a su cargo eclesiástico y se retiró con algunos discípulos oxonienses al pequeño pueblo de Littlemore, a cultivar la oración y la inteligencia. Durante los siguientes cuatro años, de vida escondida, casi monástica, escribió su libro fundamental de teología probando que la Iglesia primitiva era idéntica a la católica contemporánea. Y en 1851 volvió a la carga con La posición actual de los católicos en Inglaterra para defenderlos de seculares prejuicios protestantes, a causa de la reinstauración de una jerarquía inglesa por el beato Pío IX. Sus páginas nos dan al Newman esencial. Él mismo, agudo y perspicaz, lo consideraba su mejor libro. Muchos de tales prejuicios, aunque más extendidos entre confesiones fundamentalistas que las mayoritarias, continúan vivos en el mundo angloparlante.
No siempre la primavera se enseña a pedir de boca y según el color que pinta la mañana. En el caso de nuestro flamante santo oxoniense John Henry Newman, el airoso Azor de Littlemore, resultó, sin embargo, dulce y saludable, bella y deliciosa y, sobre todo, grácil como la rosa, ecuménica y profética de Vaticano II. Segunda Primavera, sí, pero, en definitiva, con sabor de plenitud y dimensiones de eternidad.